Aunque no diré nada sobre política (para ello me remito a lo que escribí en la entrada sobre la investidura el pasado 5 de julio y que me llevará a abstenerme, como Dios manda, el próximo 10N), hablar de puertas parece que se ha puesto de moda desde hace tiempo; y sin que, la mayoría de nosotros, seamos carpinteros ni llevemos un lapicero colgándonos de la oreja. Pero todos hablan sobre puertas, los mass media los primeros en dar el coñazo. Sobre todo, en cuanto se refiere a las “las puertas giratorias”. Sí, éstas son el gran-gran coñazo.
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Porque el mundo del arte está
repleto de ellas. Y gracias. Por eso, porque sus puertas se quedan, a menudo, entreabiertas,
el arte avanza (la exposición de las naturalezas muertas, de Giorgo Morandi en el Guggenheim bilbaíno habría sido apenas una última muestra de lo dicho). Porque si bien o mal todo lo que se mueve entre puertas
giratorias está condenado al “trinque”, a la “impresentabilidad”, a las
comisiones de investigación, a los paraísos fiscales, a los ceses y a la
vergüenza más vergonzante, todo lo que se hace entre puertas cerradas lo está al
aislamiento, a la reclusión, y a la extinción por pura inanidad. De esta forma
no hay manera de innovar. Y esto para el arte supone una auténtica sentencia de
muerte, ya que si nos olvidamos de aquello que nos ha precedido y que debe
servirnos para aprender y reflexionar, para darle una o más vueltas, si es
necesario, a la tarea que pretendemos afrontar en estos momentos, estamos
perdidos, entregados al fracaso más estrepitoso, a la quietud más lacerante.
Por eso nosotros necesitamos
que la puerta donde se guarda lo pasado
se quede entreabierta y sus vapores se mezclen con nuestra respiración y hagan
que no todo lo que realicemos (un libro, una película, una canción,…) sea algo completamente
nuevo sino, más bien, una mixtura, un mestizaje que, al contrario que la pureza
de las puertas cerradas, y no digamos, que el fraude de las giratorias, siempre
crecerá y tirará para adelante alimentándose, al menos durante sus primeros
momentos de existencia (sí, como un recién nacido), de aquello que ha venido
y/o triunfado antes que él, de aquello que, seguramente, le ha dado su razón de
ser.
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Y así, durante estas
efemérides, leí un artículo firmado por José Olarte en el que éste daba cuenta
de cómo, efectivamente, hace justo seis décadas que Ornette Coleman daría un
buen revolcón al jazz y anticiparía su futuro con la publicación de su trabajo
sobre el que el propio Mingus opinaría que “(…) sus notas eran tan frescas que
hacía que todo lo demás, incluido mi propio disco, sonara fatal”.
La sinceridad y la humildad
son siempre encomiables, y en estos tiempos que corren tan engreídos, casi un
milagro. Por ello quisiera dejar, ante todo, constancia que Mingus, siempre tan
modesto, se queja y se minusvalora en sus declaraciones, pero lo hace sin
motivo, porque la puerta, por la que él habría salido con su Mingus Ah-Um, la habría dejado
entreabierta, y así se habría quedado para siempre; una puerta entreabierta por donde podrán filtrarse todos
los sonidos inventados por él, y sus antecesores; sonidos que servirían para
vertebrar, sin duda, y entre otros, el legado que Coleman recoge en su disco.
Sin Charles Mingus, sin su Mingus Ah-Um,
Coleman no habría sabido dar la misma forma al jazz que, en una continua
progresión, muy pronto vendría, parafraseando
el título de su magnífico LP.