miércoles, 20 de febrero de 2013

FAUSTO, DE SOKUROV: APUNTES PARA UN COLOQUIO



 
Voy a centrar este coloquio sobre la película en las diferencias que separan la simple dirección de una película de la puesta en escena de la misma; concepto éste, el de la puesta en escena que, con el paso de los años, se está perdiendo, del que ya casi nadie habla y del que hoy casi pueden contarse y constatarse con cuentagotas los directores que andan preocupados por estos fregados. FAUSTO y Sokurov son una de esas últimas gotas y un excelentísmo ejemplo, para agoreros y aguafiestas, de que no todo está perdido todavía.

Pero vayamos por partes. Si definiéramos la dirección, en términos informáticos o de ordenadores personales, hablaríamos del típico corta-pega de los planos que constituyen el metraje de la película, y del mayor o menor acierto en el uso del pegamento en el “ensamblaje” final, en ese final-cut del que hablan los puretas. Pero la puesta en escena va más allá de esa dirección “informática” y se compromete sin olvidarse del encadenado de planos con el contenido de los mismos y con la manera de construirlos. La puesta en escena supone trabajar desde ese contenido del plano que le va a dar (al plano) su razón de ser y de estar-ahí y no en otro lugar (como imaginar un cuadro o una tela pintada en movimiento: FAUSTO, entre otras muchísimas cosas, es eso: un cuadro de Brueguel en perpetuo movimiento), a partir de la posición que ocupa la cámara en combinación con los movimientos de los actores, el ritmo de los diálogos, la iluminación, etc. hasta construirlos como entidades acabadas que, posteriormente, en la sala de montaje se cortan y se juntan en un rompecabezas apabullante. FAUSTO también es eso.

En el último término la puesta en escena, por su mayor complejidad respecto a la mera dirección, haría referencia a que el director o la directora en cuestión se encuentran en posesión de un estilo (en tanto que construyen), de una original “marca de fábrica” que hará que sus películas resulten reconocibles por cualquier espectador mínimamente avezado y atento. Aunque no por ello deberemos tirar las campanas al vuelo y pensar que por fin hemos dado con un criterio que nos hará diferenciar a las películas buenas o “puestas-en-escena” de las menos buenas o únicamente “dirigidas”. No va a resultar tan sencillo.

Porque pienso que existe un verdadero estilo: el estilo que sí tiene valor (y FAUSTO es una incontestable muestra de todo esto) y que debe estar orientado y confluir en algo que ya no es el estilo-en-sí-mismo; un hecho que de no cumplimentarse anularía las supuestas bondades de ese estilo-en-sí-mismo para convertirlo en un fin; como si el objetivo del director, que se ha puesto detrás de la cámara, fuera que la película se reconociera inmediatamente como salida de su cabeza, como UNA PELÍCULA DE… ALMODÓVAR, por ejemplo, ya que pienso que el realizador manchego es un buen ejemplo de esto que vengo exponiendo. Decir que Pedro Almodóvar tiene un estilo propio es algo innegable. Pero ante la pregunta de a qué fines sirve ese estilo habría que encogerse de hombros o responder algo tan vago como que Almodóvar siempre hace las cosas así. El estilo de Almodóvar no es, entonces, un verdadero estilo, un medio para alcanzar otros objetivos más preciados. Sería, a lo sumo, un simple manierismo que no atiende a otras consignas más que a sus propias consignas. Un estilo, o una pescadilla que no dejaría de estar mordiéndose continuamente la cola, y cuyas vueltas y re-vueltas terminan por cansar y marear.

Yo, sin embargo y permítaseme la alusión al disco de Pink Floyd, apostaría por la otra cara de La Luna, por hacer que el estilo sea un medio o, quizás mejor escrito, un meta-medio: un estilo que transcienda al simple medio, quizás en ese sentido trascendental del que nos habla Paul Schrader cuando analiza a Bresson, Ozu o Dreyer en su magnífico libro: una recomendación de cinco estrellas y la promesa de que nadie incluirá su lectura entre los tiempos perdidos. Y no como pudiera suceder, por continuar con el mismo caso antes mencionado, con Almodóvar cuyo estilo sí que es, lo hemos dicho, y a todas luces y sombras, innegable y reconocible pero diluido en los propios contenidos de sus planos estilizados. Almodóvar no (los) trasciende. Nunca es su estilo un meta-estilo. Su estilo muerte en la orilla. No es un buen nadador. Es un fraude intrascendente. Porque, ¿a qué intereses sirve? A nada ni a nadie más allá de él mismo.

Y no obstante habría que añadir rápidamente, antes de que nadie fuera llevado a error que todo esto que venimos defendiendo, el estar en posesión de un estilo que trascienda al propio estilo, continuaría sin ser signo ni garantía de que la película en cuestión vaya a tener calidad o pudiera ser, automáticamente, calificada con un “5” o con un “excelente” u “obra maestra” en la revista o periódico de turno. Bela Tarr, por ejemplo, sería uno de esos cineastas dotado de un estilo propio y trascendente en el sentido que he estado usando la expresión meta-estilo. Y sin embargo, su último Caballo de Turín, siendo una película interesante en sus propuestas de puesta en escena, me parece una película fallida: su ambiente apocalíptico, el final del mundo anunciado por la muerte de los grandes pensadores (Nietzsche) y la llegada de unos tiempos líquidos simbolizados en su fotografía brumosa  y en las revueltas (en off visual) que tienen lugar en la lejana ciudad me parecen reiterativos hasta la evidencia. Y al mismo tiempo, pudiéramos revertir la propuesta y recurrir a excelentes películas cuyo estilo no es particularmente brillante ni se constituye en una de sus señas de identidad, ni posiblemente pretenda serlo, pero cuyo visionado siempre es una auténtica gozada. Me acuerdo, en estos momentos, de George Stevens y de Raíces profundas.

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