Acabo de terminar de leer El conde de Montecristo, la famosa e increíble novela de Alexandre
Dumas. Han sido casi 3 meses, 1138 páginas (Random
House Clásicos Universales) ¡que se me han hecho cortas!, embebido en el más puro placer de la lectura,
ya que el libro es inagotable en cuanto a inabarcable y, como todas las obras
maestras, imperecedero.
Y ya que muchos continuarán creyéndose eso de que El conde… no deja de ser, como mucho, un aceptable
ejemplar literatura juvenil, como si ese “sobrenombre” no fuera una más de las
ocurrencias de una crítica literaria empeñada,
únicamente, en vender-y-vender-más-y-más, postrada a los pies de los
grandes y fríos emporios culturales, aquí pretendo yo sacar a colación algunos
de los highlights más memorables de la
novela, en la creencia (¡ay, pobre de mí!) de que algunos de los lectores de
esta entrada se muestren (más o menos) de acuerdo conmigo o echen marcha atrás,
despejen sus cabezas de telarañas y lugares comunes y se animen a entrar en una
librería y compren la novela de Dumas, con la promesa, por mi parre, de que ése
será con seguridad uno de esos momentos que marcará para bien el resto de sus
vidas.
Así que empecemos, y ¡cuánto antes! (los números
entre paréntesis corresponden a las páginas de la mencionada Edición que he
estado manejando):
Ya
en la nota introductoria de Constantino
Bértolo leemos (7): “Gramsci vio en el conde de Montecristo la figura de un
precursor del Superhombre nietzcheano. Su interpretación denunciaba el origen
folletinesco de los aires de superioridad de Benito Mussolini. Umberto Eco
interpreta la novela dentro de la tradición de la literatura del consuelo que
caracteriza a la literatura popular en el doble sentido del término. Popular de
pueblo y popular de consumo masivo. Eco advierte sin embargo que en El conde de Montecristo esa doble
acepción cohabita, se mantiene y evita su caída en la simple “narratividad
degradada” que se produce cuando popular ya solo es sinónimo de éxito
comercial”.
En
su diálogo con Dantés, el señor Morrel,
el naviero para cuya casa trabaja, reconoce aludiendo a Napoleón (15):
“ Dantés, si decís a mi tío que el emperador se ha acordado de él, le veréis
llorar como un niño”.
Y
más adelante Dantés responde (16): “Mi padre es
demasiado orgulloso, señor Morrel, y aunque hubiera carecido de lo más
necesario, dudo que hubiera pedido nada a nadie, excepto a Dios”. Y (21): “Nunca se está en paz con los
que nos hacen un favor- dijo Dantés-; porque aunque se pague el dinero, se debe
la gratitud”.
Calderousse,
uno de los personajes, junto a Villefort, Danglars y Morcef, que traiciona a
Dantés enviándole al penal de la isla de If apunta (37):
“¡Cuando pienso- observó Calderousse, dejando caer su mano sobre el papel- que
con esos medios se puede matar a un hombre con mayor seguridad que en un camino
a puñaladas! Siempre tuve más miedo a una pluma y a un tintero, que a una
espada o a una pistola”.
Una
gran verdad (40): “(…) pocas veces la elección de un
jefe está en armonía con los deseos de los subordinados”.
Dantés
apunta (42): “El caso es- dijo Dantés-, que soy en
este momento demasiado feliz para estar alegre.”
Danglars
confirmando ante Calderousse la traición de Dantés (49):
“(…) al igual que los arlequines, dije la verdad cuando bromeaba”.
O
refiriéndose a Napoleón (50): “(…) aquél a quien
cinco años de destierro debían convertir en un mártir, y quince de restauración
en un dios”. Y más (50): “(…)
después de haber oído gritar ¡Viva
Napoleón! por ciento veinte millones de vasallos en 10 lenguas diferentes
era tratado allí como un hombre perdido para Francia y para el trono.” Y más,
ahora en boca de Villefort (52): “(…) dejo a cada cual en su puesto: a
Robespierre en la plaza de Luis XV sobre el cadalso; a Napoleón, en la plaza de
Vendome sobre su columna; con la diferencia que uno ha creado la igualdad que
abate; el otro, la igualdad que eleva; el uno ha puesto a los reyes al nivel de
la guillotina; el otro ha elevado al pueblo al nivel del trono.” Y más Villefort (52): “(…) Dios puede
cambiar el porvenir, mas no el pasado”. (62):
“(…) era dichoso, cosa que trueca en buenos a los hombres malos. Y todavía (62): “(…) le sonreía también
como su pensamiento. Y después (63): “(…) como si quisiese penetrar
ese velo impenetrable que cubre en el corazón los secretos que no suben a los
labios”.
En
el presidio de la isla de If (68): “(…) uno de esos
pasadizos sombríos que hacen temblar a los que por ellos pasan, aunque no
tengan por qué temblar”.
Cuando
anteriormente se ha conducido a Dantés al penal de If no puedo dejar de
recordar la detención de Henry Fond en Falso
culpable (1956), de Alfred Hitchcock. También Henry Fonda mirará asustado y
sumiso desde las ventanillas del coche policial ese mundo cercano pero que a la
vez se va alejando irremisiblemente de su presencia. O leed (69):
“Quiso Dantés hacer algunas observaciones pero la portezuela se abrió,
sintiéndose empujado para que subiese, y como no tenía ni posibilidad ni
intención de resistirse, hallóse al punto en el interior del carruaje, sentado
entre los dos gendarmes. Ocuparon los otros dos el asiento de la delantera, y
el pesado vehículo se puso en marcha, causando un ruido sordo y siniestro.
El preso dirigió sus ojos a las ventanillas, pero
todas tenían rejas: no había hecho sino mudar de prisión; solamente que esta se
movía, transportándole a un sitio por él ignorado. A través de los barrotes,
tan espesos que apenas cabía la mano entre ellos, reconoció Dantés que pasaban
por la calle de la Tesorería, y que bajaban al muelle por la calle de San
Lorenzo y de Taramis”.
Y
luego (70): “Sus ojos, acostumbrados a las tinieblas como lo
de todo buen marino, devoraban la oscuridad y el espacio”. Y más (73): “(…) una sala casi subterránea, cuyas paredes negras y
húmedas parecía que sudasen lágrimas”.
Sobre
Danglars (82): “(´´´) uno de esos hombres calculistas
que nacen con una pluma detrás de la oreja y un tintero por corazón.”
El
padre de Villefort dixit (98):
“Todos los días te encuentras en el Sena cadáveres de desesperados o de
personas que no saben nadar”. Y más
adelante (98): “… en política no se mata a un hombre, sino se allana un
camino”.
PRIMERA
PARTE. EL CASTILLO DE IF. CAPÍTULO XII LOS CIEN DÍAS (102).
Inciso: los 100 días comprenden desde el 20 de marzo de 1815, fecha del regreso
de Napoleón a París desde su exilio en la
isla de Elba, hasta el 8 de julio de 1815, fecha de la segunda
restauración de Luis XVIII como rey de Francia. Y son, desde entonces, estos 100
días, el periodo que los gobiernos se toman para evaluar el resultado de sus
primeras resoluciones.
Sobre
Dantés (107): “ (..) olvidado, si no de los hombres, de Dios al
menos”.
Dantés
dixit (113): “ Diecisiete meses de cárcel para un hombre
acostumbrado al aire del mar, a la independencia del marino, al espacio, a la
inmensidad, a lo infinito; caballero, diecisiete meses de cárcel es el mayor
castigo que pueden merecer los crímenes más horribles del vocabulario humano”.
El
abate Faria, compañero de presidio de Dantés, habla con el inspector de la
prisión sobre Napoleón (115): “(…) como Su Majestad
el emperador había creado el reino de Roma para el hijo que el cielo acababa de
darle, supongo que siguiendo el curso de sus conquistas, haya realizado el
sueño de Maquiavelo y de César Borgia, que era hacer de Italia entera un solo y
único reino”.
Y
más tarde el inspector contesta al gobernador del presidio, hablando del abate
Faria y de las supuestas riquezas que éste posee (117):
“- Si realmente fuera tan rico, no estaría preso- añadió el inspector con la
sencillez del hombre corrompido”.
Dantés
por el abate Faria (119-120): “Hablar con un
hombre, aunque no le respondiese, había llegado a parecerle una gran felicidad.
Hablaba para escuchar su propia voz, pues cierta vez que ensayó a hablar a
solas, su voz le dio miedo.”
Y luego (122): “(…) hoy la muerte me
sonríe como una nodriza al niño que va a amamantar”. Y más (125): “(…) su cerebro, flotante como un vapor, no podía
condensarse para concebir una idea”. Y (127): “(…) con la esperanza había
recobrado la paciencia”. (133): “Las
quejas exhaladas en común son casi oraciones; las oraciones en común son casi
himnos de gratitud”.
En
el penal de If, el abate Faria a Edmundo (140):
“(…) al hombre, por el contrario, le repugna la sangre, y no creáis que son las
leyes sociales las que prohíben el asesinato, no, que son las leyes de la
Naturaleza”.
Y luego (140):
“(…) hay ideas que brotan del cerebro e ideas que brotan del corazón”.
Más
del abate Faria a Edmundo (148): “Todas las letras
escritas con la mano derecha son varias, y semejantes todas las escritas con la
mano izquierda”. Faria y Edmundo (153): “-(..) Aprender no es saber, de aquí nacen los eruditos, los sabios, la memoria
forma a los unos y la filosofía a los otros. – Pero, ¿no se puede aprender la
filosofía?- La filosofía no se aprende. La filosofía es el matrimonio entre las
ciencias y el genio que las aplica. La filosofía es la nube resplandeciente en
que puso Dios el pie para subir a la gloria”.
Quizás
éste no sea para tanto, pero para mí es una debilidad y una premonición al
recordarme a la muerte de Rutger Hauer en la mítica Blade Runner: la despedida que el abate Faria pronuncia ante
Edmundo en el penal de If (173): “(…) Decididamente
Dios se acuerda de vos, os da más que os quita, pues ya es tiempo de que yo
muera”. La muerte del abate Faria (176):
“(…) y aunque sus ojos seguían abiertos, ya no miraban”. Y más (176): “Pronto acudieron los otros carceleros, se oyó después
ese paso regular y sordo que usan los soldados, aunque no estén de servicio”. Y por fin (179): “Faria, su útil y buen
compañero, a cuya presencia tanto se había acostumbrado, no existía ya más que
en su memoria”.
Descripción
del castillo de If (187): “El sombrío edificio se recostaba
entre las olas con esa imponente majestad de las cosas inmóviles, que parece
que tengan ojos para vigilar y acento para ordenar”. En prisión (188): “Cuando Edmundo en una especie de delirio,
ocasionado por su abatimiento y el vacío de su inteligencia”.
Sobre
el Genovés, personaje al que Edmundo
engaña cuando huye de prisión (195): “¿Quién sabe, además, si
el genovés era uno de esos hombres que tienen bastante talento para no saber
nunca más que lo que deben saber, ni creer nunca más que aquello que les
importa creer?
Dantés,
herido en una escaramuza (198): “Sonriendo había
arrostrado el peligro, y al recibir el balazo había dicho como aquel filósofo
de Grecia: “Dolor no eres un mal””.
Dantés,
lleno de tribulaciones, sueña antes de
ir a la isla de Montecristo donde, supuestamente, se encuentra el tesoro del
que le ha hablado el abate Faria (201): “El tesoro
desaparecía, el tesoro había vuelto a ser propiedad de los seres de la tierra,
a quienes tuvo esperanzas de quitárselo”.
No puedo dejar, leyendo este pasaje, de pensar en el wagneriano oro del Rhin.
Y más (204): “Así aquel hombre, que
tres meses ante sólo aspiraba a la libertad, no tenía ya bastante con la
libertad, y ambicionaba las riquezas. La culpa no era de Dantés, sino de la
naturaleza, que haciendo tan limitado el poder del hombre, le ha puesto deseos
infinitos”.
Dantés
ha encontrado el fabuloso tesoro (218): “Se apretó un
instante la cabeza con las manos, como para impedir a la razón que se le
escapara. (…) murmurando una oración, inteligible solo para el cielo”.
Calderouse
le habla sin reconocerle detrás de su disfraz de abate (246):
“(…) os juro por la salvación de mi alma y por mi fe de cristiano, que os lo he
contado tal y como pasó, y como el ángel de los hombres lo repetirá al oído de
Dios el día del Juicio Final”.
Cuando
Dantés como Montecristo regresa a la vieja casa de Morrel, el naviero y su
antiguo empleador (253): “(…) hallara a primera vista un no
sé qué de triste, un no sé qué de muerto”. Y
más adelante sobre uno de los nuevos empleados de apodo Cocles: “(…) apodo en fin, que había asumido tan por completo
su propio nombre, que según todas las posibilidades no habría vuelto la cabeza
si le llamaran por aquel”. Y sobre el
propio Morrel (255): “(…) su mirada, en otro tiempo tan firme, era a la
sazón irresoluta y vaga, como si temiera a cada momento verse obligado a
bajarla ante una idea o ante un hombre”. Y
Morrel comenta durante la conversación
(257): “(…) en el comercio no hay amigos, sino socios”. Y añade sobre uno de sus barcos del que no
tiene noticias (258): “Casi tanto temo saber noticias sobre mi bergantín,
como estar en incertidumbre…la incertidumbre encierra algo de esperanza”.
Penedón,
uno de los empleados de Morrel, le habla
sobre su último viaje (262): “(…) estuvimos tres
días sin comer ni beber…, como que ya hablábamos de echar suertes a ver a quién
le tocaba servir de almuerzo a los otros”.
En
otro momento (270): “(…) no es necesario conocer el peligro
para tenerlo”.
Y
otro pasaje (273): “Morrel hizo un movimiento para
arrojarse a los pies de su hijo, que se lo impidió abrazándole, con lo que
aquellos dos corazones nobles confundieron sus latido”. Y otro (298): “Al fin la barca tocó a la orilla, aunque sin
violencia, sin sacudidas, como toca un labio a otro labio”. Franz, prometido de la hija de Villefort,
embriagado por los vapores del hachís en una de las grutas de la isla de Montecristo
(299): “Entonces le pareció que las tres estatuas habían fundido sus amores
en uno para un hombre solo, y que ese hombre era él y que se acercaban a su
lecho envueltas en largas túnicas blancas, desnuda la garganta, destrenzados
los cabellos, con una de esas actitudes que seducían a los dioses, pero que los
santos resistían. (…) y después cerrados
sus ojos a las cosas materiales, se abrieron sus sentidos a las fantásticas”. Cuando Franz despierta (300):
“Imaginóse en un sepulcro, donde apenas penetraba un rayo de sol como una
mirada compasiva”. Y más adelante (301):
“(…) no dejó de examinar ni un solo pie de aquella muralla granítica,
impenetrable como el porvenir”.
A
Franz le hablan sobre los bandidos que rondan la ciudad (315):
“Las leyes de los bandidos son en cuanto a eso terminantes: una joven pertenece
al que la ha raptado, después a cada uno por suerte, y la desgraciada sirve
para los placeres de toda la compañía hasta que la abandonan o muere”.
Edmundo
Dantés, el conde de Montecristo, rumiando su terrible venganza. Tampoco puedo
dejar de pensar en El secreto de tus ojos,
la película de Campanella (356): “(…) por un dolor
lento, profundo, infinito, eterno, devolvería, si era posible, otro semejante
al que me habrían hecho: ojo por ojo, diente por diente, como dicen los
orientales, nuestros maestros en todo, esos elegidos de la creación que han
sabido formarse una vida de sueños y un paraíso de realidades”.
Sobre
la crueldad aún adherida a la sociedad francesa del XIX (361): “(…)
en torno a la guillotina, un espacio de cien pasos de circunferencia. El resto
de la plaza estaba abarrotado de hombres y de mujeres. Muchas de estas
sostenían a sus hijos sobre sus hombros, y esos niños que dominaban la turba,
estaban admirablemente colocados”. Y
sobre uno de los reos ajusticiados (362-363): “(…) todo su ser parecía
obedecer a un movimiento maquinal en el cual no entraba ya para nada su
voluntad”.
Una
enseñanza (381): “(…) la vida. Es verdad que el hombre
no ha encontrado hasta ahora más que un medio de transmitirla y ese medio se lo
ha dado Dios, pero, en cambio ha descubierto mil medios para quitarla, aunque
también es verdad que para tal operación el diablo le ha ayudado un poco”.
El
conde de Morcef (440): “(…) porque cuando como yo, se han
ganado las charreteras en los campos de batalla, no se sabe maniobrar sobre el
resbaladizo terreno de los salones”.
Detalle
del conde de Montecristo (441): “(…) respondió
Montecristo con una de esas sonrisas que jamás podrá copiar un pintor, y en
vano tratará de analizar un fisiólogo”.
Morcef,
hijo (446): “El joven, en pie delante de ella, la
miraba con ese amor filial más tierno y afectuoso en los hijos cuyas madres son
aún hermosas”.
Cuenta
Bertuccio, uno de los fieles sirvientes del conde de Montecristo (462-463):
“Aunque no hubiese visto nunca el rostro de Villefort, le reconocí por los
latidos de mi corazón. (…) ya sabéis, o más bien no sabéis, señor conde, que el
que espera el momento de cometer un crimen cree siempre oír gritos en el aire”.
Bertuccio cree haber matado a Villefort
(463): “Yo sentí su sangre saltar humeante y ardiente sobre mis manos y
sobre mi rostro, pero estaba ebrio, deliraba. En lugar de quemarme la sangre me
refrescaba”. Bertuccio recoge y abre un
cofre que Villefort iba a enterrar (464): “Entre unos paños de finísima
batista estaba envuelto un niño recién nacido. Su rostro de color púrpura y sus
manos de color de violeta, anunciaban que debió sucumbir por una asfixia
producida por ligamentos naturales arrollados alrededor del cuello. No
obstante, como aún no estaba frío, procuré bañarle con el agua que corría a mis
pies. En efecto, poco después creí sentir un ligero latido hacia la región del
corazón. Desembaracé su cuello del cordón que le rodeaba y como había sido
enfermero en el hospital de Bastia, hice
lo hubiera hecho un médico en mi lugar, es decir, le introduje aire en los
pulmones, y después de un cuarto de hora de inauditos esfuerzos, le vi suspirar
y oí escaparse un grito de su pecho”.
La
Caronte, mujer de Calderousse, habla con Joannés, un experto platero (475):
“- ¿Y a los ladrones?- preguntó la Caronte- Ahora durante la feria no está el
camino muy seguro. - En cuanto a los ladrones- dijo Joannés-, estoy preparado
contra ellos. Y sacó de su bolsillo un par de pistolas cargadas. Veo que
tenéis- dijo- un par de cachorros que ladran y muerden al mismo tiempo”.
Un
paréntesis (479): “En ese momento la moribunda llama
encendió un leño seco que antes olvidara”.
El
conde de Montecristo recibe una visita (487): “La mirada de
ese hombre era viva, pero astuta. Sus labios, tan delgados que más bien
parecían entrar en su boca que salir de ella”. Luego habla con Bertuccio: “(…) todo está siempre en venta para
quien lo paga bien”.
Danglars
dice conversando con el conde de Montecristo (494):
“(…) lo vago es la duda, y según dice el sabio, en la duda, abstente. Y después (494): “- Digo un millón-
repitió Danglars con el aplomo que da la insensatez. Y más y, luego, responde el conde (496): “- (…) no soy aficionado a
la escuela moderna.- Es verdad, caballero, porque todos adolecen de un gran
defecto: les falta tiempo para ser antiguos”.
Apuntes
en el capítulo llamado Ideología en
boca del conde de Montecristo en diálogo con Villefort(508):
“(…) estímate a ti mismo y serás estimado
por los demás. Axioma más útil cien veces en nuestra sociedad que el de los
griegos: Conócete a ti mismo,
sustituido en nuestros días por el arte menos difícil y más ventajoso de
conocer a los demás”. (510): “(…)
las invenciones humanas marchan de lo compuesto a lo simple, que es siempre la
perfección”. (511): “(…) los hombres
que Dios ha creado superiores a los empleados de los ministros y de los
monarcas, encargándoles que cumplan una misión, en vez de desempeñar un
empleo”. (513): “(…) no me paralizan
ni me detienen los escrúpulos que detienen a los poderosos o los obstáculos que
paralizan a los débiles”. (514):
“(…) Satanás bajó la cabeza y lanzó un suspiro: “Te engañas- dijo-, la
Providencia existe, pero tú no la ves, porque, hija de Dios, es invisible como
su padre”. (…) –Decís que no teméis más que la muerte. – No es que la tema,
sino que solo ella puede detenerme. - ¿Y la vejez? – Mi misión se habrá
cumplido antes de que llegue a viejo.”
Y
ahora el conde de Montecristo hablando con la señora Villefort (546):
(…) el hombre no será perfecto hasta que sepa crear y destruir como Dios. Ya
sabe destruir, luego tiene andado la mitad del camino”. Y sigue (548): “Pero si pasando de palabra al sinónimo, hacéis una
sencilla eliminación, en lugar de cometer asesinato innoble, si apartáis pura y
sencillamente de vuestro camino al que os incomode, y eso sin choque ni
violencia, sin el aparato de esos padecimientos que hacen de la víctima un
mártir y del que obra un carnicero, entonces os liberaréis de la ley humana que
os dice: “¡No turbes a la sociedad…!”
El
vizconde de Morcef y el conde de Montecristo asisten a la ópera (561):
“- (…) una música muy hermosa, para ser compuesta por un compositor humano, y
cantada por pájaros sin plumas, como diría Diógenes. - ¡Ah!, querido conde,
¡parece que pudierais oír cantar los siete coros del Paraíso! – Así es en
efecto. Cuando quiero oír música admirable, vizconde, como ningún mortal la ha
oído, duermo. – Pues bien, querido conde, ¡dormid! La ópera no se ha inventado
para otra cosa”.
Diálogo
entre Valentina, hija de Villefort, y Maximiliano Morrel, su pretendiente
(597): “-¡Como si las mujeres fuesen muy justas las unas
con las otras! – Porque casi siempre hay pasión en nuestros juicios”.
Un
apunte que suelta un empleado del telégrafo (630):
“(…) no tengo responsabilidad. Soy una máquina, y con tal que funcione, no me
piden más”.
Otro
pequeño detalle (636): “(…) ese olor desagradable que se
puede llamar olor de tiempo”.
El
conde de Montecristo dice (644): “(…) habiendo llegado
a cierto grado de fortuna, nada es más necesario que lo superfluo”.
Villefort
habla con el conde de Montecristo (652): “- Sí, señor conde- respondió
este con un acento que nada tenía de humano”.
Danglars
y su mujer (668): “Danglars no la miró, aunque ella hizo
todo lo posible por desmayarse”.
Villefort
dice (678): “¡(…) nuestros pasos por esta vida se
asemejan a la marcha del reptil sobre la arena y dejan un surco! ¡Ay! Para
muchos este surco es el de sus lágrimas”. La
señora Danglars contesta (679): “… pero vos, ¿qué tenéis que temer en todo
eso, vosotros los hombres a quienes el mundo disculpa todo, y a quienes el
escándalo ennoblece? Pero Villefort (679):
“Vosotras, al contrario, rara vez sois atormentadas por los remordimientos,
porque rara vez sois las que decidís; vuestras desgracias os son impuestas casi
siempre; vuestras faltas son casi siempre la culpa de otro”. Luego añade (666): “- ¡Oh!, la maldad
de los hombres es muy profunda- dijo Villefort-, puesto que es más profunda que
la bondad de Dios”.
Maximiliano
a Valentina (730): “(…) todo parece creíble al condenado a
muerte”. Y más tarde (732): “- Pues
bien, ¿estás contento de tu mujer? - ¿Mi querida Valentina, es tan poco decir
que sí! – Pues dilo siempre”. Y después
en una carta escrita por la propia Valentina (733): “(…) Dios es insensible
como los hombres”. Sobre Maximiliano (735): “El demonio que le había soplado al oído
este pensamiento”. Y luego (741):
“(…) las dos pasiones humanas más fuertes: el amor y el miedo”. Y Maximiliano y Valentina (743): “(…)
los dos vacilaban en romper aquel silencio que parecía ordenado por la muerte,
que se hallaba en algún rincón, con el dedo índice puesto sobre los labios”.
El
viejo, parapléjico y afásico Noirtier, padre de Villefort (748):
“Una sonrisa iluminó el rostro del anciano, sonrisa extraña. Como es la de los
ojos de un rostro inmóvil”.
Franz
d´Epinay a Beauchamp, periodista (752): “Los asuntos políticos
os han acostumbrado a reíros de todo y a no creer en nada”.
Un
apunte (766): “Noirtier miraba a Villefort con una
expresión casi sublime de desprecio y de orgullo”. Y otro sobre París (770): “(…) una sociedad parisiense, tan fácil
en recibir a los extranjeros, y en tratarlos, no como lo que son, sino como lo
que quieren ser”. Y otro (770): “El
mal inútil y sin causa repugna como una anomalía”.
Morcef
al conde de Montecristo (782): “- (…) con vos, señor
conde, no se vive, se sueña”. Y Haydée,
la compañera del conde de Montecristo, a Morcef: “(…) aquella larga fila de
esclavos y de mujeres, adormecidas aún, o al menos así lo creía, porque lo
estaba yo”. Y luego (790): “(…) ese
asombro de la infancia que hace que los objetos sean mayores de lo que son”. Y Morcef (800): “- Señor conde, todos
los días están sucediendo cosas que hacen que se renueven las reflexiones”. Y el conde de Montecristo ; contesta Morcef
(801): “- Cuando se vive con locos, es preciso también aprender a ser
insensato. - (…) ¡Estamos en una época en que se admiten tantas cosas! -Ese es
precisamente el defecto de la época”.
Beauchamp
recibiendo a Morcef (810): “- (…) buscad una silla. Mirad,
allí veo una, junto a aquel geranio, que es lo único que recuerda que haya
hojas en el mundo además de las de papel”.
Y
otro apunte (814): “Valentina bajó los ojos, lo que le
pareció de buen agüero a Morcef, porque ella era débil en los momentos en que
se sentía dichosa”.
La
QUINTA PARTE de la novela se titula La mano de Dios, lo que no
puede dejar de recordarme a Maradona y al gol, quizás, más comentado de la
Historia del fútbol, el que marcó contra Inglaterra durante el Mundial de
México86´.
Uno
de los personajes secundarios, d´Avrigny: “- ¡Oh, hombre!-
exclamó d´Avrigny-, el más egoísta de todos los animales!”
Calderouse
(839):”-
El apetito viene comiendo”.
Sobre
el conde de Montecristo (848): “(…) la lucha que
muchas veces sostenía contra la naturaleza, que es Dios, y contra el mundo, que
puede muy bien llamarse el diablo”.
Calderouse,
again (860):
“- (…) Muero con esa esperanza, y ella me ayuda a morir”. Y continúa (862): “- (…) no hay Dios, no hay Providencia, no hay
más que casualidad”.
Alberto
de Morcef (867): “(…) ocultaba sus ojos con las manos,
como si quisiese impedir que penetrara hasta ellos la claridad del día”. Y después con Beauchamp (868): “-
Tomad- dijo Beauchamp presentando los papeles a Alberto. Este los recibió con
mano convulsiva, los apretó, los iba a romper, pero temiendo que el viento se
llevase la más pequeña partícula, y ésta viniese un día al darle en la frente,
se fue a la bujía que ardía, para encender los cigarros, y quemó hasta el
último fragmento”. Y Alberto de Morcef, again
(869): “(…) el cansancio me hará bien”.
Sobre
Mocef todavía (881): “Como todos los que han salido de la
nada, para conservarse a la altura de la clase, tenía que observar un exceso de
altivez”. Y más (882): “(…) aquella
conmoción que podía atribuirse lo mismo al asombro del inocente que a la
vergüenza del culpable”.
Detalle
(890): “(…) aquel silencio, que parecía un sueño”. Y
sobre Haydée (890): “(…) y salió con aquel paso con que Virgilio veía
marchar a las diosas”. Y otro detalle
(892): “(…) todo se olvida pronto en esta gran Babilonia, donde la vida es
tan agitada y los gustos cambian con tanta facilidad”.
Sobre
Morrel (901): “Su voz era lúgubre, y apenas se
dejaba oír entre los dientes”. Y
Beauchamp sobre el conde de Montecristo (904): (…) dijo Beauchamp sin saber
si tenía que habérselas con un fanfarrón charlatán o con un ser sobrenatural”. Y el conde de Montecristo a su criado Alí
(906): “- Alí, mis pistolas con culata de marfil. Le trajo la caja, la
abrió, y el conde se puso a examinarlas con aquella atención propia del hombre
que va a confiar su vida a un poco de hierro y pólvora”.
Mercedes,
la mujer con la que Edmundo Nantés iba a casarse, al propio Nantés, hoy conde
de Montecristo (911): “¡Desgraciada!, he envejecido más a
causa de los disgustos que por la edad, y ni siquiera puedo recordar a mi
Edmundo con una sonrisa, con una mirada; aquella Mercedes que otras veces ha
pasado tantas horas contemplándole”.
El
conde de Montecristo habla para sí (913): “(…) es preciso que
ese miserable de Morcef, y un Danglars y un Villefort no se figuren que la
casualidad les ha libertado de su enemigo. Sepan que la Providencia, que había
decretado ya su castigo, ha variado, pero que les espera en el otro mundo, y
solamente han cambiado el tiempo por la eternidad”. Y ahora con Morrel (915): “Montecristo no pudo resistir ese prueba
de afecto, y no fue la mano la que alargó al joven, sino los brazos los que
abrió”. Y termina el capítulo el conde
de Montecristo (921): “- Siempre la Providencia- murmuró-, ¡ah!, ¡desde hoy
sí que estoy persuadido de que soy el enviado de Dios!” Y yo pensando en “la ira de Dios” con que se autoproclama exultante
Aguirre, en la también inolvidable Aguirre, la cólera de Dios, la película de Werner Herzog.
Mercedes,
sobre su hogar (925): “- (…) para quien el sepulcro empieza
a la puerta de esta casa”. Y después
dirigiéndose al conde de Montecristo (930): “- Te creo como si fuera Dios
quien me estuviese hablando”.
Muerte
del conde de Morcef, padre de Alberto (934): “En el momento
en que pasaron las ruedas por la puerta, y el ruido del coche resonó en la
calle, se oyó un tiro: una espesa humareda salió por uno de los cristales del
dormitorio del conde, que se rompió por efecto de la explosión”. Lo que ahora no puede dejar de recordarme, ahora, la muerte
(también en off) de Michel Piccoli
(Columbine) en la asombrosa Topaz, la
película de Alfred Hkitchcock.
Eugenia
Danglars, hija de Danglars cita, sin nombrar, a Platón (962):
“¿No dice el sabio nada de más?” Y luego (963): “Tengo algo de talento
y cierta sensibilidad relativa, que me permite aproveche lo que considero bueno
de la existencia general para hacerlo entrar en la mía como el mono cuando
rompe una nuez para sacar lo que contiene”.
Cavalcanti,
otro personaje (975): “(…) se durmió con aquel sueño que el
hombre tiene a los veinte años, aun cuando tenga remordimientos”.
Sobre
la baronesa Danglars, madre de Eugenia (982): “(…)
demostrado a la baronesa que Eugenia la detestaba, no porque era la piedra de
escándalo de la casa paterna, sino porque la colocaba en la categoría de los
bípedos que Platón no llama hombres, y Diógenes designa con la denominación de
animales de dos pies y sin plumas”. Y
ahora sobre Debray, otro de los personajes secundarios (983): “(…) se defendía como hombre que
quiere ser vencido”. Y otra vez sobre la
baronesa Danglars (984): “(…) aquella Providencia misteriosa que lo dispone
todo, según los sucesos que deben tener lugar, y hace que un defecto o un vicio
sirvan a veces para nuestra dicha”.
Y
Valentina sobre el conde de Montecristo(996): “(…) por entre
la cerradura de la biblioteca veía el ojo del conde, que velaba sobre su
porvenir, y que cuando pensaba en ello le causaba tal vergüenza, que se
preguntaba a sí misma si su gratitud llegaría a borrar el penoso efecto que
producía la indiscreta amistad del conde. Veinte minutos, veinte eternidades
pasaron de este modo (…)”. Y más (997):
“(…) Valentina procuró cerrar los ojos, pero aquella operación tan sencilla del
más temeroso de nuestros sentidos, aquella operación tan común, era en aquel
momento imposible”.
Del
señor Noirtier, el joven Cavalcanti (1006-1007):
“(…) el alma del anciano pasó toda a sus ojos, que inmediatamente se llenaron
del rojo de la sangre. (…) solo le faltaba un grito. Este salió, por decirlo así,
de todos los poros, horrible en su mutismo. (…) Al fin, sus ojos se llenaron de
lágrimas, más feliz en eso que el joven, que sollozaba sin poder llorar. (…)
cada aspiración parecía que iba a romper por dentro de su pecho los resortes de
la vida”.
Morrel,
frente a Villefort y d´Avrigny (1008): “(…) esa fatalidad de
quien habláis, y Dios, a quien acusáis injustamente, no tuvieron más parte que
haber creado al asesino de Valentina”.
Sobre
Noirtier (1011-1012): “Era terrible ver aquel dolor sin
movimiento de Noirtier, aquella desesperación sin genio y aquellas lágrimas sin
voz. (…) Una lágrima que se asomó a los ojos del anciano fueron las gracias que
recibió el doctor”.
Morrel
ante el conde de Montecristo (1034): “Maximiliano bajó la
cabeza y obedeció como un niño o como un apóstol”.
La
señora Danglars (1040): “(…) esperó una palabra de amor
que la consolase de ser tan rica”.
La
señora Morcef ante su hijo Alberto (1042): “(…) se
esforzaba en sonreír con los labios, ya que le faltaba el dulce fuego de la sonrisa
en los ojos, sonrisa que causa el mismo efecto que la reverberación de la luz,
es decir, la claridad sin calor”.
Un
comentario (1042): “(…) no es lo mismo necesidad y
pobreza; son dos sinónimos entre los cuales media todo un mundo”. Y sobre la cárcel de la Fuerza (1048):
“(…) los presos le han dado el sobrenombre de Foso de los Leones porque los
cautivos muerden frecuentemente los hierros y muchas veces a los guardianes”.
Sobre
el conde de Montecristo, su criado Bertuccio a Cavalcanti (1053):
“-(…) el que lleva ese nombre es demasiado favorecido del cielo para ser padre
de un miserable como vos”.
Sobre
Villefort (1067): “(…) aquella cara grave y serena, sobre
cuya impasibilidad no tenían dominio los disgustos personales”. Y después (1071): “(…) conservaba en su
asiento la inmovilidad de un hombre que el rayo acaba de convertir en cadáver”.
Y
un detalle (1072): “Hubo un instante de silencio, pero tan
profundo, que se hubiera creído que la sala estaba desierta”. Y otro (1074): “Los grandes dolores son
de tal modo venerables que no hay ejemplo ni aun en los tiempos más
desgraciados, de que el primer movimiento de la multitud reunida no haya sido
un movimiento de simpatía hacia una gran desgracia”.
Villefort
por su mujer, la señora Villefort(1075): “-(…) ¡esa mujer no es
criminal más que por haberme tocado! ¡Yo soy el crimen, yo! ¡Y ha adquirido el
crimen como se adquiere el tifus, como se adquiere el cólera, como se adquiere
la peste, y yo la castigo! ¡Oh!, ¡no!, ¡no!, vivirá… me seguirá… Huiremos,
abandonaremos Francia, correremos por la tierra mientras nos sostenga”. Y sobre Villefort (1078): “(…) era un
tigre herido de muerte que deja los dientes rotos en su última herida. No temía
las preocupaciones, sino los fantasmas”. Y
más (1079): “El pasado vino a él como una de esas olas, en las cuales se
levanta doble espuma que en las demás”. Y
más (1081): “Sintió las venas de sus sienes llenarse de espíritus ardientes
que pasando por la estrecha bóveda del cráneo inundaron su cerebro de un
diluvio de fuego”.
Sobre
Morrel (1081): “(…) andaba por la fonda de los Campos
Elíseos silencioso como una sombra que espera el momento señalado por Dios para
entrar en la tumba”.
El conde de
Montecristo (1084): “(…) la mirada húmeda, alegre y tierna de mis
semejantes me produce un bien”. Y hablando de París (1085-1086): “- ¡Gran
ciudad!- exclamó inclinando la cabeza y juntando las manos como para orar-, no
hace ni seis meses que crucé tus umbrales. Creo que el espíritu de Dios me
había traído, y que me vuelve, triunfante. El secreto de mi presencia en tus
muros se lo he confiado al Dios, que solamente puede leer en mi corazón. Él
sólo conoce que me alejo de aquí sin odio ni orgullo, pero no sin recuerdos.
Sólo Él sabe que no he hecho uso ni por mí ni por vanas causas del poder que me
había confiado. ¡Oh, gran ciudad!, ¡en tu seno palpitante he hallado lo que
buscaba, minero incansable, he removido tus entrañas para extraer de ellas el
mal; al presente mi obra está cumplida, mi misión terminada; al presente no
puedes ofrecerme ni alegrías ni dolores! ¡Adiós, París, adiós”. Y hablando con Morrel (1086): “- Los
amigos que perdemos no reposan en la tierra, Maximiliano- dijo el conde-, están
sepultados en nuestro corazón, y es Dios quien lo ha querido así para que
siempre nos acompañen”.
Un
detalle (1086): “Los árboles, sacudidos por los
primeros vientos de otoño, parecían ir delante de ellos como gigantes desgreñados”.
El
conde de Montecristo le dice a Mercedes: “- (…) pero tras de
mí, invisible, desconocido, irritado, estaba Dios, de quien yo no era más que
un mandatario, y que no ha querido contener el rayo que yo mismo había lanzado.
¡Oh!, juro ante el Dios a cuyos pies hace diez años me prosterno diariamente,
juro a Dios que os había hecho el sacrificio de mi vida, y con mi vida, de los
proyectos a ella encadenados. Pero lo digo con orgullo, Mercedes, Dios tenía
necesidad de mí, y he vivido. Examinad el pasado y presente, tratad de adivinar
el porvenir, y ved que yo soy el instrumento de Dios”. Más Aguirre, más la cólera de Dios, más Superhombre nietzscheano, tal y como apuntaba Gramsci en el prólogo (7). Y Mercedes contesta (1092): “- (…)
Dios me ha atormentado tanto en sus borrascas, que he perdido la voluntad. Me
hallo entre sus manos como una avecilla entre las garras del águila”.
Y
detalles “gramscianos” (1093), again:
“(…) la melancolía que suele reinar en las almas vulgares, dándoles una
originalidad aparente, pero que aniquila las almas superiores”. El conde de Montecristo se dice a sí mismo
(1097): “- (…) Dios te ha hecho para sobrenadar en las aguas y en las
llamas”. El conde de Montecristo, de
nuevo, en la celda que ocupó en el presidio de la isla de If (1100):
“Edmundo fue a arrodillarse ante los restos del lecho que la muerte había
convertido para él en altar”. Y dice
(1112): “- (…) es uno de los orgullos de nuestra pobre humanidad el creerse
cada hombre más desgraciado que cualquier otro que gime y llora a su lado”. Y más (1113): “- (…) uno de esos
caprichos de la suerte que haría dudar de la bondad de Dios, si Dios no se
revelase al cabo, mostrando que todo es para Él un modo de guiar a su unidad
infinita”.
Sobre
el barón de Danglars (1116): “El francés abrió la
puerta y entró en la primera pieza. Su sombra hizo lo mismo”.
Detalle
(1112): “(…) en medio de una sinuosidad que solo los
lagartos podían tener por un camino expedito”.
El
barón de Danglars (1125): “(…) vio que estaba cerca de un
arroyo, y como tenía sed, se arrastró hacia él. Al bajarse para beber, vio en
el espejo de las aguas que sus cabellos se habían vuelto blancos”.
Otro
detalle (1126): “(…) una sonrisa más triste aún que lo
hubiesen sido las mismas lágrimas”.
Morrel
al conde de Montecristo: “-(…) Vos, conde, cuya palabra me
esclaviza, que sois más que un hombre, a quien llamaría dios si no fueseis
mortal”. Y le dice después (1130): “-
(…) me parecéis bajado de un mundo más adelantado y sabio que el nuestro”. Y el conde de Montecristo contesta (1130):
“- (…) he bajado de un planeta que llaman el dolor”.
Sobre
el conde de Montecristo (1133): “(…) como uno de esos
ángeles que amenazarán a los pecadores el día del juicio eterno”. Y Morrel (1134): “Trató de tender
nuevamente al conde la mano, pero carecía ya de movimiento”.
Hadyée
entregándose al conde de Montecristo (1136): “- ¡Oh, sí, te
amo!- dijo,¡ te amo tanto como se ama a un padre, a un hermano, a un esposo!
¡Te amo como se ama a Dios, porque eres para mí el más bello, el mejor y más
grande de los seres creados!
Y
Morrel (1136): “Al fin, se abrieron sus ojos, pero
fijos primero, recobró luego la vista clara, real y, con la vista, la
sensibilidad; con la sensibilidad el dolor”. Y en una carta escrita por el conde de Montecristo para Morrel (1137):
“Decid al ángel que va a velar por
vuestra vida, Morrel, que ruegue alguna vez por un hombre que semejante a
Satanás se creyó un instante igual a Dios. (…) En cuanto a vos, Morrel, he aquí
el secreto de mi conducta. No hay ventura, ni desgracia en el mundo, sino la
comparación de un estado con otro, he ahí todo.
Solo el que ha experimentado el colmo del infortunio puede tener la
felicidad suprema. Es preciso haber querido morir, amigo mío, para saber cuán
buena y hermosa es la vida”.
Morrel y Valentina sobre el conde de Montecristo
(1138): “- ¡Quién sabe si algún día le volveremos a ver!- dijo Morrel,
enjugándose una lágrima. – Cariño-repuso Valentina-, ¿no acaba de decirnos que
la sabiduría humana se encierra toda ella en estas dos palabras?: ¡Confiar y esperar! “.