Sí yo, con la bandera blanca bien apretadita en el puño, me niego a comulgar con semejantes desatinos. Porque creo que, aunque no nos guste oirlo, la culpa de (casi) todo lo que nos ocurre, y sobre lo que vertimos nuestras insistentes quejas y reclamaciones, está en nuestras manos. Por lo que las soluciones también deben estarlo. Si no algo de este mundo nuestro no me cuadra. Luego hay que buscarlas. Las soluciones, digo. Con insistencia. Mucha. Tercos, terquísimos. Y pienso, entonces, que la bandera blanca es la mejor invitación para, primero y bajo los esos de ese coro que susurra minima inmoralia, minima inmoralia..., , saludarse y, después, estrecharse las manos; segundo, desplegarla como un mantel sobre la mesa y que decore nuestras más pacíficas y felices celebraciones; y, tercero y final, para cubrirnos y tapar nuestro cuerpo con ella, llegada la noche, y dormir como benditos, como sólo las almas en paz saben, y merecen, hacerlo.
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