TODOS DEBEMOS SER BUSCADORES
Antecedentes.
La última vez
que asistí a una proyección de The
Searchers (y las líneas que a continuación siguen mostrarán el porqué utilizaré a partir de ahora el título original de la película, traducible por Los buscadores), la obra maestra que el cineasta
norteamericano John Ford dirigió en 1956, fue una tarde en el auditorio del
Museo Guggenheim de Bilbao.
La película se
enmarcaba dentro de un ciclo de proyecciones organizado por el decano de los cine-clubes
españoles, el Cine-club FAS, y que bajo el título genérico de El sueño americano englobaba también a Tiempos modernos, ...Y el mundo marcha, Los violentos años 20, Hombres errantes, Cantando bajo la lluvia entre
otras, y fue introducida y comentada
por el señor Patxi Urquijo, profesor de Imagen y Sonido en la Universidad del País
Vasco. Pero esto fue lo de menos. Porque lo de más y lo que me animó a asistir
a la proyección fue la posibilidad de ver, por fin, The Searchers en pantalla grande y disfrutarla en unas condiciones
apropiadas: el formato Vistavision, el inmaculado Technicolor, una impecable versión
original con subtítulos en castellano, sala acondicionada, silencio,
oscuridad...
Habría visto The Searchers unas tres veces (ignoro si
lo mismo le pasa a otra gente pero a mí con las películas clásicas me ocurre
que pienso haberlas visto en docenas de ocasiones pero luego, cuando me paro a
pensar, descubro con cierta sorpresa que el número apenas si sobrepasa los tres
o cuatro visionados. Creo que la razón estriba, simplemente, en que al retener
estas películas en la memoria y viajar
así ellas siempre conmigo los tres o
cuatro visionados se me antojan no tres o cuatro sino muchísimos más) pero en
el pequeño y reducido cuadrado de un televisor y en versión castiza doblada al
castellano, por lo que estimé que la ocasión que me brindaba el Guggenheim no podía
desaprovecharse.
Y en ésas estaba
compartiendo entusiasmo con el señor Urquijo aunque éste comentara que, por una
vez y sin que ello sirviera de precedente, él prefería el título de la versión
española: Centauros del desierto. Y
yo hoy y ahora, en ese punto y lo siento de verdad por el excelente profesional
y comunicador que es el señor Urquijo, no estoy de acuerdo. Yo prefiero el
original: The Searchers. Me encantan los searchers, los buscadores. Porque pienso
que nosotros siempre debemos andar buscando. En la búsqueda anidan las raíces
del inconformismo que es la mejor receta contra los apáticos y ruinosos tiempos
(culturales) que nos está tocando vivir. Y no sólo ello sino que además, días
más tarde, cuando empecé a preparar la presente asignatura y recibí por correo
el libro sobre la “Introducción a la Estética y la Teoría del Arte I”, que me serviría
para preparar el examen de febrero, descubrí en las primeras páginas la cita del
precioso poema de Cavafis “Viaje a Itaca” y se me ocurrió, uniendo las dos
experiencias (película y cita) que el tema para la redacción que se me pide
para este primer parcial viajaba también implícita en el título original y en
las precisas imágenes de The Searchers,
por lo que se puede considerar que aquella tarde fue, al
menos para mí, una tarde perfecta:
Itaca te dio la travesía.
Sin ella, no hubieras emprendido
La jornada…
Porque habría
visto The Searchers tres o cuatro
veces. Lo he dicho. Y también que habría podido pensar que eran catorce o
quince. Pero sobre lo que no albergaba la menor duda era sobre la riqueza de
significados y sugerencias que la película me trasmitía a cada nuevo visionado.
No sin motivo en nuestro mundo se dice, aunque con cierto tufillo a lugar
común, que las obras maestras resultan inagotables. Es uno de esos
convencionalismos que inundan nuestro imaginario y la prensa escrita y/o
gráfica que nos asalta por doquier, a la vuelta de cualquier esquina o a la
vuelta, incluso, de cualquier rincón de nuestra sala de estar. Y sin embargo en
el caso de The Searchers esta
afirmación es cierta. The Searchers
es inagotable porque a cada nuevo visionado se descubre una nueva lectura, algo
que habíamos pasado por alto en anteriores ocasiones, un detalle que encierra
un mundo, una línea de diálogo que quiere decir mucho más de lo que habíamos
pensado en una primera o segunda escucha. Y es entonces cuando la certeza nos
asalta sin ningún género de dudas y podemos decirlo en voz alta sin temor a
equivocarnos: sí, The Searchers es
una obra maestra. Aunque ahora trataremos de ir un poco más lejos y, ya que
hablamos de buscadores, buscar yo mismo
un por qué de ese aseerto.
La interpretación de aquella tarde.
(Nota primera,- De
igual forma que la idea de un paisaje no se puede formar sino es por la
participación activa de un sujeto consciente que contempla la naturaleza
puramente orgánica pero a la que con su mirada incorpora toda una serie de
estructuras culturales aprendidas e interiorizadas por las que, a partir de
aquel juicio estético reflexionante del que nos hablaba Kant, la naturaleza pasa
a convertirse en paisaje
, de
igual forma, digo, una película sólo deja de ser una sucesión de planos
arbitrariamente encadenados uno detrás de otro por la participación de un
sujeto activo y consciente que añade a esa sucesión una estructura cultural
macerada por años de aprendizaje y que la dotarán de una coherencia e
interpretación por la que pasará de ser una mera sucesión de planos a erigirse
en una auténtica obra artística; en este caso, una película. En el mismo
sentido, por ejemplo, en que nos habla la escritora Eileen Chang, autora de la
novela en la que se basa
Deseo, peligro,
la película de Ang Lee: “La interpretación y la imitación es algo de naturaleza
brutal: los animales, como los personajes de la novela, se sirven del camuflaje
para escapar de sus enemigos y atrapar a sus presas. Pero
la imitación y la
interpretación también nos ayudan, como seres humanos, a abrirnos a
experiencias mayores, a conexiones difíciles de definir, a significados más
elevados, al arte y a la verdad”
. A la
vida, añado yo).
Pero empecemos: The Searchers es, normalmente,
encuadrada dentro del género de películas estadounidenses sobre vaqueros; considerada,
dicho en pocas palabras, un western. Pero a mí aquella tarde del 2 de septiembre
me pareció no sólo una película fantástica y un western sino también una
película que bien pudiera engrosar las listas y las estanterías del género
fantástico (¿?).
¿The Searchers, cine fantástico?, podría
preguntarse incluso un espectador atento. Y modestamente le sugeriría que
siguiera el presente razonamiento: la película muestra una indudable, y en eso
todos estamos de acuerdo, contraposición entre los interiores (principalmente,
el hogar de los Edwards) y los exteriores (principalmente, los paisajes secos y
duros del Monument Valley), entre la iluminación (¿será necesario mencionar el
espléndido trabajo de Winton C. Hoch?) mortecina y apagada de los primeros y la
clara y contundente de los segundos; en definitiva entre las categorías, como
si de un inocente recuerdo de alguno de aquellos programas de “Barrio Sésamo” de
nuestra infancia se tratara, “dentro” y “fuera”.
Y esta
contraposición no es, de ningún modo, baladí. Y menos aún en una obra maestra
como The Searchers que si es maestra lo
es, entre otros motivos, por la ausencia de componentes gratuitos en su
estructura. Antes al contrario, la oposición dentro-fuera es uno de los
paradigmas característicos del género fantástico: la tajante división y
enfrentamiento de ambientes y escenarios. Dentro (de la casa) habita la familia
Edwards. Ellos son Martha, su marido Aaron y sus hijas Lucy, Debbie y un
muchacho de corta edad. Vive la familia una existencia apacible. Fuera (de la
casa) deambulan los searchers, los buscadores.
Principalmente Ethan, el personaje que interpreta John Wayne (¿quién ha podido
decir o escribir alguna vez que no es un magnífico actor?) y la tribu del indio
Cicatriz. Éstos, al contrario que los Edwards, nunca vivirán una existencia
apacible sino errática, al acecho, siempre inquieta.
Cuando comienza
la película Ethan cansado de este deambular, peregrinar (¿sin sentido? No y,
aunque luego volveré sobre ello, recuerdo Itaca: Itaca nos dio la jornada: el
peregrinar tiene sentido en sí mismo), regresa al hogar de Martha y de su
hermano Aaron. Quiere establecerse como ellos. Quiere dejar de ser un buscador.
Parece decidido pero, sin embargo, el ataque de Cicatriz y el consiguiente
secuestro de la pequeña Debbie, le expulsarán otra vez a los exteriores, le
obligarán a seguir siendo un buscador. Marty, un joven que ha vivido en el
hogar de los Edwards desde que sus padres murieron siendo un niño, le
acompañará no casualmente en esta frenética búsqueda que se prolongará durante
varios años.
Y es que Marty
podría ser la clave en esta personal interpretación que propongo sobre The Searchers. Marty es un personaje a
medias, en mitad de los dos espacios. Vive con los Edwards (dentro) pero no
forma parte de la familia (fuera): fue adoptado siendo niño. Y así, se debate
entre su amor por el hogar, por el dentro
simbolizado para él en el personaje de Laurie y la deuda que tiene contraída
con los Edwards que le obligará a seguir los pasos de Ethan por fuera y a ser otro buscador (en busca de
Debbie). Como todos los buscadores Marty deberá moverse por fuera.
Sí, Marty es un
personaje fundamental. Representa una continuidad (y al final, el anverso) del
perfil de Ethan. Como él se debate entre un sueño de estabilidad y lo errático,
entre el dentro y el fuera, pero al término de la película, y al contrario de
Ethan, él opta por el hogar y en compañía de Laurie entrará en casa (at home, dentro) mientras que a Ethan
nada ni nadie le invita a entrar y se queda fuera. Él, Ethan continuará siendo
un searcher, un home-less (literalmente). Y Marty, a partir del rótulo The end, un no searcher, un home-more
(literalmente y perdón por el barbarismo).
Pero si esta
dicotomía entre el dentro y fuera se quedara simplemente en eso, en el
antagonismo entre dos categorías, entre dos formas de enfrentarse al mundo, The Searchers no me parecería, por ese
lado, particularmente memorable. Sin embargo, el caso es que John Ford,
desmintiendo los calificativos de conservador, reaccionario o, incluso,
fascista con los que tan a menudo se le despachó desde ciertas publicaciones
cinematográficas, propone, a mi entender, una fascinante (por enriquecedora) lectura
de esas dos categorías.
Porque si
tradicionalmente hemos considerado al “dentro”, al hogar como lo seguro, como
lo bueno
, el conservador,
reaccionario o incluso fascista (¿?) Ford le da la vuelta a la tortilla y nos plantea
con y en sus imágenes que, tal vez, el hogar pueda ser el lugar de la lumbre y
el calor pero también el lugar de la muerte (en vida) porque en él nunca tienen
cabida los buscadores, porque en él nunca viven los buscadores, porque en él
los buscadores estarán siempre ausentes. Y para Ford los buscadores, esos, al
fin y al cabo, entrañables sin-hogar, y a pesar de su ingrata y no siempre
reconocida tarea, son, sobre todas las cosas, la vida. Véase sino:
- El hogar de
los Edwards se sitúa junto a un cementerio como si, en realidad, se tratara de
una tumba más. Cuando, tras el ataque de Cicatriz, Debbie huye de la casa y va
esconderse al cementerio apenas si salta por la ventana, recorre un par de
metros y se agazapa detrás de una (¿otra?) lápida.
- Cuando Ethan
regresa y descubre el ataque que Cicatriz ha efectuado al hogar de su hermano y
en el que aún humean los restos de la masacre entra en la casa como si, en
realidad, estuviera accediendo al interior de una cripta.
- Y el famoso plano
final cuando Marty y Laurie, la Sra. Jorgensen, su marido y Debbie entran en la
casa parece como si estuvieran entrando en el interior de una tumba. Ethan se
queda fuera, sin hogar (homeless, again) y la puerta se cierra como si de
la tapa de un ataúd se tratara clausurando el círculo que se abrió en la
secuencia inicial cuando la puerta del hogar (en aquella ocasión la puerta del
hogar de los Edwards: otra tapa de ataúd) se abría dejando que sus moradores
salieran al exterior (como fantasmas, dicho sea de paso) para recibir a Ethan
que regresa al hogar varios años después de terminada la guerra de Secesión y
sin que, hasta ese momento, se supiera nada de él.
- Y todo ello
sin entrar a pormenorizar la iluminación, las luces apagadas, rojizas y
mortuorias con las que Hoch y su asesor de color, James Gooch bañan los acotados
y claustrofóbicos interiores del hogar de los Edwards contrapuestas a la
luminosidad, amplitud de los exteriores
con todo el aire en libertad.
(Y nota segunda,-
Anotar cómo Martha Edwards huele cariñosa y tristemente el gabán de Ethan
cuando éste regresa a casa. La crítica siempre se ha mostrado unánime al ver en
ese gesto un hermoso detalle que oculta una frustrada historia de amor entre
Ethan y Martha. Pero, ¿no podría interpretarse
o ser también la añoranza que siente una “muerta” ante la vida (simbolizada en ese
gabán curtido en mil batallas, sucio de polvo y sudor pero vivo) que se
desarrolla fuera de las paredes de su hogar-tumba?)
El porqué de una interpretación: ¿la paideia infinita?
Sí porque, ¿qué
ha ocurrido para que toda esta interpretación apuntada en las líneas
precedentes haya podido formarse en mi mente? La obra en cuestión, la película The Searchers, de John Ford no ha
variado desde la fecha (1956) de su realización. Se ha mantenido inmutable. Sus
personajes fueron y quedaron fijados en la pantalla, los planos montados en
riguroso orden (o por lo menos en el orden que estimaron oportuno Ford y Jack
Murray, el montador) y así la seguimos viendo hoy. Las obras
de arte (y una película no puede ser menos) tienen esa particularidad. Una vez
realizadas, se congelan en su espacio
y se detienen en su tiempo. Y sin
embargo, ¿por qué cada vez que las vemos, o en este caso particular cada vez
que vemos The Searchers, tenemos la
impresión que la película es otra, nueva,
de que nos habla y me habla de cosas
que nunca antes habíamos oído, de que su poder de sugerencia y/o de evocación
nunca se agotará con los años ni en sucesivos visionados, de que por eso es, en
definitiva y como apuntábamos al principio de este trabajo, inagotable?
Quizás fuera
Kant el primero que puso el dedo en la llaga y enunció la posibilidad de una
respuesta. Porque por un lado, estaba la obra inamovible pero por otro, estaba
el yo que ve y es movible. Y es este
movimiento, esta fluidez (¿heraclitiana?) la que dará pie a la construcción de
una nueva atalaya desde la que consideraremos al ser humano. Y desde allí,
desde la nueva atalaya vislumbramos a un nuevo homo, el homo ludens que
a veces comparte presencia y a veces se contrapondrá al viejo, y al que se
pensaba como único hasta entonces, homo
logicus. Y desde esta nueva atalaya “lúdica” surgirán nuevos prismas o
categorías. Principalmente, la categoría de la “verosimilitud”; una especie de
prima-hermana de la categoría lógica de “verdad” con la que vivirá momentos de avenencia
pero también momentos de conflicto. La verosimilitud abre vías para la
comprensión del ser humano que rellenan faltas del orden lógico. Con ella
podremos introducirnos en el kantiano juego libre de las facultades; esto es, en
las diferentes y subjetivas interpretaciones propias de cada ser humano y a las
que somos acreedores precisamente por pertenecer a la universalidad de “ser
humano”. Es aquel mismo y apasionante lanzamiento de dados del que nos hablaba
Nietzsche y que enlaza con la estela fenomenológica de Husserl o Marcuse y que,
asimismo, da pie a la moderna y actual fragmentación de nuestros días. Aunque todo
esto ya daría pie para otra historia…
Así que invocando
las teorías empiristas de las que Kant extrajo fundamentales conclusiones, extraemos
que éstas reorientan la estética hacia un terreno virgen, no contemplado hasta
el momento: la estética del espectador, una estética de la recepción donde se
ubican, sin dificultad, todas las teorías de la sensibilidad del sentimiento (y
valga la redundancia) y de la propia percepción en la que el sujeto cobra una
posición predominante sobre el objeto, objeto (y valga, nuevamente, la
redundancia) de la experiencia. Toda una gnoseología inferior que si bien se
encuentra subsumida en una ciencia del conocimiento sensitivo se encuentra también
liberada de aquellas categorías que condicionaban lo inteligible (y lo lógico) y,
de este modo, la Estética puede reivindicarse desde sí misma, desde lo sensible
valorado en sí y por sí mismo. Y como es fácil imaginar, moviéndonos por estos
lares, el papel que en ellos jugará el espectador se me antoja crucial desde el
instante en que éste contribuye desde su status receptor a engrandecer su misma
naturaleza de hombre como sujeto autónomo (otra cosa que daría para muchos
estudios y horas de encendidos debates sería el discutir el enfrentamiento que
se produce entre este sujeto autónomo por universal y las impurezas empíricas a
las que su autónoma actuación dará lugar). La fenomenología estética se
encuentra desde estos presupuestos, tal y como intuyó Herder, a la vuelta de la
esquina.
Y es que de
igual modo, los griegos ya hablaban de la
paideia
como de una educación orientada a conseguir la helenización de los habitantes
de la
polis, una auténtica estética
de la existencia (aquel sentido original del término griego
aesthesis) donde se tenían en cuenta dos
niveles, uno mínimo y otro máximo. Esta distinción fundamental se perdió
posteriormente en el mundo latino en el que los parámetros “mínimo” y “máximo”
se trastocarían en los de “peor” o “mejor” (cumplimiento de un máximo o ideal);
extremos que heredaría el medievo, el humanismo renancentista y en los que nosotros,
por no ser menos (sic), continuamos moviéndonos
.
Las
consecuencias de todo ello son decisivas. La paideia griega, contemplando ese mínimo (en el que el orden humano se
despega, transgrede y se separa el orden natural) y ese máximo (que nos hace
helenos, dirían ellos; que nos hace humanos, diría yo) es una tarea que se me
antoja infinita. Porque “máximo” es una categoría que, en su misma semántica,
resulta inalcanzable. No se le puede superponer ningún límite. Y consideremos
entonces cómo no sucede lo mismo con la categoría latina de “mejor” que es, por
seguir con la terminología semántica, una categoría meramente comparativa y por
ello fuente de conflictos, de “superioridades” y discriminaciones mal
entendidas (¿alguna vez son bien
entendidas?)
Y es este
aspecto del máximo-infinito-inalcanzable el que me gustaría rescatar ahora ya que
pienso que en él converge aquella educación de la sensibilidad artística que
defendió Schiller. Porque la estética de la recepción, ésta de la que venimos
hablando, la estética que atañe al espectador también debe resultar una tarea
infinita. Y no es sino esta educación infinita la que nos permite (la que me
permitió) disfrutar The Searchers desde
un nuevo punto de vista, la que hace que la obra de arte resulte inagotable ya
que nuestra educación sensitiva también debe resultar siempre inagotable,
siempre infinita. Si el objeto permanece estable, esta educación permanente
hará que nuestro yo autónomo se encuentre en continua variación y re-educación.
Esto permite que la obra sea permanentemente fluida y, por seguir parafraseando
a Heráclito, que nunca podamos ver (bañarnos) The Searchers (en el mismo río) dos veces. Porque si The Searchers es siempre la misma
película, yo siempre soy un nuevo espectador. Y ésa es la tarea en la que el
ser humano debe aplicarse. Como la paideia
también la educación de la sensibilidad debe ser infinita, aspirar a ese máximo-inalcanzable
inscrito en su propia definición.
Y por esto, y
como corolario a estas líneas, que estime que el ser humano siempre deba
revestirse con el espíritu de los buscadores. Y por esto, el encabezamiento de
la presente redacción: Todos debemos ser
buscadores. Y por esto, mi pequeño desacuerdo con el señor Urquijo en lo
referente al título de la película. La épica exagerada de Centauros del desierto (título de la versión española) no me aporta
nada. Sin embargo, la sonoridad directa y más humilde de The Searchers me lleva a reconducir la película al ámbito del género fantástico, lo decía, a
pensar en Itaca remitiendo el argumento a uno de los atributos básicos de la
vida íntimamente humana (la vida y el
pensar filosófico, por inclusión): la
jornada, la búsqueda constante. Y esto siempre nos debe interesar. Los que no
buscan porque creen saberlo y/o haberlo visto todo están (literalmente)
descansando en el hogar, (figuradamente) muertos.
Y ésta es la
lectura que me sugirió el último visionado de The Searchers aquella tarde en el Guggenheim, y la que me lleva a
concluir con que John Ford no sólo no fue aquel director “conservador,
reaccionario o, incluso, fascista” sino uno de los más atinados retratistas de
las contradicciones que envuelven al ser humano.
Aunque, en
definitiva y tal y como nos apunta Terry Eagleton, quizás lo estético no sea,
en el fondo, más que el modelo secreto de la subjetividad humana. Pero que, a
partir de los presupuestos englobados en esa estética del espectador (infinitamente
receptivo, infinitamente abierto a la infinitud humana; aquel perspectivismo en
el sentido que nos hablaba Nietzsche), sea también, y esto no tiene precio (y
por esto nunca será logicus), el
implacable enemigo de todo pensamiento de dominación.