Ahora que ya hemos pasado, en
este país de marras, por la primera cita electoral del año- luego, como en
cascada, se nos vendrán otras dos o tres encima- no puedo de dejar de
congratularme por la alta participación que estos comicios han tenido. Más del
70%. Lo que no es una cifra despreciable y que, según lo que me apetece pensar,
nos va acercando poco a poco a esos niveles de conciencia cívica y ciudadana
tan necesarios para poder presumir de eso: de cívicos y ciudadanos. Y quiero
creer que estamos en el buen camino. Lo que no quita, ¡no seamos tan ingenuos,
por favor!, para que evitemos echar demasiadas alharacas y campanadas al vuelo,
porque esta marcha (tan campante) hacia delante tendrá sus ingratos parones e,
incluso, sus retruécanos, regresos y vueltas hacia atrás pero, como dicen ahora
algunos eruditos, la serie histórica
y yo no lo dudo, por lo menos, será positiva y seguirá tirando tiesa.
Pero si alguien quisiera
contradecirme, para lo cual estaría en todo su derecho, ¡faltaría más!, yo le
contaría entonces lo que el otro día me vi cuando fui a una Sala de Conciertos a
disfrutar de una velada jazzística. Aunque ahora ni el género musical ni el grupo en
cuestión me importen demasiado. Porque a lo que quisiera ir a parar es a
lo que habría escrito antes, a la educación y al civismo, a nuestra educación y
a nuestro civismo sobre los que aseguraba que vamos mejorando, lo que está muy bien.
Y si no, leed un poco más. Iba yo a la mencionada Sala, y entré en ella con tiempo, como siempre me gusta hacer.
Además hacía una tarde de perros y llovía, como suele decirse, como si no
hubiera llovido nunca en esta vida, Así que, qué mejor sitio para ponerse a
cubierto que una moderna Sala de Conciertos. Se pudo ver a Noé regateando y
comprando un paraguas a uno de esos negritos tan amables, tan dispuestos y tan oportunos siempre cuando los nubarrones
hacen acto de presencia sobre nuestras cabezas. Pero esto es broma. A Noé no le
vi por ningún lado.
Pero bueno y a lo que voy. Estaba
yo ya dentro de la Sala. E
iba viendo pasar a los futuros espectadores, uno detrás de otro (la Sala se llenó), con los
paraguas empapados. Y entonces cual no sería mi sorpresa (porque debo decir que
no entiendo nada de paraguas ya que, por una cuestión de principios- sobre la
que no viene ahora a cuento que me explaye- yo nunca uso paraguas y, en su
lugar, siempre me cobijo bajo un más elegante, pero más insuficiente también,
sombrero), sí, cuál no fue mi sorpresa, cuando vi que todos, sí, todos sin
excepción, y ojo, ¡y sin que ningún empleado de la Sala se acercara a ellos y les
dijera nada!, cerraban sus paraguas empapados y los metían en las maquinas embolsadoras, instaladas justamente
a la entrada de la Sala.
Así da gusto, pensé. Así, los
paraguas empapados y goteantes no mojan el suelo, ni lo encharcan con mojitos de
agua, y así se evita el peligro de que alguien se resbale, se meta un trompazo
contra el suelo y, a mal andar, y nunca mejor dicho, se disloque o se rompa algún
hueso y haya que avisar y llamar al 112, y esperar, entre los nunca agradables aullidos
y gestos de dolor del damnificado o damnificada, a que la ambulancia llegue, a que
los sanitarios se apeen del vehículo y entren en la Sala y pregunten por la
persona herida, que se dirijan a donde la víctima se encuentre y le practiquen
los primeros auxilios, que mitiguen su dolor, que le inmovilicen aquellas
partes de su cuerpo que presenten más claramente síntomas o una posibilidad de
esguince o de algo peor, y esperar a que los camilleros entren en la Sala con la camilla, que
acomoden al herido, ya más calmado, a la horizontal de la cama,
bien sujeto, y a que, por fin, puedan entonces enfilar la puerta por donde han
entrado, pero en sentido inverso, y que suban y encajen la camilla y, al herido con ella, en la trasera de la ambulancia y puedan, ¡¡¡ya!!!!, salir raudos y
veloces hasta el Hospital de turno más cercano. Bajo, eso sí, el persistente y
torrencial aguacero…
Pero todo esto, aquel día en que
fui a la susodicha Sala a presenciar una sesión de jazz de un grupo de cuyo
nombre no me acuerdo en estos momentos, no ocurrió. Por nuestra educación y
civismo in crescendo, podría alegar. Y
dentro de la Sala ,
yo y los futuros espectadores continuamos esperando el inicio del concierto
que, afortunadamente y gracias a las embolsadoras de paraguas y a nuestra EDUCACIÓN y al CIVISMO in crescendo comenzó puntualmente,
evitando todos estos contratiempos o resbalones (en este caso que me pre-ocupa)
que se hubieran podido producir SIN EDUCACIÓN NI CIVISMO, con el más que
posible retraso o cancelación del espectáculo dependiendo, seguramente, del
daño sufrido por aquél o aquella que hubiera resbalado. Un engorro, vamos, una
putada: devolución del importe de las entradas, decepción por no ver el
concierto que durante tanto tiempo habíamos querido presenciar, aparte del daño
y las consecuencias que hubiera podido sufrir el damnificado.
Pero amigos yo, a riesgo de que me tachéis de ingenuote voy, de esta forma, confiando in crescendo en todos nosotros. El excepcional uso sin excepción de las embolsadoras de paraguas aquel día de concierto, la participación por encima del 70% en las elecciones del 28-A, me confirman que puedo hacerlo, lo que me llena, de paso, de energía y esperanza. La educación y el civismo abriéndose paso entre nuestras costumbres porque, vale, de acuerdo, aunque todavía sea de una manera no del todo consciente, y raquítica si se quiere, intuimos que tanto la una como el otro, la educación como el civismo van de la mano y son buenos para todos. Y si la persona que se hubiera partido un codo, por ejemplo, al resbalarse en
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