miércoles, 20 de febrero de 2013

FAUSTO, DE SOKUROV: APUNTES PARA UN COLOQUIO



 
Voy a centrar este coloquio sobre la película en las diferencias que separan la simple dirección de una película de la puesta en escena de la misma; concepto éste, el de la puesta en escena que, con el paso de los años, se está perdiendo, del que ya casi nadie habla y del que hoy casi pueden contarse y constatarse con cuentagotas los directores que andan preocupados por estos fregados. FAUSTO y Sokurov son una de esas últimas gotas y un excelentísmo ejemplo, para agoreros y aguafiestas, de que no todo está perdido todavía.

Pero vayamos por partes. Si definiéramos la dirección, en términos informáticos o de ordenadores personales, hablaríamos del típico corta-pega de los planos que constituyen el metraje de la película, y del mayor o menor acierto en el uso del pegamento en el “ensamblaje” final, en ese final-cut del que hablan los puretas. Pero la puesta en escena va más allá de esa dirección “informática” y se compromete sin olvidarse del encadenado de planos con el contenido de los mismos y con la manera de construirlos. La puesta en escena supone trabajar desde ese contenido del plano que le va a dar (al plano) su razón de ser y de estar-ahí y no en otro lugar (como imaginar un cuadro o una tela pintada en movimiento: FAUSTO, entre otras muchísimas cosas, es eso: un cuadro de Brueguel en perpetuo movimiento), a partir de la posición que ocupa la cámara en combinación con los movimientos de los actores, el ritmo de los diálogos, la iluminación, etc. hasta construirlos como entidades acabadas que, posteriormente, en la sala de montaje se cortan y se juntan en un rompecabezas apabullante. FAUSTO también es eso.

En el último término la puesta en escena, por su mayor complejidad respecto a la mera dirección, haría referencia a que el director o la directora en cuestión se encuentran en posesión de un estilo (en tanto que construyen), de una original “marca de fábrica” que hará que sus películas resulten reconocibles por cualquier espectador mínimamente avezado y atento. Aunque no por ello deberemos tirar las campanas al vuelo y pensar que por fin hemos dado con un criterio que nos hará diferenciar a las películas buenas o “puestas-en-escena” de las menos buenas o únicamente “dirigidas”. No va a resultar tan sencillo.

Porque pienso que existe un verdadero estilo: el estilo que sí tiene valor (y FAUSTO es una incontestable muestra de todo esto) y que debe estar orientado y confluir en algo que ya no es el estilo-en-sí-mismo; un hecho que de no cumplimentarse anularía las supuestas bondades de ese estilo-en-sí-mismo para convertirlo en un fin; como si el objetivo del director, que se ha puesto detrás de la cámara, fuera que la película se reconociera inmediatamente como salida de su cabeza, como UNA PELÍCULA DE… ALMODÓVAR, por ejemplo, ya que pienso que el realizador manchego es un buen ejemplo de esto que vengo exponiendo. Decir que Pedro Almodóvar tiene un estilo propio es algo innegable. Pero ante la pregunta de a qué fines sirve ese estilo habría que encogerse de hombros o responder algo tan vago como que Almodóvar siempre hace las cosas así. El estilo de Almodóvar no es, entonces, un verdadero estilo, un medio para alcanzar otros objetivos más preciados. Sería, a lo sumo, un simple manierismo que no atiende a otras consignas más que a sus propias consignas. Un estilo, o una pescadilla que no dejaría de estar mordiéndose continuamente la cola, y cuyas vueltas y re-vueltas terminan por cansar y marear.

Yo, sin embargo y permítaseme la alusión al disco de Pink Floyd, apostaría por la otra cara de La Luna, por hacer que el estilo sea un medio o, quizás mejor escrito, un meta-medio: un estilo que transcienda al simple medio, quizás en ese sentido trascendental del que nos habla Paul Schrader cuando analiza a Bresson, Ozu o Dreyer en su magnífico libro: una recomendación de cinco estrellas y la promesa de que nadie incluirá su lectura entre los tiempos perdidos. Y no como pudiera suceder, por continuar con el mismo caso antes mencionado, con Almodóvar cuyo estilo sí que es, lo hemos dicho, y a todas luces y sombras, innegable y reconocible pero diluido en los propios contenidos de sus planos estilizados. Almodóvar no (los) trasciende. Nunca es su estilo un meta-estilo. Su estilo muerte en la orilla. No es un buen nadador. Es un fraude intrascendente. Porque, ¿a qué intereses sirve? A nada ni a nadie más allá de él mismo.

Y no obstante habría que añadir rápidamente, antes de que nadie fuera llevado a error que todo esto que venimos defendiendo, el estar en posesión de un estilo que trascienda al propio estilo, continuaría sin ser signo ni garantía de que la película en cuestión vaya a tener calidad o pudiera ser, automáticamente, calificada con un “5” o con un “excelente” u “obra maestra” en la revista o periódico de turno. Bela Tarr, por ejemplo, sería uno de esos cineastas dotado de un estilo propio y trascendente en el sentido que he estado usando la expresión meta-estilo. Y sin embargo, su último Caballo de Turín, siendo una película interesante en sus propuestas de puesta en escena, me parece una película fallida: su ambiente apocalíptico, el final del mundo anunciado por la muerte de los grandes pensadores (Nietzsche) y la llegada de unos tiempos líquidos simbolizados en su fotografía brumosa  y en las revueltas (en off visual) que tienen lugar en la lejana ciudad me parecen reiterativos hasta la evidencia. Y al mismo tiempo, pudiéramos revertir la propuesta y recurrir a excelentes películas cuyo estilo no es particularmente brillante ni se constituye en una de sus señas de identidad, ni posiblemente pretenda serlo, pero cuyo visionado siempre es una auténtica gozada. Me acuerdo, en estos momentos, de George Stevens y de Raíces profundas.
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viernes, 8 de febrero de 2013

CENTAUROS DEL DESIERTO


TODOS DEBEMOS SER BUSCADORES
 
 
Antecedentes.

La última vez que asistí a una proyección de The Searchers (y las líneas que a continuación siguen mostrarán el porqué utilizaré a partir de ahora el título original de la película, traducible por Los buscadores), la obra maestra que el cineasta norteamericano John Ford dirigió en 1956, fue una tarde en el auditorio del Museo Guggenheim de Bilbao.

La película se enmarcaba dentro de un ciclo de proyecciones organizado por el decano de los cine-clubes españoles, el Cine-club FAS, y que bajo el título genérico de El sueño americano englobaba también a Tiempos modernos, ...Y el mundo marcha, Los violentos años 20, Hombres errantes, Cantando bajo la lluvia entre otras, y fue introducida y comentada por el señor Patxi Urquijo, profesor de Imagen y Sonido en la Universidad del País Vasco. Pero esto fue lo de menos. Porque lo de más y lo que me animó a asistir a la proyección fue la posibilidad de ver, por fin, The Searchers en pantalla grande y disfrutarla en unas condiciones apropiadas: el formato Vistavision, el inmaculado Technicolor, una impecable versión original con subtítulos en castellano, sala acondicionada, silencio, oscuridad...

Habría visto The Searchers unas tres veces (ignoro si lo mismo le pasa a otra gente pero a mí con las películas clásicas me ocurre que pienso haberlas visto en docenas de ocasiones pero luego, cuando me paro a pensar, descubro con cierta sorpresa que el número apenas si sobrepasa los tres o cuatro visionados. Creo que la razón estriba, simplemente, en que al retener estas películas en la memoria y viajar así ellas siempre conmigo los tres o cuatro visionados se me antojan no tres o cuatro sino muchísimos más) pero en el pequeño y reducido cuadrado de un televisor y en versión castiza doblada al castellano, por lo que estimé que la ocasión que me brindaba el Guggenheim no podía desaprovecharse.

Y en ésas estaba compartiendo entusiasmo con el señor Urquijo aunque éste comentara que, por una vez y sin que ello sirviera de precedente, él prefería el título de la versión española: Centauros del desierto. Y yo hoy y ahora, en ese punto y lo siento de verdad por el excelente profesional y comunicador que es el señor Urquijo, no estoy de acuerdo. Yo prefiero el original: The Searchers. Me encantan los searchers, los buscadores. Porque pienso que nosotros siempre debemos andar buscando. En la búsqueda anidan las raíces del inconformismo que es la mejor receta contra los apáticos y ruinosos tiempos (culturales) que nos está tocando vivir. Y no sólo ello sino que además, días más tarde, cuando empecé a preparar la presente asignatura y recibí por correo el libro sobre la “Introducción a la Estética y la Teoría del Arte I”, que me serviría para preparar el examen de febrero, descubrí en las primeras páginas la cita del precioso poema de Cavafis “Viaje a Itaca” y se me ocurrió, uniendo las dos experiencias (película y cita) que el tema para la redacción que se me pide para este primer parcial viajaba también implícita en el título original y en las precisas imágenes de The Searchers, por lo que se puede considerar que aquella tarde fue, al menos para mí, una tarde perfecta:

Itaca te dio la travesía.

Sin ella, no hubieras emprendido

La jornada…

 

Porque habría visto The Searchers tres o cuatro veces. Lo he dicho. Y también que habría podido pensar que eran catorce o quince. Pero sobre lo que no albergaba la menor duda era sobre la riqueza de significados y sugerencias que la película me trasmitía a cada nuevo visionado. No sin motivo en nuestro mundo se dice, aunque con cierto tufillo a lugar común, que las obras maestras resultan inagotables. Es uno de esos convencionalismos que inundan nuestro imaginario y la prensa escrita y/o gráfica que nos asalta por doquier, a la vuelta de cualquier esquina o a la vuelta, incluso, de cualquier rincón de nuestra sala de estar. Y sin embargo en el caso de The Searchers esta afirmación es cierta. The Searchers es inagotable porque a cada nuevo visionado se descubre una nueva lectura, algo que habíamos pasado por alto en anteriores ocasiones, un detalle que encierra un mundo, una línea de diálogo que quiere decir mucho más de lo que habíamos pensado en una primera o segunda escucha. Y es entonces cuando la certeza nos asalta sin ningún género de dudas y podemos decirlo en voz alta sin temor a equivocarnos: sí, The Searchers es una obra maestra. Aunque ahora trataremos de ir un poco más lejos y, ya que hablamos de buscadores, buscar yo mismo un por qué de ese aseerto.

 

La interpretación de aquella tarde.

(Nota primera,- De igual forma que la idea de un paisaje no se puede formar sino es por la participación activa de un sujeto consciente que contempla la naturaleza puramente orgánica pero a la que con su mirada incorpora toda una serie de estructuras culturales aprendidas e interiorizadas por las que, a partir de aquel juicio estético reflexionante del que nos hablaba Kant, la naturaleza pasa a convertirse en paisaje[1], de igual forma, digo, una película sólo deja de ser una sucesión de planos arbitrariamente encadenados uno detrás de otro por la participación de un sujeto activo y consciente que añade a esa sucesión una estructura cultural macerada por años de aprendizaje y que la dotarán de una coherencia e interpretación por la que pasará de ser una mera sucesión de planos a erigirse en una auténtica obra artística; en este caso, una película. En el mismo sentido, por ejemplo, en que nos habla la escritora Eileen Chang, autora de la novela en la que se basa Deseo, peligro, la película de Ang Lee: “La interpretación y la imitación es algo de naturaleza brutal: los animales, como los personajes de la novela, se sirven del camuflaje para escapar de sus enemigos y atrapar a sus presas. Pero la imitación y la interpretación también nos ayudan, como seres humanos, a abrirnos a experiencias mayores, a conexiones difíciles de definir, a significados más elevados, al arte y a la verdad”[2]. A la vida, añado yo).

Pero empecemos: The Searchers es, normalmente, encuadrada dentro del género de películas estadounidenses sobre vaqueros; considerada, dicho en pocas palabras, un western. Pero a mí aquella tarde del 2 de septiembre me pareció no sólo una película fantástica y un western sino también una película que bien pudiera engrosar las listas y las estanterías del género fantástico (¿?).

¿The Searchers, cine fantástico?, podría preguntarse incluso un espectador atento. Y modestamente le sugeriría que siguiera el presente razonamiento: la película muestra una indudable, y en eso todos estamos de acuerdo, contraposición entre los interiores (principalmente, el hogar de los Edwards) y los exteriores (principalmente, los paisajes secos y duros del Monument Valley), entre la iluminación (¿será necesario mencionar el espléndido trabajo de Winton C. Hoch?) mortecina y apagada de los primeros y la clara y contundente de los segundos; en definitiva entre las categorías, como si de un inocente recuerdo de alguno de aquellos programas de “Barrio Sésamo” de nuestra infancia se tratara, “dentro” y “fuera”.

Y esta contraposición no es, de ningún modo, baladí. Y menos aún en una obra maestra como The Searchers que si es maestra lo es, entre otros motivos, por la ausencia de componentes gratuitos en su estructura. Antes al contrario, la oposición dentro-fuera es uno de los paradigmas característicos del género fantástico: la tajante división y enfrentamiento de ambientes y escenarios. Dentro (de la casa) habita la familia Edwards. Ellos son Martha, su marido Aaron y sus hijas Lucy, Debbie y un muchacho de corta edad. Vive la familia una existencia apacible. Fuera (de la casa) deambulan los searchers, los buscadores. Principalmente Ethan, el personaje que interpreta John Wayne (¿quién ha podido decir o escribir alguna vez que no es un magnífico actor?) y la tribu del indio Cicatriz. Éstos, al contrario que los Edwards, nunca vivirán una existencia apacible sino errática, al acecho, siempre inquieta.

Cuando comienza la película Ethan cansado de este deambular, peregrinar (¿sin sentido? No y, aunque luego volveré sobre ello, recuerdo Itaca: Itaca nos dio la jornada: el peregrinar tiene sentido en sí mismo), regresa al hogar de Martha y de su hermano Aaron. Quiere establecerse como ellos. Quiere dejar de ser un buscador. Parece decidido pero, sin embargo, el ataque de Cicatriz y el consiguiente secuestro de la pequeña Debbie, le expulsarán otra vez a los exteriores, le obligarán a seguir siendo un buscador. Marty, un joven que ha vivido en el hogar de los Edwards desde que sus padres murieron siendo un niño, le acompañará no casualmente en esta frenética búsqueda que se prolongará durante varios años.

Y es que Marty podría ser la clave en esta personal interpretación que propongo sobre The Searchers. Marty es un personaje a medias, en mitad de los dos espacios. Vive con los Edwards (dentro) pero no forma parte de la familia (fuera): fue adoptado siendo niño. Y así, se debate entre su amor por el hogar, por el dentro simbolizado para él en el personaje de Laurie y la deuda que tiene contraída con los Edwards que le obligará a seguir los pasos de Ethan por fuera y a ser otro buscador (en busca de Debbie). Como todos los buscadores Marty deberá moverse por fuera.

Sí, Marty es un personaje fundamental. Representa una continuidad (y al final, el anverso) del perfil de Ethan. Como él se debate entre un sueño de estabilidad y lo errático, entre el dentro y el fuera, pero al término de la película, y al contrario de Ethan, él opta por el hogar y en compañía de Laurie entrará en casa (at home, dentro) mientras que a Ethan nada ni nadie le invita a entrar y se queda fuera. Él, Ethan continuará siendo un searcher, un home-less (literalmente). Y Marty, a partir del rótulo The end, un no searcher, un home-more (literalmente y perdón por el barbarismo).

Pero si esta dicotomía entre el dentro y fuera se quedara simplemente en eso, en el antagonismo entre dos categorías, entre dos formas de enfrentarse al mundo, The Searchers no me parecería, por ese lado, particularmente memorable. Sin embargo, el caso es que John Ford, desmintiendo los calificativos de conservador, reaccionario o, incluso, fascista con los que tan a menudo se le despachó desde ciertas publicaciones cinematográficas, propone, a mi entender, una fascinante (por enriquecedora) lectura de esas dos categorías.

Porque si tradicionalmente hemos considerado al “dentro”, al hogar como lo seguro, como lo bueno[3], el conservador, reaccionario o incluso fascista (¿?) Ford le da la vuelta a la tortilla y nos plantea con y en sus imágenes que, tal vez, el hogar pueda ser el lugar de la lumbre y el calor pero también el lugar de la muerte (en vida) porque en él nunca tienen cabida los buscadores, porque en él nunca viven los buscadores, porque en él los buscadores estarán siempre ausentes. Y para Ford los buscadores, esos, al fin y al cabo, entrañables sin-hogar, y a pesar de su ingrata y no siempre reconocida tarea, son, sobre todas las cosas, la vida. Véase sino:

- El hogar de los Edwards se sitúa junto a un cementerio como si, en realidad, se tratara de una tumba más. Cuando, tras el ataque de Cicatriz, Debbie huye de la casa y va esconderse al cementerio apenas si salta por la ventana, recorre un par de metros y se agazapa detrás de una (¿otra?) lápida.

- Cuando Ethan regresa y descubre el ataque que Cicatriz ha efectuado al hogar de su hermano y en el que aún humean los restos de la masacre entra en la casa como si, en realidad, estuviera accediendo al interior de una cripta.

- Y el famoso plano final cuando Marty y Laurie, la Sra. Jorgensen, su marido y Debbie entran en la casa parece como si estuvieran entrando en el interior de una tumba. Ethan se queda fuera, sin hogar (homeless, again) y la puerta se cierra como si de la tapa de un ataúd se tratara clausurando el círculo que se abrió en la secuencia inicial cuando la puerta del hogar (en aquella ocasión la puerta del hogar de los Edwards: otra tapa de ataúd) se abría dejando que sus moradores salieran al exterior (como fantasmas, dicho sea de paso) para recibir a Ethan que regresa al hogar varios años después de terminada la guerra de Secesión y sin que, hasta ese momento, se supiera nada de él.

- Y todo ello sin entrar a pormenorizar la iluminación, las luces apagadas, rojizas y mortuorias con las que Hoch y su asesor de color, James Gooch bañan los acotados y claustrofóbicos interiores del hogar de los Edwards contrapuestas a la luminosidad, amplitud  de los exteriores con todo el aire en libertad.

(Y nota segunda,- Anotar cómo Martha Edwards huele cariñosa y tristemente el gabán de Ethan cuando éste regresa a casa. La crítica siempre se ha mostrado unánime al ver en ese gesto un hermoso detalle que oculta una frustrada historia de amor entre Ethan y Martha. Pero, ¿no podría interpretarse o ser también la añoranza que siente una “muerta” ante la vida (simbolizada en ese gabán curtido en mil batallas, sucio de polvo y sudor pero vivo) que se desarrolla fuera de las paredes de su hogar-tumba?)

 

El porqué de una interpretación: ¿la paideia infinita?

Sí porque, ¿qué ha ocurrido para que toda esta interpretación apuntada en las líneas precedentes haya podido formarse en mi mente? La obra en cuestión, la película The Searchers, de John Ford no ha variado desde la fecha (1956) de su realización. Se ha mantenido inmutable. Sus personajes fueron y quedaron fijados en la pantalla, los planos montados en riguroso orden (o por lo menos en el orden que estimaron oportuno Ford y Jack Murray, el montador) y así la seguimos viendo hoy. Las obras de arte (y una película no puede ser menos) tienen esa particularidad. Una vez realizadas, se congelan en su espacio y se detienen en su tiempo. Y sin embargo, ¿por qué cada vez que las vemos, o en este caso particular cada vez que vemos The Searchers, tenemos la impresión que la película es otra, nueva, de que nos habla y me habla de cosas que nunca antes habíamos oído, de que su poder de sugerencia y/o de evocación nunca se agotará con los años ni en sucesivos visionados, de que por eso es, en definitiva y como apuntábamos al principio de este trabajo, inagotable?

Quizás fuera Kant el primero que puso el dedo en la llaga y enunció la posibilidad de una respuesta. Porque por un lado, estaba la obra inamovible pero por otro, estaba el yo que ve y es movible. Y es este movimiento, esta fluidez (¿heraclitiana?) la que dará pie a la construcción de una nueva atalaya desde la que consideraremos al ser humano. Y desde allí, desde la nueva atalaya vislumbramos a un nuevo homo, el homo ludens que a veces comparte presencia y a veces se contrapondrá al viejo, y al que se pensaba como único hasta entonces, homo logicus. Y desde esta nueva atalaya “lúdica” surgirán nuevos prismas o categorías. Principalmente, la categoría de la “verosimilitud”; una especie de prima-hermana de la categoría lógica de “verdad” con la que vivirá momentos de avenencia pero también momentos de conflicto. La verosimilitud abre vías para la comprensión del ser humano que rellenan faltas del orden lógico. Con ella podremos introducirnos en el kantiano juego libre de las facultades; esto es, en las diferentes y subjetivas interpretaciones propias de cada ser humano y a las que somos acreedores precisamente por pertenecer a la universalidad de “ser humano”. Es aquel mismo y apasionante lanzamiento de dados del que nos hablaba Nietzsche y que enlaza con la estela fenomenológica de Husserl o Marcuse y que, asimismo, da pie a la moderna y actual fragmentación de nuestros días. Aunque todo esto ya daría pie para otra historia…

Así que invocando las teorías empiristas de las que Kant extrajo fundamentales conclusiones, extraemos que éstas reorientan la estética hacia un terreno virgen, no contemplado hasta el momento: la estética del espectador, una estética de la recepción donde se ubican, sin dificultad, todas las teorías de la sensibilidad del sentimiento (y valga la redundancia) y de la propia percepción en la que el sujeto cobra una posición predominante sobre el objeto, objeto (y valga, nuevamente, la redundancia) de la experiencia. Toda una gnoseología inferior que si bien se encuentra subsumida en una ciencia del conocimiento sensitivo se encuentra también liberada de aquellas categorías que condicionaban lo inteligible (y lo lógico) y, de este modo, la Estética puede reivindicarse desde sí misma, desde lo sensible valorado en sí y por sí mismo. Y como es fácil imaginar, moviéndonos por estos lares, el papel que en ellos jugará el espectador se me antoja crucial desde el instante en que éste contribuye desde su status receptor a engrandecer su misma naturaleza de hombre como sujeto autónomo (otra cosa que daría para muchos estudios y horas de encendidos debates sería el discutir el enfrentamiento que se produce entre este sujeto autónomo por universal y las impurezas empíricas a las que su autónoma actuación dará lugar). La fenomenología estética se encuentra desde estos presupuestos, tal y como intuyó Herder, a la vuelta de la esquina.

Y es que de igual modo, los griegos ya hablaban de la paideia como de una educación orientada a conseguir la helenización de los habitantes de la polis, una auténtica estética de la existencia (aquel sentido original del término griego aesthesis) donde se tenían en cuenta dos niveles, uno mínimo y otro máximo. Esta distinción fundamental se perdió posteriormente en el mundo latino en el que los parámetros “mínimo” y “máximo” se trastocarían en los de “peor” o “mejor” (cumplimiento de un máximo o ideal); extremos que heredaría el medievo, el humanismo renancentista y en los que nosotros, por no ser menos (sic), continuamos moviéndonos[4].

Las consecuencias de todo ello son decisivas. La paideia griega, contemplando ese mínimo (en el que el orden humano se despega, transgrede y se separa el orden natural) y ese máximo (que nos hace helenos, dirían ellos; que nos hace humanos, diría yo) es una tarea que se me antoja infinita. Porque “máximo” es una categoría que, en su misma semántica, resulta inalcanzable. No se le puede superponer ningún límite. Y consideremos entonces cómo no sucede lo mismo con la categoría latina de “mejor” que es, por seguir con la terminología semántica, una categoría meramente comparativa y por ello fuente de conflictos, de “superioridades” y discriminaciones mal entendidas (¿alguna vez son bien entendidas?)

Y es este aspecto del máximo-infinito-inalcanzable el que me gustaría rescatar ahora ya que pienso que en él converge aquella educación de la sensibilidad artística que defendió Schiller. Porque la estética de la recepción, ésta de la que venimos hablando, la estética que atañe al espectador también debe resultar una tarea infinita. Y no es sino esta educación infinita la que nos permite (la que me permitió) disfrutar The Searchers desde un nuevo punto de vista, la que hace que la obra de arte resulte inagotable ya que nuestra educación sensitiva también debe resultar siempre inagotable, siempre infinita. Si el objeto permanece estable, esta educación permanente hará que nuestro yo autónomo se encuentre en continua variación y re-educación. Esto permite que la obra sea permanentemente fluida y, por seguir parafraseando a Heráclito, que nunca podamos ver (bañarnos) The Searchers (en el mismo río) dos veces. Porque si The Searchers es siempre la misma película, yo siempre soy un nuevo espectador. Y ésa es la tarea en la que el ser humano debe aplicarse. Como la paideia también la educación de la sensibilidad debe ser infinita, aspirar a ese máximo-inalcanzable inscrito en su propia definición.

Y por esto, y como corolario a estas líneas, que estime que el ser humano siempre deba revestirse con el espíritu de los buscadores. Y por esto, el encabezamiento de la presente redacción: Todos debemos ser buscadores. Y por esto, mi pequeño desacuerdo con el señor Urquijo en lo referente al título de la película. La épica exagerada de Centauros del desierto (título de la versión española) no me aporta nada. Sin embargo, la sonoridad directa y más humilde de The Searchers me lleva a reconducir la película al ámbito del género fantástico, lo decía, a pensar en Itaca remitiendo el argumento a uno de los atributos básicos de la vida íntimamente humana (la vida y el pensar filosófico, por inclusión): la jornada, la búsqueda constante. Y esto siempre nos debe interesar. Los que no buscan porque creen saberlo y/o haberlo visto todo están (literalmente) descansando en el hogar, (figuradamente) muertos.

Y ésta es la lectura que me sugirió el último visionado de The Searchers aquella tarde en el Guggenheim, y la que me lleva a concluir con que John Ford no sólo no fue aquel director “conservador, reaccionario o, incluso, fascista” sino uno de los más atinados retratistas de las contradicciones que envuelven al ser humano.

Aunque, en definitiva y tal y como nos apunta Terry Eagleton, quizás lo estético no sea, en el fondo, más que el modelo secreto de la subjetividad humana. Pero que, a partir de los presupuestos englobados en esa estética del espectador (infinitamente receptivo, infinitamente abierto a la infinitud humana; aquel perspectivismo en el sentido que nos hablaba Nietzsche), sea también, y esto no tiene precio (y por esto nunca será logicus), el implacable enemigo de todo pensamiento de dominación.

 



[1] Para todo este asunto sobre la naturaleza y el paisaje remito al lector al bonito Tema VI en Simón Marchán Fiz, Introducción a la Estética y la Teoría del Arte I, Facultad de Filosofía U.N.E.D., Madrid 2007-2008.
[2] Extraído del affiche de Deseo, peligro (2007), de Ang Lee. El subrayado, obviamente, es mío.
[3] Me viene a la cabeza la afortunada frase de Manuel Alcántara, en una de sus columnas de El Correo, cuando habla de que todos los problemas que nos amargan la existencia provienen del simple hecho de no saber quedarse en casa (at home, añado yo).
[4] Para todo este fascinante debate entre mínimos y máximos versus peores y mejores, ver Javier San Martín Sala, Antropología filosófica, UNED, Madrid, 2005, p.212.
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