Y al principio salimos con
cuentagotas y nos juntamos con aquellos que siempre estuvieron fuera, que eran
pocos pero que siempre respiraron aire. Sanitarios, comercios de 1º necesidad,
algunos funcionarios… Luego saldrían más. No a lo loco, ni mucho menos (o eso
espero), pero saldrían más: los gremios “en construcción”. Y luego hoy, el 26,
otros pocos: ¡niños sin clase, pero al recreo! Y luego casi todos los demás. Y luego
todos, sin el “casi”, fuera de casa.
¡Ya era hora!, quizás exclame
alguno. Y nos miraremos. Y nos costará adivinar quién ha abierto la boca.
Porque, según las últimas noticias, todos habremos salido, sí, pero una
mascarilla nos cubrirá la boca. Por si acaso… Por si acaso, pero de manera
obligada, mascarilla que te crió. Tal vez porque en boca cerrada no entran
moscas, y con mascarilla, ni entran ni escapan y así, el dichoso Covid-19 no se
propagará más de la cuenta.
Luego si en esos momentos
sobrevoláramos este planeta que nos contiene, veríamos cómo una mitad de sus
pobladores llevan el rostro cubierto por debajo de los ojos hasta los pliegues
de la barbilla. Unos con un antifaz al que llaman burka, nosotros con otro al que llamamos mascarilla. Y de esta forma, entre todos, compondremos un alucinante
cuadro que sería tremendo sino fuera, a la vez, gracioso. Porque con los
antifaces nos habremos vuelto casi irreconocibles, y si nos pusiéramos,
entonces, beatos y santurrones, tal vez, hasta cabría reconocer que Occidente
está intentando preservar su salud a riesgo de estar cometiendo un pecado de
ésos muy gordos.
Porque, aunque para nosotros,
Dios haya muerto por lo menos desde los tiempos de Nietzsche (finales del siglo
XIX, año arriba, año abajo), seguimos conservando en nuestro ADN aquello de creados a su imagen y semejanza. Por
eso, en la mayoría de nuestros códigos penales llevar el rostro cubierto
durante la comisión de un delito supone un agravante. Claro, ocultamos nuestra
cara, pero ésta es la cara de Dios. Por eso, el burka, lejos de convencernos, atenta contra alguno de los pilares
más básicos de nuestra civilización. ¿O no son expresiones como “el dar la
cara”, “enfrentarse a rostro descubierto” algunos de los emblemas y poéticos
circunloquios que utilizamos para definir a las inconmensurables y siempre
queridas agallas, al valor, en el más amplio y admirable
sentido del término? Por eso el burka,
además de representar otras creencias distintas, es para nosotros occidentales,
consciente o inconscientemente, anatema (¡tapar el rostro de Dios!) y símbolo inexcusable
de cobardía, de no jugar limpio, de “no me fío” porque “no te veo bien la cara”.
Pero ahora, ¿qué vamos a
decir cuando seamos nosotros quienes pisemos las calles con las caras tapadas,
puesta cuidadosamente la “mordaza” sobre nuestras mejillas antes de cerrar la
puerta de casa? Bueno, de momento no habría que alarmarse porque parece que Dios
efectivamente ha muerto y que Nietzsche, y algunos otros con él, tenían razón. O
por lo menos nadie le ha oído quejarse allá arriba. Y habría santísimas cosas para
hacerlo. O sea que igual el piso de
arriba está vacío. Pero, sin embargo, aquello contenido en nuestro ADN, aquello
de lo que no podemos desembarazarnos tan fácilmente, aquello de creados a su
imagen y semejanza, y pasar de todo y cubrirnos la jeta, su imagen y semejanza con una miserable telilla que nos protege
contra un virus, también mudo, también invisible, como Él lo era en sus
gloriosos y buenos tiempos, ¿qué tal nos va a sentar en nuestro ánimo, o sea,
en nuestra alma, o sea, en lo que también hay en nosotros de mudo e invisible? Creo
que, a bote pronto, será como un dar nuestro brazo a torcer, y con el brazo, torcer
también nuestro intraspasable ADN. Y esto nos pondrá tristes, qué duda cabe;
una infinita tristeza, en forma de hombres y mujeres desperdigados, caminando
por las aceras, silenciosos, cabizbajos (como el panorama que se pintaba en La invasión de los ladrones de cuerpos, vaya). Será, a pesar de poder respirar, como patada
en el centro de nuestros ánimos, una patada a la que, además, tendremos que ir,
irremediablemente, acostumbrándonos. Porque parece que esto de la
mascarilla-burka va para largo. O sea, acostumbrarnos a deambular separados y tapados,
a mirarnos (¿desconfiados?) por encima de la rejilla de la máscara, a acortar
los saludos, a volver a casa sin saber si hemos visto a Javi o a Pedro, a
Susana o a María.
Sí, mala cosa esto de la
mascarilla o del burka occidental. Aunque,
por una vez, todos estaremos de acuerdo en algo: en cubrirnos la cara. Por
diferentes motivos, sí, pero todos de acuerdo y por algo se empieza. Burka o mascarilla, qué más da. Pero al final,
todos hermanados. En la ocultación del rostro. Menudo consuelo. La humanidad
entera sobreviviendo detrás de una máscara. Menudo consuelo. Aunque lo tomemos
como lo tomemos, ésa será nuestra esperanza: todos de acuerdo en algo.
Y menos mal que para nosotros
sabios y orgullosos occidentales, Dios habría estirado la pata y no estaría por
las alturas para vernos con la cara tapada como un diestro Jesse James
asaltando diligencias en el Far West,
y castigarnos por semejante osadía. ¿O acaso nos habríamos precipitado en
nuestras conclusiones y Él sí que sigue por ahí arriba, sin dejarse ver y callado, tal vez porque a pesar de los pesares todos, por fin y como Él quería, somos iguales, hermanos aunque sea por el antifaz, o quizás por vergüenza torera, porque en una lejanísima mañana decidió no
tomarse el fin de semana entero libre y trabajó el 6º día, el sábado, para
crearnos y ponernos en el centro de este grandioso e interminable jaleo?