No sé lo que ocurre o, mejor dicho,
si sé lo que ocurre pero se me escapan los motivos de que todo transcurra
detrás de una simple máscara demonizada, cuando no de franca (e injusta, ya que
aún no habrían hecho nada: ni bueno ni malo) antipatía y desdén. Porque, ¿a qué
obedecen estos “gritos subidos hasta el cielo”, estas voces crispadas, esos
tertulianos de diferentes ideologías, analistas en distintas televisiones y
espacios radiofónicos puestos, sin embargo, unánimemente de acuerdo por una vez
y sin que el medio de comunicación, sea cual sea su bandera, coaccione sus
opiniones sobre el indiscutible ascenso al poder de Syriza en Grecia o los espectaculares resultados que las encuestas
vaticinan sobre Podemos en España?
A mí que me gusta mucho el cine me
viene a la memoria aquella película de Norman Jewison que en este país (eran
años 60) se tituló
¡Que vienen los rusos!,
pronunciado a modo de
¡socorro! o
ultimátum desesperado hacia toda la
población, tal y como lo soltaría, después de tantos meses de incertidumbre, el
más solícito y tembloroso de los centinelas, apostado sobre un andamio al borde
de una playa y sin quitar ojo (¡Dios le libre!), prismáticos en mano, a todo
aquello que pudiera suceder o venir allende los mares. Y aunque alguno pensara que
este desembarco de tan indeseables huestes (
sic)
nunca fuera a pasar, ha pasado. Y los rusos ya andan sobre la arena. Perdón,
Syriza y
Podemos ya están entre nosotros. Y vienen para quedarse.
Pero, ¿a cuenta de qué tantos
miedos, tantas precauciones, tanto ¡cuidado!? Al fin y al cabo, ¿no son hombres
y mujeres como nosotros y nosotras los que componen el número de afiliados y
simpatizantes de los dos partidos, aunque Tsypras no haya nombrado a ninguna
mujer para su primer gabinete y eso haya enfurecido y recargado las pilas de
feministas y hombres bienpensantes con motivos indiscutibles- sic- e incrementado, por si alguna falta
hiciera, las críticas y los malos augurios? Pero, ¿justifica eso, al fin y al
cabo una muy vieja versión de la tan cacareada “guerra de sexos”, tanto
revuelo?, ¿tanta “mieditis”? Yo creo que los tiros, si persistimos en hablar de
“guerra”, van por otro lado.
Y es, tal vez, lo que se nos
antojaba tan baladí, tan ficticio, cinematográfico e insustancial como aquel ¡que vienen los rusos!, a modo de
torticera versión “telón de acero” del más infantil ¡qué viene el lobo!, no sea, en el fondo, ni tan baladí (porque es
más serio de lo que parece, y eso trataré de mostrar en estas líneas), ni tan ficticio
ni cinematográfico (porque es muy real), ni tan insustancial (porque es muy
sustancial), cuando detrás de todo ello, de todas las cortinas de humo se me
aparece con la máxima y terrible claridad la eterna aversión a los postulados
que sostiene la izquierda más radical.
Aunque no se me malinterprete. Que
escribo “radical” no con un sentido extremista, yihadista o arcaico, del tipo
de que ¡
no quede en pie ni una iglesia,
ni una sotana sin agujerear!, sino en la más noble acepción de una
izquierda que no ha torcido aún los brazos, que se niega a verse domesticada;
una izquierda, izquierda,
zurda,
mcenroe,
impertinente,
siniestra y
orgullosa de ser todo eso (por lo que
siniestra
tendría de un toque de “asustador”, de “despertador” de unas conciencias ya dormidas
durante demasiadas noches); dispuesta a cambiar lo que crea que debe cambiarse.
Y sin que el pulso vaya a temblarle con el cambio.
Y entonces, ¿qué pasa?, ¿qué hay de
malo en ello? Y pregunto, ya sin miramientos de ninguna clase, si toda esa
inquina no responde, realmente, al nulo encaje que la izquierda-izquierda tendría
en los esquemas sobre los que nos estamos empeñando en construir esta mastodóntica
y macroeconómica Europa del euro; estos serían, capitalismo, más o menos,
salvaje y campando, más o menos, a sus anchas, obscenas y progresivas
desigualdades entre una población que cada día pinta menos (ya lo dijo Marx, un
sistema que perfecciona al obrero pero que denigra al ser human), que cada día
está más micro y desafectada de esas
cifras macros bajo los gritos, éstos
también, de ¡sálvese quien pueda!, y que
Europa y este mundo globalizado, en general, quieren convertir en los únicos
índices a tener en cuenta, como si el pan y el periódico llegaran a nuestras
mesas sobre las alfombras mágicas de PIB.
¿Y no tendríamos pruebas suficientes
para probar un cambio de rumbo? ¿No sentimos unas ganas inmensas de meter el
pan, ya que hablamos de “pan”, en otra salsa? ¿Una roja de tomate, por ejemplo? Simplemente por curiosidad. Aunque cierto
es que, como dice la canción, la curiosidad mató al gato, pero ¿quiénes de los
que están leyendo estas apresuradas, como siempre, líneas son un gato o tienen
cuatro patas? Pero lo dicen y lo repiten todos, ¡que vienen los rusos! Y ya me lanzo porque, ¿no fueron
precisamente esas mismas y absurdas palabras las que hicieron posible hace 70
años (estos días en los que, irónicamente, conmemoramos la liberación de Austwitz)
uno de los capítulos más sangrantes y vergonzosos de la Historia de la Humanidad? Porque ese
maldito e hipócrita aviso (sí, ya va siendo hora de que llamemos a las cosas
por su nombre) contribuyó a que las principales potencias europeas (o Francia y
Gran Bretaña) y los EEUU de América demoraran su intervención en los planes que
Hitler llevaba madurando desde muchos años antes, desde el 31 o el 33 o mucho
antes, cuando el huevo de la serpiente era sólo eso: un huevo y tal vez con un
certero y contundente golpe de cuchara nos hubiéramos ahorrado los disgustos
que nos vinieron después por todas partes, y cuyas consecuencias aún sufrimos
70 años después (y los que nos quedarán, porque estas cosas no se arreglan como
un grifo que estuviera goteando)?
Pero quizás todo esto no sea tan difícil
de entender si apelamos al furibundo antagonismo que plantea entre el
capitalismo y el comunismo; dos estructuras económicas que, seguramente, lo
único que tengan en común sea precisamente esa categoría de estructura y de
ordenadores de los ámbitos económicos. Y que desde este status de las “perras”
haría que los restantes difirieran también como el agua del vino. Aunque tampoco
esto debería ser ni dar para tanto porque las mismas nociones de “estructura” y
“ordenador” ya recogen muchas ideas que hacen que los dos regímenes no puedan
asimilarse bajo esferas tan antagónicas, como el día y la noche, el círculo y
el cuadrado o el agua y el vino.
Por lo menos se me ocurre y confío
en que los dos sistemas desean que los hombres y mujeres que viven y se rigen bajo
sus auspicios lo hagan de la forma que creen más justa y armoniosa. E, incluso,
me atrevería a conceder que esa forma fuera diferente en ambos casos pero lo
que nadie, ni en las peores circunstancias, debería poner en duda es de que
para los dos sistemas su forma es la
más justa y armoniosa. Y esto, desde que los griegos decidieron inventar la
filosofía, se ha asimilado siempre con lo mejor.
Así que si vienen los rusos, que
vengan. Y dejémosles que hagan aquello que crean más justo. Que por ahí nunca nos
van a ir mal (o peor) las cosas. No les neguemos la oportunidad (¿o no decimos,
como un latiguillo, que todo el mundo merece una de ésas?), la palabra, el
turno de hacerse oír porque, entre otros muchos motivos, con ello está en juego
la calidad de nuestras democracias. ¿O no sería, acaso, una democracia menor
aquélla que corta de raíz y se cierra en banda a los argumentos de una parte,
por lo visto cada vez mayor, de la población? ¿O es que, y por aquí andaría el
quid de muchas cuestiones, esta mastodóntica
y macroeconómica Europa del euro ha decidido que se vive mejor (
sic) bajo una democracia menor y
recortada, una democracia que premia a los
iguales
aunque estos representen a diferentes siglas y condena a los
distintos que presumen, y a mucha honra,
de ser distintos, invocando y repitiendo insensatas consignas para amedrentar a
la población (sí,
¡que vienen los rusos!)
Hace 70 años también las
democracias nos asustaron. Por motivos similares. Y Hitler frenaría con sus panzers a las hordas rojas. Dejémosle
hacer… No es tan mal tipo. Y el verdadero susto nos vino después. No quiero
repetirme. Pero salvando todas las distancias que sean precisas, por supuesto, aprendamos
la lección de la intolerancia. En una democracia o cabemos todos, y todos sin
excepciones, o la democracia se convierte en un micro juguete en manos de unos pocos macros. Y los juguetes ya se sabe lo que ocurre con ellos: cuando nos
hacemos o nos creemos mayores nos aburren y los arrojamos al cuarto de los
trastos viejos. Y entonces ¡que tiemble la tierra! Rojos, verdes, amarillos, azules…
: ¡el arco iris parpadea, vuelve a estar en peligro! Y este peligro es el real.
Y no porque los rusos vengan.