La otra tarde me di una vuelta por el Kursaal de Donosti para asistir al concierto que Javier Perianes
daba junto a la Orquesta Sinfónica
de San Petersburgo dirigida por el gran Yuri Termikanov.
Aunque por muy grande que el maestro ruso sea, y lo es
mucho, el principal motivo que me hizo luchar contra el calor y cogerme el día
libre fue Javier Perianes. El pianista onubense me parece, desde hace tiempo,
una de esas personas que destilan modestia y amabilidad a raudales. Y esto en
un músico de su talento es hoy, en estos días en los que cualquier mamarracho
se te sube a gritos a la chepa, y en los que la ignorancia campa a sus anchas
sin que nadie se atreva a pararle los pies, sencillamente un milagro: el milagro
de saber estar siempre a la altura de las circunstancias.
Y ese 17 de agosto Javier lo estuvo de nuevo.
Antes de su actuación le abordé a la entrada del Kursaal y le regalé un ejemplar de mi Divino Tesoro, el ensayo que escribí hace un par de años sobre,
digámoslo para abreviar, la juventud. Y se lo dediqué: para todas las personas que merecen la pena, como puse en la
primera página Y el rato que pasé con él antes del concierto y después, el Concierto para piano de Ravel con el que
nos obsequió los oídos, me corroboraron en que jamás he estado menos
equivocado.
Y me acordé, mientras le veía ejecutar el concierto volcado
sobre su piano, nada menos que del mítico ¡Muhammad Alí! Porque si Alí se
movía sobre el ring como una mariposa
y picaba como una abeja, tal y como nos dejó dicho su asistente Bundini Brown,
Javier Perianes sobre el piano no le va a la zaga. Si en el 1º movimiento del
concierto de Ravel, en el Allegramente
que comienza precisamente con el chasquido de un látigo, Javier Perianes es
capaz con sus enérgicas, eléctricas y exactas notas de “picar como una abeja”,
en el sublime segundo movimiento, en el Adagio
assai, flota sobre el teclado “como una mariposa”, como si apenas pulsara
las teclas. Y, sin embargo, el piano suena, ¡y cómo!, y su sonido nos llega y
nos conmueve con un escalofrío que, quizás, pudiera ser la respuesta de nuestra
piel al contacto con las alas de tan mágico e increíble insecto.
Tiene 34 años. Y sus mejores años quizás hayan pasado... No lo sé. Pero Roger es aún el único deportista capaz de convertir un partido de tenis en una eléctrica disputa de ping-pong. Parece inagotable, una presencia que nos ha venido de otro planeta. Yo he escrito un libro con su nombre, Las lágrimas de Roger, que espero que más temprano que tarde vea la luz. De momento espero. Como espero que su magia nunca desaparezca. Aunque lo hará algún día. Por esto cuelgo estas entradas en este blog. Son los highlights de su SF contra Andy Murray en el Máster 1000 de Cincinnati 2015 y algún que otro golpe maestro. Cuando Roger hizo que el tenis pareciera una endiablada versión del ping-pong. Cuando sabemos que estamos viendo algo muy especial y, posiblemente, irrepetible. Vosotros diréis.
Anoto: quizás esté llenando lavueltaylatuerca con demasiadas "entradas deportivas", pero no me canso ni se me sube la bola con ellas, con espectáculos como éste de Cincinnati. Y es me reafirmo en que en el deporte se encuentran explicaciones a una parte fundamental de nuestros modos de ser así y, sobre todo, de aquellos modos que podemos aspirar a alcanzar alguna vez. Anoto: El domingo 23 de agosto de 2015 Roger Federer ganó al No.1, Novak Djokovic, 76, 63 en la Final del Máster1000 de Cincinnati. A sus 34 años ganó el torneo sin perder un set, ¡ni ceder su servicio! Con la edad el saque es uno de los golpes que los tenistas van perdiendo inexorablemente, lo que les hace hincar la rodilla en partidos que antes dominaban. Pero a sus 34 años Roger parece, incluso, vencer a las leyes de la Naturaleza. Por eso si a Silvio Rodríguez le "estremeció la mujer que parió 11 hijos", a mí me "estremece" este divino suizo. Así que esta noche celebraré su triunfo con media jarrita de sangría y unos filetes de merluza a la romana. Estoy a gusto, me apetece el homenaje y Roger se lo merece.
No sé si“rectificar
es de sabios”. La verdad es que pienso que todo depende. Si rectificas y vas a
peor, podríamos asegurar que es de ignorantes. Y si vas a mejor, pensar que
todo haya sido cuestión de suerte, en cuyo caso habría que matizar y escribir que
“rectificar es cuestión de afortunados”. Y eso, ¿qué demonios significa? Lo
cierto es que rectificar sea de sabios me parece una soberana tontería como,
por otra parte, me lo parece el 99% del refranero. Pero, ¡qué coño!, hoy me he
levantado y cambiado de opinión. Y afirmo con rotundidad que a este Athletic se
le debe una Gabarra.
Y me explico. La
Gabarra, el fletar esta embarcación con el equipo subido en
su cubierta, se ideó para festejar los títulos. ¿Sí o no? Y dejamos un
prudencial lapso de tiempo para que cada cual piense en la respuesta… Y esta
Supercopa de 2015, ¿es o no es un título? Ayer en la Wikipedia
ya constaba que el Athletic cuenta en su palmarés con 2 títulos de la Supercopa de España. Se
impone entonces la Gabarra.
La Gabarra debe surcar las cada vez más limpias aguas de
nuestra bilbaína ría.
Y creo que el principal argumento que defiende esta nueva (ayer
mismo no opinaba así) tesis mía es que los títulos se logran con unas reglas concretas
que los respaldan y les dan la autoridad precisa para poder proclamarse como tales
títulos. En el año 84, por ejemplo, el Campeón de Liga y el Campeón de Copa resultó
ser el mismo equipo: aquella bendita plantilla de Javier Clemente, y se decidió
entonces según las reglas que por ser el mismo equipo el Campeón de las dos
Competiciones, la Supercopa
sería automáticamente añadida a las vitrinas del club rojiblanco. Años después
el Real Madrid, como Campeón de Liga, y el Real Zaragoza, como Campeón de Copa,
no se pusieron de acuerdo en cuanto a las fechas para disputar la Supercopa y ésta no se
celebró. Luego esa temporada no hubo Campeón de la Supercopa. Son las
reglas. Ellas dictaminaron que aquel año no hubiera Campeón de la Supercopa. Y más tarde las
reglas vuelven a cambiar y se decide quesi el Campeón de Liga y el Campeón de Copa son el mismo club, entonces la Supercopa se juegue
entre el Campeón de Liga y el… Subcampeón de Copa, a doble vuelta: el primer
partido en el campo del Campeón de Copa y el segundo y definitivo en el campo
del Campeón de Liga. ¡Y éstas son las reglas que han regido la Supercopa 2015! ¡Y las
reglas mandan! ¡Y con éstas nuestro Athletic ha sumado un nuevo título! Luego
yo quiero Gabarra. Con las reglas que este 2015 han regulado la competición de la Supercopa nadie ni nada,
ni el argumento más rebuscado, nos la puede escamotear. Es un título. Y en el
Athletic desde 1983 los títulos se celebran desde y con la Gabarra. Que las
fechas son malas, que están ocupadas por importantes partidos, que los fastos
de la Gabarra
pudieran distraer a los leones de sus
más acuciantes intereses deportivos, dígase Europe
League o Liga BBVA, plenamente de
acuerdo, y qué. Pues nos esperamos. ¿O no hemos esperado ya 31 años? ¿Qué importan
unos días de más? Pero sacamos la Gabarra. Cuando nos venga bien o cuando nos
apetezca que para eso somos de Bilbao. Pero la bajamos del Museo Marítimo y le
damos vida.
Porque lo importante, y con esto termino, es pensar que los
títulos se consiguen con esas reglas que los respaldan y les dan el sobrenombre
de “títulos”. Sin las reglas no habría competición ni títulos. Y las reglas
cambian con los tiempos. ¿O se atrevería alguien a defender hoy que la Gabarra que trasportó por la Ría al Athletic txapeldun de 1983 no debería haber
salido porque si la Liga
entonces hubiera premiado con 3 puntos la victoria, como pasaen 2015, el Athletic no la hubiera ganado
(cosa que no sé ni me importa)? No se me ocurre que haya nadie en su sano
juicio con pelendengues suficientes como para defender semejante tontería. Y es
que según las reglas que existen, y en el momento en que se disputan, se ganan
los títulos. Y punto. Y si las reglas se modifican y se acuerda, supongamos,
que el año que viene la
Supercopa, por los motivos que fuera, desaparezca, no por
ello el Athletic dejaría de ser el Campeón de la Supercopa 2015. Por esto
he cambiado de opinión. Y que en el año 2030, por ejemplo, hablemos de gabarras en plural. Y citemos aquélla
del 83, tan especial por ser la primera. O la del 84, la primera del doblete. O
la del 15, la de la
Supercopa contra el BarÇa de Messi. O… la del 25, la de la Champions,
¿por qué, no? Y así cada título tendrá su competición, sus reglas y su Gabarra.
Alguna más memorable que otra; alguna más inolvidable que otra. Eso es
inevitable. Según las circunstancias en las que ganaron y según las opiniones
de cada uno. Pero todas serán gabarras: campeonatos y títulos de nuestro
Athletic.
Por eso yo ahora no dejo de asomarme al agua esperando que la Gabarra asome su proa por
el horizonte. No estropeemos tan singular modo de celebración. Único en el
mundo como el Athletic. Y no hagamos excepciones. Porque nosotros no tenemos
prisa. Porque si algo hemos aprendido los seguidores bilbaínos es a saber esperar.
Y sabemos que merece la pena. 31 olos años
que hagan falta. Porque a nosotros el hambre de títulos no nos va a revolver el
estómago ni nos va a poner enfermos. Como, desgraciadamente, les sucede a
otros. Y no miro a nadie. Pero peor para ellos.
No suelo acostumbrar a criticar a los "colegas", a esos que tratan de ganarse el pan y la sal emborronando, con peor o mejor suerte, pedazos de papel en blanco.. Y ahora que Rafael Chirbes ha muerto de forma tan repentina, al menos para mí, me siento un poco canalla. Como si le debiera una. Porque recuerdo las molestas y poco gratas sensaciones que me produjeron su aclamada y multipremiada En la orilla, y cuando rápido como una centella, en cuanto leí su última línea, enrabietado como un chiquillo, escribí el artículo que después se incluiría en el sitio web de Tregolam. El país de los escritores, y que yo mismo subí a este blog en la entrada del pasado 9 de febrero de este año 2015. Y suscribo todavía las acaloradas reflexiones que entonces me produjo, pero hoy con la desgraciada desaparición de Chirbes, siempre lo es que un ser humano muera y más aún, diferencias apartes, que lo haga un escritor de esos que aunque no nos entusiasmen, son personas que piensan y que después tratan de volcar sobre un papel, y de la mejor manera que su talento les permite, dichos pensamientos. Por eso siempre me descubriré y guardaré un segundo de silencio ante ellos, ante gente como Rafael Chirbes, cuando nos dejan y nos dicen adiós o hasta pronto con un figurado y triste gesto en la mirada. Aunque lo único que con ello hacen no sea más que habernos tomado la delantera por un momento. Así que ahora, y a modo de sincero y sentido homenaje, propondría que echáramos un vistazo al que es posiblemente el mejor plano secuencia que este país, o Víctor Erice, ha rodado en los últimos años, y a los sones de En er mundo, el melancólico pasodoble que a mí (y no me preguntéis por qué) me hace pensar en la futilidad de esta vida y en viajar no sólo a El Sur sino a esas soleadas tierras y huertas valencianas que Rafael Chirbes acaba de dejar atrás.QEPD.
Por ahora que seguimos torrándonos
con este verano de marras vamos a imaginar un juego; vamos a imaginar que nos
llamamos Nino Rota, que somos uno de los más grandes compositores musicales del
siglo XX, autores de alguna de las más soberbias partituras para el
cine y de alguno de los más brillantes (¡y qué lastima porque esto se olvida demasiado a
menudo por los eruditos, sic, que citan
nuestro trabajo!...) opus que son
parte indisociable (y por mucho que les pese a esos eruditos de pacotilla) de
los más punteros trabajos musicales del siglo pasado.
Y pensemos ahora en Rocco y sus hermanos, la extraordinaria
película que dirigió Luchino Visconti en 1960 sobre el declive y la desintegración que
sufre una familia de inmigrantes del sur de Italia cuando deciden escapar de la
miseria y trasladarse a la progresivamente industrializada y
próspera Milán. Y pensemos en que fuimos nosotros, o sea, Nino Rota, los que
pusimos una bellísima partitura sobre los desgarradores fotogramas de Visconti.
Y ya puestos, sigamos pensando que 10 años después más o menos, cuando un
treinta añero director americano, que responde al tan poco modesto nombre de
Francis Ford Coppola, uno de los enfants
terribles del nuevo cine americano de los 70´, está en la pre-producción de una
película que llamará The Godfather o El padrino y que, a su manera, también
trata de la desintegración de la familia de un inmigrante italiano llegado, en
esta ocasión, a principios del siglo XX a las costas norteamericanas de Manahattan
(como diría el insigne Walt Whitman), se le vienen a la cabeza los nombres de
Visconti y de Rocco y, cómo no, de Nino Rota. Y encarga entonces al músico italiano de… ¡Milán!
(¿habría tenido en cuenta Visconti estos antecedentes milaneses para que la
música de Rocco… surgiera de su
talento?) la composición de la banda sonora de la película, de su padrino.
Y Rota se muestra encantado. El padrino va a ser una producción Paramount, con Marlon Brandon a la
cabeza del reparto, además de otros jóvenes y prometedores actores como Al
Pacino. Y el proyecto, qué duda cabe, parece serio y tiene buena pinta. Incluso, quizás, puede ser por fin (ya tenemos o Nino Rota tiene ya 60 años) el
reconocimiento que nos merecemos, que Rota se merece más allá de la vieja
Europa, sobre las colinas donde se alzan las letras que componen esa palabra mágica: Hollywood.
Y nos ponemos o Nino Rota se pone
manos a la obra. Mantemos numerosas reuniones con Coppola. Es gratificante, no
lo podemos negar, que un enfant terrible,
un mocoso de apenas 30 años, haya reparado en nosotros desde tan lejos y nos
hable maravillas de Rocco…, de La strada o de El gatopardo. Nos sentimos a gusto oyéndole hablar. Y casi a bote
pronto (el entusiasmo nos recorre hasta el último extremo de la piel)
buceamos en nuestro inagotable y fantástico bagaje cultural (y no como tantos otros
creadores de hoy en día, y sobre todo en este país nuestro de marras, que tienen
esa maleta más vacía que el maletín que lleva Michael Douglas en Un día de furia) y nos acordamos, o Rota se acuerda (seamos serios), de Don Pasquale, la ópera que Gaetano
Donizetti compuso en 1843, su antepenúltima ópera (¡la 64 de 66!); y más en concreto
en el aria Povero Ernesto… Cerchero
lontana terra que canta el personaje de Ernesto cuando, creyéndose
despreciado por su amada, planea huir y buscar una tierra lejana donde olvidar y poder empezar una nueva vida. Y canta sentidamente y… el aria cuenta, además, con una sorprendente introduzione de un precioso solo de trompeta que bien podría ajustarse a la película y
ser la metáfora de esa lontana terra
que, para los personajes de El padrino,
es (justo al contrario) la tierra que han dejado atrás, el paisaje terroso que siempre
vibrará en sus mentes y sobre el que sus pies nunca volverán
a dejar sus huellas.
Y es entonces cuando Nino Rota
consigue el milagro, nuestro parecido razonable, y Don Pasquale se estrecha la mano con El padrino, con ese su inolvidable tema principal que también introduce la trompeta y que para todos
aquellos con un mínimo de sensibilidad queda inefablemente asociado con la pérdida y
nostalgia por los orígenes, por los hogares y lugares que nos vieron nacer, dar
nuestros primeros pasos, hacer nuestras primeras trastadas o besar nuestros
primeros labios…
Así que Don Pasquale y Donizetti (con el gran Alfredo Kraus)...
Pienso
que en el discurso que William Faulkner pronunció al recibir el Premio Nóbel de
Literatura de 1949 se encuentra la quintaesencia que todo aquel o aquella que
se dediquen o quieran dedicarse a esa actividad tan extraña como incalificable,
pero tan apasionante como mágica y a la que, por darle un nombre que pudiera
orientarnos, llamamos simplemente Arte, debería llevar grabadas a fuego lento
en su mente. Aunque por no reproducir la totalidad del discurso, que aun así no
tiene desperdicio (no en vano muchos lo califican, quizás, como el mejor
discurso escuchado en el Palacio de Conciertos de Estocolmo, sala donde
habitualmente se entregan los premios) vamos a quedarnos con sus líneas finales
que sirven bien a mis intereses para lo que aquí y ahora quiero exponer.
Creo que el hombre, terminó diciendo Faulkner aquel 10 de
diciembre de 1950 (un año después, aunque no viene al caso extendernos ahora
con las razones), no perdurará simplemente sino que prevalecerá. Creo
que es inmortal no por ser la única criatura que tiene voz inextinguible sino
porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión, de sacrificio y de
perseverancia. El deber del poeta y del escritor es escribir sobre estos
atributos. Ambos tienen el privilegio de ayudar al hombre a perseverar, exaltando
su corazón, recordándole el ánimo y el honor, la esperanza y el orgullo, la
compasión, la piedad y el sacrificio que han sido la gloria de su pasado. La
voz del poeta no debe relatar simplemente la historia del hombre, puede
servirle de apoyo, ser una de las columnas que lo sostengan para perseverar y
prevalecer.
Y
como el subrayado es, obviamente, mío lo explico y con ello me meto ya en lo
que quiero decir con todo esto. Es la Historia y no la historia. Es prevalecer y no,
simplemente, estar. Y es esta capacidad para trascender, para contar desde lo
singular lo universal, de la que, desde mi modesto punto de vista, adolecerían las
expresiones artísticas españolas; especialmente el cine (o la última hornada
que tantas erecciones económicas está provocando en las cuentas de resultados
de productores y distribuidores y exhibidores:El niño, Ocho apellidos…, Perdiendo el
Norte,
etc.) y la literatura una vez leída y sufrida, por ejemplo, la multipremiada En
la orilla,
de Chirbes. Y es que creo que mientras no sepamos ver más allá de las
ramas estaremos condenados a escribir sobre aquello que nos ocurre, escribir
sobre el corto plazo, sobre la incidencia, sobre el detalle y la anécdota,
sobre la circunstancia y nunca sobre aquello que hace grande y duradera a una
obra: su universalidad.
Y
puestos a buscar razones para este fenómeno la menor no sería esos 40 años (¡cuatro décadas!) de
dictadura que sufrimos y cuyas consecuencias continuamos hoy,y mal que nos pese, padeciendo. Sus
circunstancias, que cualquier ser humano, cualquier artista en su sano juicio quiso denunciar, nos
ha obligado a fijar nuestras mentes y miradas en esas circunstancias siempre tan circunstanciales, en lo concreto, en lo que está a la vuelta de la esquina:
Berlanga y Saura (salvo honradísimas excepciones o El verdugo, Plácido o La caza), Martín Santos, etc.; aquello que, con el transcurrir del tiempo, ha derivado, una vez clausurado el terrible
periodo franquista, en una lamentable, depresiva y enquistada querencia por eso
mismo tan concreto,
basada quizás en ese “jarrón mal pegado frente al que todos aguardan el momento en que va
a romperse” o ese país “con una mala salud de hierro”, que decía Ortega. Y de esta forma, el
cine se nos hizo crónica, apegado a la tierra presente o pasada, según tocaran
los argumentos o los deseos de los productores; y la literatura, idem. Y cuando no era así,
nuestro arte se hermanaba con el escapismo, con la hueca tontería; siempre
tan intrascendente.
No
dudo de que con ello la TV,
la radio y prensa (esos medios que sobreviven de la más rabiosa “concreción” o actualidad,
como ellos dicen) han sabido comer y beber, y aún continúan y continuarán me
temo, hasta empacharse. Y sin embargo, el arte con mayúsculas necesita, aun
teniéndolas en cuenta, separarse de eso tan concreto, de las circunstancias
demasiado cosidas al hoy-en-día. Y cuando no se conduce según estos propósitos, la circunstancia
nos niega el acceso a lo no-circunstancial, a lo que realmente es válido y valioso
para todo tiempo y lugar. Y por eso apuntaba antes que es nuestra obligación
como cineastas, como escritores, como escultores, pintores y arquitectos trascender
de lo singular o concreto a lo universal; de las ramas al bosque. Y si no se me entiende releamos
el discurso de Faulkner para saber de qué demonios he querido hablar y
saber porqué demonios estamos hoy en este profundo pooozo artístico donde, sin embargo,
parece que muchos se encuentran tan a gusto.