Sí, continuaremos hablando un poco
de cine. Pero, en esta ocasión, dando un pequeño rodeo. Así que nadie se
despiste. Porque empezaremos refiriéndonos a aquel concepto que ¡Richard Wagner!
definió en su célebre ensayo La música
del porvenir, escrito en 1860, hacia la época en la que componía también Tristán e Isolda, y donde acuñaba el
término que ahora, en estas precipitadas (como siempre) líneas, nos interesa.
Es la melodía infinita.
Y, ¿qué es esto de la melodía
infinita?, ¿y, sobre todo, qué tiene que ver con el cine? Sí, de acuerdo:
vayamos por partes. Y demos, en primer lugar, cuenta de la primera (y valga la
redundancia) pregunta. Para tomar posiciones y situarnos, más que nada. yo voy
a tratar de no ser resultar prolijo y restringido; claro como una patena.
Y empezaré diciendo que “melodía
infinita” es una expresión (en principio musical) que Richard Wagner congregó
en torno a la idea de “infinitud”, una de esas categorías centrales de la
filosofía romántica del arte. La melodía infinita trata de evitar las cadencias
o cesuras y, en su lugar, tiende un puente entre ellas que las aúna en un todo.
Así, la melodía infinita no admite la fragmentación y apuesta, por el
contrario, por una continuidad no-fragmentada e infinita.
Por todo ello, con la melodía
infinita se está aludiendo a un “algo” de índole estética y sólo
secundariamente a un “algo” de índole técnico. Su significado, en fin, es el de
que cada figura musical debe contener un “pensamiento” real y suficiente en sí
mismo, y de que hay que abstenerse, por lo tanto, de todo aquello que resulte
accesorio, “un mero relleno”, de todo
aquello que suene a simple fórmula. Y lo que es aún más decisivo para nuestros
intereses: Wagner está aspirando a lograr con esta música una continuidad
musical ininterrumpida en el que cada detalle contiene su propio significado y
no precisara de complemento alguno para componer, escribía antes, un
“pensamiento” real.
Y a mí esta idea de la “infinitud”
ininterrumpida, compuesta por fragmentos “autosuficientes”, me resulta
enormemente atractiva y tentadora. Los fragmentos no precisarían de otras muletas para decir algo. Suenan y
el sonido ya nos basta. El sonido ya nos llena. Sin que tengamos que “esperar a
lo que va a venir a continuación”. Por eso en la sucesión de instantes ya somos
felices.
Y por concretar, un ejemplo
perfecto de todo esto que estamos contando lo tendríamos en el 2º acto de Tristán e Isolda. (Recurro a un extracto
sacado del archisocorrido youtube: ver enlace abajo). Si
nos conseguimos abandonarnos al espíritu de la música, durante ese 2º acto,
enseguida quedaremos atrapados en sus acordes y figuras ininterrumpidas. La
música podría durar eternamente. Y no nos importa. Estamos capturados en una maravillosa
telaraña sonora, construida con pentagramas, silencios y notas musicales, que
nos trasporta, viento en vela, hacia un infinito que no sabemos, de momento,
dónde puede terminar. Pero tampoco nos importa. Quizás no termine nunca. Es
infinito. Porque al “borrar” los fragmentos, los cortes que existen entre ellos
y que no terminarán nunca de unirles al quedar siempre los cortes entre ellos
como prueba ineludible de que han sido pegados, también se han diluido.
Y he pensado que más de un siglo
después, en la música del grupo británico The
Cure (¡¡) he encontrado parte de esa herencia del espíritu wagneriano, “algo”
de todo aquelllo infinito. Lo descubrí cuando me preguntaba de dónde surge la
fascinación que experimentaba al escuchar, por ejemplo, A Forest. (Recurro, again,
al youtube: ver enlace abajo). A Forest, y preferentemente en sus versiones en directo, comienza
con una larga introducción musical. Y si me dejaba llevar por sus acordes
ininterrumpidos no me importaba que la voz de Robert Smith no interrumpiera, no
cortara el momento y empezara a cantar. Quería siempre que se esperara otro
minuto más. Que se callara. La música y las melodías de The Cure son también, en este sentido y en algunos temas como A Forest, infinitas. Son algo más que
una simple canción con su estrofa-estrofa-puente-estribillo, porque esa melodía
infinita (lo hemos apuntado ya) no tendrá ni divisiones ni partes. Aspira a ser
un todo seguido. Por eso cuando sus
acordes acaban y las luces de la sala vuelven a encenderse, tengo que aguardar
un minuto a recuperar el resuello, el ritmo cotidiano de nuestra respiración, a
darme cuenta de que respiro y de que tengo una conciencia con la que cargo día
a día. Y pensamos, entonces, que la próxima semana deberemos abonar el alquiler
de nuestra vivienda o cotizar, puntualmente, las cuotas de Autónomos. Esto se
relaciona con el mundo dividido, con el mundo lleno de cortes, con el mundo interrumpido continuamente. Es nuestro
mundo. Aunque ahora ya debemos saber que existe otro mundo sin cortes ni
divisiones: ininterrumpido. Richard Wagner y The Cure nos han grabado algunos ejemplos y, por un precio módico
(para lo que ofrecen: ¡¡es un nuevo mundo!!), nos lo venden en cualquier tienda
de discos que se precie.
Bien, vale. Pero, ¿y el cine?, ¿no
se iba a hablar un poco de cine? Claro. En el cine también nos encontramos con
la melodía infinita. En los fotogramas ininterrumpidos
de En el curso del tiempo, la
película que Wim Wenders rodó en 1976. En
el curso del tiempo dura 3 horas. Y no importa. Cuando te has sumrgido en
sus imágenes y en su ritmo, no importa que dure 3 horas. Podrían ser 4 o 5 horas,
o un número infinito de horas. Y nada (¡y esto es un milagro!) de lo que nos
cuenta la película resulta especialmente relevante. Pero es que Wim Wenders nos
habla de algo mucho más etéreo y abstracto, y complicadísimo de capturar. Nos está
hablando del tiempo. Pero no del reloj que divide y corta. Nos habla del tiempo
sin divisiones (en actos por ejemplo) ni cortes (en planos, por ejemplo). Del
tiempo que aspira a la “infinitud”. En el
curso del tiempo todo fluye continuamente. Sin principios ni finales. Por
eso empieza de repente, y acaba de repente. Anunciándonos que la película
termina (hay que salir del cine y cenar e irse a casa) pero que el tiempo verdadero
sigue ininterrumpidamente. Por eso, En el curso del tiempo me parece una
obra única. En ella Wim Wenders se ha vestido con el traje de “infinito
cineasta”. Porque si Richard Wagner acuñó el término “melodía infinita” y lo
plasmó en su Tristán, porque si The Cure ha persistido con la idea (y ahí
estaría A Forest), Wim Wenders la ha traslado a imágenes para que
nosotros, espectadores, no sólo la sintamos sino que también la veamos. Sin duda Wim Wenders ha sido
con En el curso del tiempo el cineasta
de la melodía infinita. ¿Podemos decirlo así, verdad?
TRISTAN E ISOLDA:
A FOREST:
TRISTAN E ISOLDA:
A FOREST:
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