En
una vieja entrada en este blog, más
en concreto el 13 de octubre de 2012, escribíamos sobre el concepto de melodía
infinita que Richard Wagner acuñó en el ensayo que tituló La música del porvenir.
Pero
no vamos a repetir aquellas cosas que dijimos entonces. La entrada continúa ahí
a disposición de todo aquel o aquella que quiera perder un poco de su valioso
tiempo en hojearla y en dar con su texto otra vuelta de tuerca a esas ideas que
tan firmemente (¿o no?) tiene arraigadas en su cabeza. La entrada, para más
señas y por si acaso, lleva aún por título HABLANDO DE CINE (Y 2): LA MELODÍA INFINITA.
Y
para ilustrar y explicar el concepto wagneriano incluíamos algunos representativos
ejemplos de eso que podríamos contener dentro de la idea de “melodía infinita”,
una de mis películas favoritas, En el curso del tiempo de Wim
Wenders, y una música que tampoco encuentra su principio ni final en sus
acordes (como aquella tampoco los encontraba en sus fotogramas), que pudiera
estar sonando infinitamente, y citábamos, ¡cómo no!, el aria central de la
inmortal Tristán e Isolda del mismo Wagner y el tema de The Cure, sí, The Cure, A Forest, sí, A Forest que en alguna de
las versiones que el grupo realiza en directo es capaz de sumergirnos en un
océano de notas, acordes y ritmos que parecieran no fueran a tener fin jamás.
Es una melodía infinita más de 100 años después de que la enunciara Wagner.
Pero
he aquí que casi 4 años después de que escribiera aquella entrada he vuelto a
encontrarme con una música que no desmerecería de estos dos ilustres
precedentes y que hace perfecto honor a aquello sobre lo que Wagner dio tantas
vueltas de tuerca.
Fue el sábado pasado, escuchando Radio3 (soy un clásico), donde la cadena retransmitía en diferido el concierto que Radiohead ofreció el 8 de julio de este mismo año en Suiza, en St. Gallen más concretamente (por su parte, los culinquietos ya han subido a YouTube el full concert). Ocurrió mientras el concierto se alargaba, mientras los breves temas con los que la noche se inició fueron haciéndose más extensos, más cautivadores, más hechizantes. Porque esto de la melodía infinita no deja de ser eso, un hechizo del que nunca quisiéramos despertar. Fueron y son momentos especiales, eternos, e insertamos, para disfrute del que haya llegado hasta aquí, el mágico Street Spirit que la banda incluyó en su disco The Bends en la versión que el grupo tocó en el mítico Festival de Glastonbury de 1997; concierto al que la entusiasmada crítica no ha dudado en calificar como uno de los mejores de todos los tiempos.
Fue el sábado pasado, escuchando Radio3 (soy un clásico), donde la cadena retransmitía en diferido el concierto que Radiohead ofreció el 8 de julio de este mismo año en Suiza, en St. Gallen más concretamente (por su parte, los culinquietos ya han subido a YouTube el full concert). Ocurrió mientras el concierto se alargaba, mientras los breves temas con los que la noche se inició fueron haciéndose más extensos, más cautivadores, más hechizantes. Porque esto de la melodía infinita no deja de ser eso, un hechizo del que nunca quisiéramos despertar. Fueron y son momentos especiales, eternos, e insertamos, para disfrute del que haya llegado hasta aquí, el mágico Street Spirit que la banda incluyó en su disco The Bends en la versión que el grupo tocó en el mítico Festival de Glastonbury de 1997; concierto al que la entusiasmada crítica no ha dudado en calificar como uno de los mejores de todos los tiempos.
Ahí
las semejanzas de Radiohead con The Cure se me antojan y se me hacen incontestables.
Por eso también sigo pensando que son todavía los dos mejores grupos del momento.
El resto queda a años luz de ellos; sobre todo de sus increíbles y wagnerianas
melodías infinitas.
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