Voy a centrar este coloquio sobre
la película en las diferencias que separan la simple dirección de una película de
la puesta en escena de la misma; concepto éste, el de la puesta en escena que,
con el paso de los años, se está perdiendo, del que ya casi nadie habla y del que
hoy casi pueden contarse y constatarse con cuentagotas los directores que andan
preocupados por estos fregados. FAUSTO y Sokurov son una de esas últimas gotas
y un excelentísmo ejemplo, para agoreros y aguafiestas, de que no todo está
perdido todavía.
Pero vayamos por partes. Si
definiéramos la dirección, en términos informáticos o de ordenadores personales,
hablaríamos del típico corta-pega de los planos que constituyen el metraje de
la película, y del mayor o menor acierto en el uso del pegamento en el
“ensamblaje” final, en ese final-cut
del que hablan los puretas. Pero la puesta en escena va más allá de esa dirección
“informática” y se compromete sin olvidarse del encadenado de planos con el
contenido de los mismos y con la manera de construirlos. La puesta en escena
supone trabajar desde ese contenido del plano que le va a dar (al plano) su
razón de ser y de estar-ahí y no en otro lugar (como imaginar un cuadro o una
tela pintada en movimiento: FAUSTO,
entre otras muchísimas cosas, es eso: un cuadro de Brueguel en perpetuo
movimiento), a partir de la posición que ocupa la cámara en combinación con los
movimientos de los actores, el ritmo de los diálogos, la iluminación, etc.
hasta construirlos como entidades acabadas que, posteriormente, en la sala de
montaje se cortan y se juntan en un rompecabezas apabullante. FAUSTO también es
eso.
En el último término la puesta en
escena, por su mayor complejidad respecto a la mera dirección, haría referencia
a que el director o la directora en cuestión se encuentran en posesión
de un estilo (en tanto que construyen),
de una original “marca de fábrica” que hará que sus películas resulten
reconocibles por cualquier espectador mínimamente avezado y atento. Aunque no
por ello deberemos tirar las campanas al vuelo y pensar que por fin hemos dado
con un criterio que nos hará diferenciar a las películas buenas o
“puestas-en-escena” de las menos buenas o únicamente “dirigidas”. No va a resultar
tan sencillo.
Porque pienso que existe un verdadero
estilo: el estilo que sí tiene valor (y FAUSTO es una incontestable muestra de
todo esto) y que debe estar orientado y confluir en algo que ya no es el
estilo-en-sí-mismo; un hecho que de no cumplimentarse anularía las supuestas
bondades de ese estilo-en-sí-mismo para convertirlo en un fin; como si el objetivo
del director, que se ha puesto detrás de la cámara, fuera que la película se
reconociera inmediatamente como salida de su cabeza, como UNA PELÍCULA DE… ALMODÓVAR,
por ejemplo, ya que pienso que el realizador manchego es un buen ejemplo de
esto que vengo exponiendo. Decir que Pedro Almodóvar tiene un estilo propio es
algo innegable. Pero ante la pregunta de a qué fines sirve ese estilo habría que
encogerse de hombros o responder algo tan vago como que Almodóvar siempre hace
las cosas así. El estilo de Almodóvar no es, entonces, un verdadero estilo, un medio
para alcanzar otros objetivos más preciados. Sería, a lo sumo, un simple
manierismo que no atiende a otras consignas más que a sus propias consignas. Un
estilo, o una pescadilla que no dejaría de estar mordiéndose continuamente la
cola, y cuyas vueltas y re-vueltas terminan por cansar y marear.
Yo, sin embargo y permítaseme la
alusión al disco de Pink Floyd, apostaría por la otra cara de La Luna , por hacer que el estilo
sea un medio o, quizás mejor escrito, un meta-medio: un estilo que transcienda
al simple medio, quizás en ese sentido trascendental del que nos habla Paul
Schrader cuando analiza a Bresson, Ozu o Dreyer en su magnífico libro: una
recomendación de cinco estrellas y la promesa de que nadie incluirá su lectura entre
los tiempos perdidos. Y no como pudiera suceder, por continuar con el mismo
caso antes mencionado, con Almodóvar cuyo estilo sí que es, lo hemos dicho, y a
todas luces y sombras, innegable y reconocible pero diluido en los propios
contenidos de sus planos estilizados. Almodóvar no (los) trasciende. Nunca es su
estilo un meta-estilo. Su estilo muerte en la orilla. No es un buen nadador. Es
un fraude intrascendente. Porque, ¿a qué intereses sirve? A nada ni a nadie más
allá de él mismo.
Y no obstante habría que añadir
rápidamente, antes de que nadie fuera llevado a error que todo esto que venimos
defendiendo, el estar en posesión de un estilo que trascienda al propio estilo,
continuaría sin ser signo ni garantía de que la película en cuestión vaya a
tener calidad o pudiera ser, automáticamente, calificada con un “5” o con un “excelente” u “obra
maestra” en la revista o periódico de turno. Bela Tarr, por ejemplo, sería uno
de esos cineastas dotado de un estilo propio y trascendente en el sentido que
he estado usando la expresión meta-estilo. Y sin embargo, su último Caballo de Turín, siendo una película
interesante en sus propuestas de puesta en escena, me parece una película
fallida: su ambiente apocalíptico, el final del mundo anunciado por la muerte
de los grandes pensadores (Nietzsche) y la llegada de unos tiempos líquidos
simbolizados en su fotografía brumosa y en
las revueltas (en off visual) que
tienen lugar en la lejana ciudad me parecen reiterativos hasta la evidencia. Y
al mismo tiempo, pudiéramos revertir la propuesta y recurrir a excelentes películas
cuyo estilo no es particularmente brillante ni se constituye en una de sus
señas de identidad, ni posiblemente pretenda serlo, pero cuyo visionado siempre
es una auténtica gozada. Me acuerdo, en estos momentos, de George Stevens y de Raíces profundas.
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