Sí, hablemos un poco de cine. Yo mismo dirigí un
largometraje: Lo mejor de cada casa y,
actualmente, preparo el rodaje de un documental sobre el tenor canario Alfredo Kraus.
También, y desde hace seis años, imparto clases de dirección y guión en
diversas escuelas y organismos oficiales. Y de momento basta: ni quiero
alargarme ni darme excesivo jabón. Estoy contento con mi altura: 1,82. Y estoy limpio.
Simplemente quería constatar que hablando de cine yo también sé hablar un poco.
Pero sin que “la voz de la experiencia” diga nada. Sólo los “ojos de un
espectador” hablan. Y me explico.
Y es que mucho antes que director, guionista o profesor de
cine yo he sido espectador de cientos y cientos de películas. Me apasionaban
las películas[1]. Las devoraba. En el cine,
principalmente. Y en televisión. Y en vídeo y después en dvd, ocasionalmente (al
Sr. Blue-Ray no tengo aún el placer de conocerle). Había días (sí, eran otros
tiempos, lo reconozco) en que era capaz de ver ¡hasta 4 películas! y más tarde,
por la noche, en la soledad de mi habitación, ver alguna otra de propina a
través de la televisión o del vídeo o del dvd. Y creo que salvo contadísimos
casos no me arrepiento de haber visto ninguna de ellas.
Que de todas las películas se puede aprender algo es la
enseñanza que debería figurar sobre la puerta de la entrada de cualquier
escuela de cine que se precie de ser tal. Esto lo he tenido yo claro desde el
principio. Y con el tiempo me he dado cuenta de que los buenos cineastas norteamericanos, de los Estados Unidos (de Los
Ángeles a Nueva York), también se han aplicado sabiamente el cuento. En esto
han sido precursores. Y son insuperables.
Sí, aún me asombra la capacidad de muchos de estos directores
estadounidenses (los buenos) de
asimilar y trasladar a sus propias películas, imágenes secuencias, personajes,
y el (siempre escurridizo) tempus narrativo
de otras películas alejadas tanto en tiempo como en espacio de las suyas. Y citar,
en este último caso y para aclarar la noción que manejo del tempus narrativo, el nombre de Tarantino
me parece una verdad de Perogrullo (que a la mano cerrada le llamaba puño, por
si alguien se ha lvidado). Sentir el ritmo, ese tomarse
su-tiempo-para-decir-y-contar-las cosas que nos demuestra en Malditos bastardos (Unglorius Bastards, creo) no podría entenderse sin haber deglutido,
literalmente, muchísimos spaghetti
western, sus tempi narrativos, y
el cine de Sergio Leone en particular. Aunque, sí, puede que el ejemplo de Tarantino
resulte demasiado obvio. Su cine es el incontrovertible celuloide de un
excelente espectador de tantas y tantísimas películas. No en vano trabajó como esforzado
dependiente de un cine-club (¿lo habéis oído alguna vez?).
Pero ahora me gustaría referirme a otro ejemplo de esta “fructífera
transfusión”, posiblemente, no tan conocido ni manoseado. Y me sitúo. La
película es conocida por todos los buenos aficionados. Se trata de Blade Runner. Y la secuencia es la
penúltima, la que antecede al final, la mítica e inolvidable muerte del
replicante Nexos 6 (Rutger Hauer) frente a la alucinada y perpleja mirada del detective que
encarna Harrison Ford. El director, ya lo sabéis, es Ridley Scout.
Norteamericano. Y la “transfusión”, en este caso, viene también del antebrazo
de Sergio Leone. ¿Habéis visto, y recordáis, la muerte de Cheyenne (Jason Robards) en la bonita
Once upon a time in the West?
Cheyenne (como Nexus 6) también se sienta
lentamente antes de morir (frente a Charles Bronson), y cruza las piernas a “lo
indio”, y habla, y habla mucho, y ladeando
suavemente la cabeza sobre el hombro expira como si la vida se escurriera de su
cuerpo a través del último suspiro, de la última palabra, como si la vida se
hubiera detenido.
¡Pero claro, pensará más de un aguafiestas, esas dos
películas, y esa escena en concreto, son muy diferentes! Y yo no lo niego. El
argumento, el género (la ciencia-ficción y el western), los diálogos (Cheyyene
no habla de “las lágrimas en la lluvia”, ni de “la puerta de Tannhauser”), todo lo que flota en la superficie y se ve es muy distinto (la fina lluvia de Blade Runner, el machacante sol de Once upon…, sería sólo otro ejemplo).
Por eso yo hablo de “transfusión”, o quizás mejor debiera
emplear el sustantivo “inhalación”. Más que nada porque el aire no se ve. El
aire se siente. Y por esto, la
inhalación nunca tratará de calcar, de “fusilar”, de plagiar o copiar (¿cómo podría
copiarse aquello que sólo puede sentirse, copiar lo invisible?) sino de
asimilar y “capturar” algo tan etéreo como el “aire”, el espíritu que emana de
una determinada película o de una determinada secuencia, empapándose hasta los
huesos de ese mismo aire, de la manera que tendría un actor o actriz de
moverse, de flotar en el plano (¿o acaso
Cheyenne y Nexos 6, aun permaneciendo los dos sentados bajo el sol o la lluvia,
no flotan durante sus respectivos adioses a la vida?), y captar su sentido, el “aroma”
último de la puesta en escena (porque sí, los grandes momentos del cine también
“huelen”: ¿o no huelen a muerte esas despedidas de Cheyenne y Nexos 6 aguardando
a que el tiempo les roce con su tick-tack y les detenga?) y hacer, en definitiva, de ese
o de esos momentos un momento universal.
Luego desde aquí, y sin que sirva para todos los casos (sólo
para los buenos), lanzo una amistosa consigna: respetemos el cine hecho en los
USA, el cine de “los mejores espectadores del mundo”. Y no caigamos en las
tentaciones de aquellos que, a menudo, lo califican de comercial o simple. Y se
quedan tan anchos. Aprendamos, en su lugar, de él las mágicas enseñanzas que
sólo los mejores espectadores pueden conseguir e incorporar a su “zurrón”.
Ningún cineasta europeo, asiático o africano ha sabido plasmar en sus películas
mejor esas mágicas “inhalaciones”, esas mágicas enseñanzas. En eso los
cineastas estadounidenses (los buenos) son únicos. Nadie como ellos ha sabido
mirar, apre(h)ender, conjugar lo intangible del Séptimo Arte en una simbiosis
perfecta a partir de dos visiones diferentes del mundo. Porque, ¿habría algo
tan distinto y, sin embargo, tan similar como las muertes de Cheyenne y Nexus
6, tan similar como sus “aromas”, las irónicas resignaciones de los dos
personajes ante lo único inevitable). Y para eso hace falta saber ver, y ver y
ver cientos de veces una cosa, una película por ejemplo. Porque sólo después de
ese enésimo vistazo nos podremos descubrir a nosotros mismos mirando otra cosa, otra película
por ejemplo. Como muchos de los mejores directores del mundo. Los
estadounidenses, sin ir más lejos[2].
[1] Seguramente mi actual y
fría relación profesional con el 7º Arte provenga, precisamente, de la falta de
chispa, de apasionamiento que siento hoy cuando acudo a un cine a una película.
[2] No en
vano cualquiera que haya oído hablar de las escuelas de cine de Los Ángeles y
Nueva York sabrá que la asignatura de “mirar películas” es la llave que abre
las aulas donde se imparten los otros contenidos del 7º Arte.
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