Este texto bien podría formar parte de esas
cosas para hacer en Bilbao cuando estás coñado, sobre las que vengo
escribiendo en este blog desde hace tiempo, pero a este he preferido
adjudicarle una entrada en exclusiva, básicamente por su extensión.
A mí, y a quién voy a engañar a estas alturas, Bilbao me enrolla. Así, sin
exagerar, aunque podría. Me encanta ver y sentir una ciudad rodeada de monte
por sus cuatro costados. Y me encanta que no sea grande ni pequeña, que tenga
un tamaño ideal. Porque en esto siempre chocaré esos cinco con el simpar
Aristóteles: las ciudades, lo quieran o no, tienen sus "tamaños
ideales".
En su época el Estagirita mencionaba a Atenas como su ciudad ideal, con sus
10.000 habitantes, y hoy yo apostaría por Bilbao, con sus casi 300.000; una
ciudad más pequeña seguramente no dejaría de resultar monótona, de estar subido
en un tiovivo, además de que carecer, con la misma seguridad, de ciertos servicios
y distracciones que muchos estimamos imprescindibles para una vida mediadamente
llevadera y agradable.
Por eso creo que 300.000 está bien. No son muchos ni son pocos. O, ¿es que una
ciudad, por ejemplo, con 10.000.000 de habitantes no resulta, durante muchas
horas del día, caótica y ruidosísima, con demasiadas moles de hormigón
aplastando, figuradamente claro, al sufrido "inquilino", a nosotros
que, a veces, no sabremos ni hacia donde orientar las narices para respirar un
poco de… ¡aire!? O que se lo pregunten si no a Giulani, el alcalde que arregló
el Manhattan neoyorkino y que, sin embargo, arrojó la toalla ante el encargo de
poner orden-y-concierto en el tremendo México D.F. (sólo 10 millones de sufridos
cuates pululando por el centro de la ciudad).
Y sin entrar a considerar que en esas ciudades bien pobladitas, y vaya
usted a saber por qué, las prisas traen a sus habitantes de cabeza, bien
agarraditos por el cuello. Y sobre el simple acto de caminar, ¿qué? Mientras en
las pequeñas ciudades no nos bajaríamos de ese tiovivo al que antes aludía, en
la grandes los andares cotidianos se resuelven, a menudo, en insufribles y atrompicadas
idas y venidas, en stress y caos; pelos de punta sobre las aceras y los pasos
de cebra.
Y podríamos a este respecto
mencionar aquella ocurrencia que manejaba el Ayuntamiento de alguna de estas
ciudades súper pobladas sobre organizar dos carriles bien diferenciados en sus
aceras más concurridas. Una, para peatones que anduvieran rápido o rapidísimo y
otra, para los peatones más tranquilotes. Un disparate que nunca terminé de
creerme del todo ni llegó a aplicarse, creo. O, ¿alguien se podría imaginar en
la actualidad estas aceras divididas en dos carriles, cruzadas por esos
patinetes que tan de moda están y sobre los que uno parece ir volando? Añadamos
a esto el doble sentido de la acera sería, en realidad, cuádruple: hacia el
Norte, hacia el Sur, liebres y tortugas. Sí, ¿quién dijo “¡socorro!”? Aunque
tampoco habría que sacar las cosas demasiado de quicio. De momento parece que
las aceras se quedarán como están: un sentido único (el sentido común, se
supone), y liebres y tortugas juntas. Pero el peligro de los dos carriles ahí
está, puesto a dar un paso al frente cuando ya no se pueda aguantar.
Por esto, y en definitiva, me quedo con y en Bilbao, donde todo
está-a-mano, pero ¡ojito!, donde todo es diferente. Esto es lo que hace a
Bilbao una ciudad sin parangón con cualquier otra ciudad: todo cerca pero todo
distinto. ¿O acaso el visitante no vive
la diferencia entre el incomparable Guggenheim y el Teatro Arriaga ubicado en
el bonito Arenal?, ¿y no separan a estos dos flamantes edificios apenas 500
metros? O, ¿qué decir de la zona de Abandoibarra y el mismo Casco Viejo?, ¿no
son más parecidos el perro y el gato?, ¿y no hay entre los dos los mismos 500
metros de distancia? Y por no aburrir, ¿no ocurre lo mismo entre Indautxu con
sus tropecientos mil bares (es un decir, claro) y la Milla de Oro en la Gran
Vía con sus tropecientos mil comercios y tiendas (es otro decir, por supuesto)?
o tirando ya, y por no aburrir, hacia el Ensanche, ¿entre el final de la propia
Gran Vía con su espectacular Palacio de Euskalduna y el majestuoso San Mamés,
el campo de fútbol del Athletic, seguramente el punto de partida para todo lo
que Bilbao será en el futuro, con la Ría vigilando expectante aquello que se
edifica en Zorrozaurre o que se construirá más allá… y hasta el infinito?
Aunque como estamos en Bilbao
este infinito será también un infinito a-mano, nada que se pierda detrás de sus
montañas. Sí, y esto no tiene precio. Darse una vueltilla por Bilbao y,
parafraseando el título de aquella mítica película de Raoul Walsh (a mí que me
gusta el cine, ¿verdad?), tener el mundo en tus manos.