viernes, 5 de mayo de 2017

DIVOS & ESTRELLAS: UN BAILE DE MÁSCARAS

A mí me gustan el cine y la ópera. Y no creo que con esto esté sorprendiendo a nadie. Basta con que echéis un vistazo a las entradas de este blog para comprobar que no miento. Incluso, a veces, tengo la sensación de estar incurriendo con ello en cierta repetición en mis filias aunque, lo juro, siempre trato de ser diferente siendo, mal o bien que me pese, el mismo.

Pero a lo que voy o a lo que hoy quiero ir con estas líneas es a una repetida, ésta sí, discusión que mantienen los buenos aficionados a la ópera. Ninguna opinión desmerece al lado de la otra, pero en demasiadas ocasiones resultan como el agua y el vino, o más exactamente, como el agua y el aceite por aquello de que no desean mezclarse y unos defienden, así, una forma de entender la ópera, mientras los otros se atrincheran detrás de unos parapetos justo enfrente, en el lado contrario.

O dicho de una manera más sencilla. En un extremo de la barricada se situarían los aficionados al bel canto; y en lado contrario, aquellos aficionados que defienden las nuevas y atrevidas puestas en escena, casi por encima del canto, y donde las voces parecen que pasar a un segundo plano, por detrás de esas tremendas y espectaculares puestas en escena.

Y a mí que la otra tarde, un buen amigo, me regaló una representación en vivo de Un ballo in maschera de Verdi, grabada en Viena, con la Filarmónica de esa ciudad, dirigida por un enérgico y magistral Claudio Abbado e interpretada por unos no menos magistrales Pavarotti, Cappuccilli y Lechner, se me ocurrieron un par de cosas que paso ahora a compartir con vosotros, y que espero sirvan para arrojar alguna luz sobre la mencionada disputa que, a veces, resulta más enconada y encendida de lo que a uno le apetecería (ya que estamos con la ópera) escuchar, y dirimir la contienda en tablas, en un empate técnico que no tiene porqué resolverse en una tanda de penaltis, por ejemplo, sino que haríamos muy bien en dejarlo como está: en un justo empate, en un “ni para ti ni para mí”, en un cálido apretón de manos donde cada aficionado reconociera lo méritos del contrario sin dejar, por ello, de apreciar más los méritos propios de su manera de entender la ópera.

Y para todo esto, para resolver la contienda recurro, ¡cómo no!, al cine estableciendo una jugosa comparación entre el belcantismo y la ópera moderna o posmoderna, y el cine clásico y el cine moderno o posmoderno. Y no creo que incurramos con ello en una argumentación baladí, porque los parecidos y diferencias entre una y otra forma de hacer arte, y que nadie venga ahora, saque la cola y mee fuera del tiesto u ose en poner en duda los indudables méritos de ambas expresiones, ya que ambos los tienen, y a raudales, o citemos si me pongo cabezón, la excelente Carmen de Bizet con modernísima puesta en escena de Calixto Bieito, y este espectacular, aunque por otros motivos, baile de máscaras verdiano que sería lo que me ha dado pie para entrar y hablar de todo esto.

Porque, y sigo con las comparaciones, si el cine clásico estaba sustentado en el Star System, la ópera belcantista lo está o lo ha estado (luego veremos hasta qué punto estamos hablando de tiempos pasados o- y perdón por el barbarismo- proustenianamente perdidos) en la figura del Divo, la star particular que canta y embelesa con su voz durante estas representaciones clásicas.

O lo digo también de otra manera, más sucinta si cabe: pienso que, por ejemplo, Clark Gable sería al cine clásico lo que Luciano Pavarotti, por ejemplo también, es a la ópera clásica o belcantista. Y reparemos que en ambos casos la representación, la causa última de que la película o la ópera tengan lugar, está en la estrella, en Clark Gable o en Pavarotti. Ellos son la última o la primera, según desde donde se mire, razón de ser de la película o de la función de ópera, y el resto de elementos que conforman la película o la ópera se moverán y girarán en torno a ellos, situados en el centro como un cálido y reluciente sol, mientras los otros elementos merodearán como satélites a su alrededor, completando así la puesta en escena o la representación, pero asumiendo siempre su papel secundario, su estar al servicio de, su rendir honda pleitesía a la star o al divo. Estos mandan y el resto obedece. Nadie discute su jerarquía. El cine clásico era así. El belcanto era así.

Y sí, ya me habría decantado por el pasado. Escribo “era”. ¿Acaso el cine clásico o la ópera belcantista han desaparecido en estos tiempos nuestros tan modernos o posmodernos, tan líquidos, que diría el recientemente fallecido e imprescindible Bauman?

Aunque no debería extrañarnos tanto que así fuera. La estrella y el divo se imponen al espectáculo, le imponen sus intransferibles modos y ritmos de hacer y de actuar. El espectáculo, de esta forma, lo habríamos dicho ya, les rinde pleitesía: está a su servicio.

O fijémonos para aclararnos en el cine, en una película como Apocalypse Now!, de Francis Ford Coppola. En ella no nos cuesta descubrir que la presencia de una star como Marlon Brandon, en el tercio final de la cinta, ralentiza la película respecto a los momentos en los que él no se encuentra en pantalla. Sus maneras de moverse y de pronunciar sus partes del diálogo, su presencia, su ritmo provocan que la película adquiera otro tiempo, más pausado, más pesado, motivado por el propio arte interpretativo de Brandon. Y lo mismo sucede con las otras estrellas que podríamos incluir dentro de lo que llamamos Star System y que, desde aquí, yo habría relacionado con la esencia que distinguía al cine clásico.

Porque no es casual que, cuando el Star System inicia su declive (por circunstancias que, dada la longitud que pretende tener este artículo, no viene a cuento estudiar ni enumerar), el cine clásico le haga compañía por la cuesta abajo. La desaparición del Star System supone la desaparición del cine clásico, y podemos preguntárselo sino a Hitchcock, o a John Ford, o a Howard Hawks. ¿Qué fue de ellos cuando las verdaderas stars, los Jimmy Stewart, los John Wayne o Cary Grant hicieron mutis por el foro? Y si siguieron trabajando ya nada volvería a ser igual. Su juego favorito no era lo mismo que La fiera de mi niña, Topaz no era lo mismo que La ventana indiscreta ni Siete mujeres lo mismo que La diligencia. Con el declive del star system, con el declive de la star, el cine clásico también inició su particular canto (ya que también hablamos de ópera) del cisne.

Pero no habría que caer con esto en un ejercicio de fútil nostalgia. Eso no nos lleva a ninguna parte. Y, sobre todo, seríamos injustos. Porque las películas sin stars no siempre son peores que las películas con ellas. A mí, y sin salirnos de los casos mencionados, me gusta más Topaz que Atormentada, con Ingrid Bergman, un star como la copa de un pino; y prefiero la misma Siete mujeres que Fort Apache, con el gran John Wayne; o Eldorado, con un Mitchum y Wayne literalmente entablillados y menos stars que nunca, que la sosa versión de Bola de fuego que Hawks rodó en 1941, en pleno apogeo del Star System y de Gary Cooper.

Así que el cine moderno no debe ser peor ni mejor que el clásico. Sólo que aquél se rodaba siguiendo otros patrones. Y ahora el Star System se habría escurrido entre sus 24 fotogramas de celuloide y las películas (modernas) se deben narrar y se las deben ingeniar sin su apoyo y contar, también, de otra manera.

En Europa, siendo generosos y simplificadores, se consagra la política de autores y, con ella, la nueva estrella de la función pasa a ser el director: Wim Wenders, por ejemplo; Paris-Texas, por ejemplo. Y en Hollywood será el espectáculo en-sí-mismo quien ostente la nueva corona de rey de la fiesta. La saga de La guerra de las galaxias, por ejemplo. O Avatar, por ejemplo. Y no nos enredemos ni busquemos, en todo esto, lo mejor o lo peor. Las películas sólo son distintas.

Y apliquemos, ahora, estas enseñanzas cinematográficas a la ópera. Y donde escribimos cine clásico, escribamos bel canto, y donde escribimos stars, escribamos ahora, divos, y donde dijimos cine moderno, digamos ya, ópera moderna.

Y podríamos repetir, casi punto por punto, la secuencia establecida para el cine. ¿O no condiciona la propia presencia sobre el escenario del divo la propia sustancia de la ópera, del mismo modo que Brandon condicionaba los últimos minutos de Apocalipse Now!? Fijaos que en el clip (Ma se m´é forza) que os dejo aquí abajo, correspondiente al ballo in maschera: Pavarotti, después de una de sus incomparables arias, detiene la función, y los aplausos llenan el coliseo durante uno, dos, o los minutos que hagan falta, para que el divo reciba, de esa forma, el agradecimiento que se merece, pegándose el más gratificante baño de enfervorizados y exaltados bravi.

Y lo que decíamos antes, hablando de cine y hablando de las stars, lo repetiríamos ahora: el divo condiciona con su arte la función de ópera. Pavarotti condiciona Un ballo in maschera. El divo siempre por encima de todo. ¿Cómo no iba a estarlo, entonces, por encima del mismísimo Verdi (el caso que toca) o del mismísimo ballo? Cuando recibe los aplausos después de la última nota del aria, Pavarotti ya no es sólo un excelso cantante (como tampoco Cary Grant, Jimmy Stewart, Cooper o Brandon eran sólo excelsos actores), sino que representa esa cualidad, ese increíble talento que está más allá de su propia persona y del que se ha hecho acreedor; Dios sabrá por qué, pero a él le ha tocado el Gordo de la Primitiva.
 
Por eso, y termino, me gusta pensar que cuando Pavarotti escucha los aplausos, el agradecimiento es un agradecimiento doble. Tal vez por eso la duración de los aplausos se prolongue durante tanto tiempo. El público agradece a Pavarotti la magnífica interpretación del aria y, por otro lado, es como si el propio Pavarotti, con su gesto humilde y recogido, agradeciera… a la divinidad, ¿por qué, no?, y esté donde esté, que le haya regalado semejante (e intransferible, sí) don.

Después los aplausos con lo que se premia al elenco completo, al final de la representación, son siempre menos estruendosos, y más breves. Y es normal. Sin duda, que asistir en vivo al milagro de la voz única del divo, de Pavarotti en nuestro caso, se merece una mayor admiración. No deja de ser uno de los pocos casos es lo que vemos a Dios haciendo de las suyas por este mundo; o cuando asistimos al momento en que Cary Grant descubre que la mujer inválida, en el segundo Tú y yo, de McCarey, es la misma Deborah Kerr de la que está enamorado: otro de esos instantes que nos indican que este Dios rara vez sabe estarse quieto. Nosotros, en esta época posmoderna, sólo pedimos que no se canse y continúe así.
 
 

 
 

1 comentario:

  1. Desde mi ignorancia relativa respecto al cine y absoluta en relacion al bel canto, entiendo que la fuerza de una peli, como de cualkier libro, está en la historia ke se cuenta y la fuerza e intensidad, además del talento, con la ke se cuentan, no tanto los artificios ke la recubren. Cuestion aparte, seria valorar, por ké tantos artistas del cine clásico, llenaban con dos frases las pantallas y nuestras almas... será ke me hago mayor

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