Sabido es que en este 2018 se
están celebrando los 50 años del estreno de 2001: una odisea en el espacio,
la película de Stanley Kubrick que cambió los caminos por donde hasta entonces
se había movido la
Ciencia Ficción cinematográfica, y que abrió nuevas y enormes
posibilidades (aún no agotadas) para el futuro del género. Pero esto lo sabe
casi todo pitxitxi.
Aunque también pienso que si la
película gusta más o menos, o es considerada más o menos buena es, en este
caso, y valga la redundancia, lo de menos, porque lo que de verdad importa, o lo
que de verdad me importa a mí, es que el género, desde 2001, ya no volverá a ser
el mismo, ni podrá seguir siendo considerado por la sesuda crítica un género,
sí, pero menor. Y creo que sólo por esto ya podríamos anotar un buen tanto en favor
de Kubrick, y de su 2001: haber hecho que el género sacara pecho, se pusiera de
puntillas y creciera lo suficiente y necesario para hacerse por fin mayor. Y
todo esto, ¡qué duda cabe!, siempre tiene su gran mérito sin importar tanto, y
valga otra redundancia, los méritos o deméritos de la cinta en cuestión.
Pero es que además Kubrick,
contando con la oposición y las puyas de una parte de esa sesuda crítica, se
atrevió a prescindir, durante el montaje, de un músico del prestigio de Alex
North para componer la banda sonora de su película y utilizar, en su lugar, extractos
de conocidas piezas musicales clásicas. Así, por ejemplo, lo hizo con el
archipopular Danubio Azul de Johann
Strauss para alguna emblemática secuencia. Y al decidirse por esta opción, y he
aquí lo que me interesa, la secuencia en cuestión, localizada en el espacio
infinito, en el cosmos, con la nave espacial girando y bailando frente a la Tierra , tiende una mano, un
choca esos cinco, al extraordinario e increíble Cántico cósmico del poeta
nicaragüense Ernesto Cardenal con el que estoy alucinando durante estos días.
Porque para Cardenal el
cosmos, el universo en su totalidad, la vida es, sobre todo, unión, amor, armonía, y también
música y danza. Así lo transcribe en muchas de las cántigas que componen su Cántico.
Porque, sin ir muy lejos y sin atosigar al personal, podemos leer en la que
hace la nº20:
(…)La materia en formación tuvo una música
y su eco son los cantos de las ballenas en el fondo del mar
o los Cuartetos de Beethoven.
(…)
Animales y plantas, todos
nosotros del mismo antepasado microscópico.
Somos notas de la misma música.
(…)
Sinfonía del universo.
La creación es un canto.
La creación que no ha terminado todavía.
(…)
“Si nuestros ojos fueran más perfectos veríamos los átomos cantar”.
El protón dicen que parece una fuga de Bach.
O en la 30:
(…)Newton vio lo que unía
a la manzana, a la tierra y a la luna.
La danza de la energía.
(…)
Materia terrestre y materia celeste con Newton
fueron la misma.
Los movimientos de la luna y los planetas:
los de las manzanas.
Y entonces cuando la nave espacial gira y baila a los sones del Danubio en el espacio bajo la atenta mirada de
Sin duda, el cosmos como discotecón,
como pista de baile de proporciones descomunales en el que todos y todo estamos
re-unidos y movemos el esqueleto (por la fuerza de la gravedad, claro). Kubrick
y Cardenal lo sabían. Y 2001, El Danubio Azul y el Cántico
cósmico nos lo enseñan.
Fijaos, por último, que sólo el súper computador Hal-9000 no mueve, no menea sus huesos metálicos. Y así le luce el pelo: muere. Y a nosotros y, sobre todo, al astronauta David Bowman, con sus increíbles peripecias por salvar el pescuezo, casi nos arruina la película.
Fijaos, por último, que sólo el súper computador Hal-9000 no mueve, no menea sus huesos metálicos. Y así le luce el pelo: muere. Y a nosotros y, sobre todo, al astronauta David Bowman, con sus increíbles peripecias por salvar el pescuezo, casi nos arruina la película.
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