1. Un perito, de “pero”, para empezar; pero sólo uno y pequeño. La puesta en
escena de la 1ª escena, y valga
la redundancia, del Acto I: las plantas y los bancos corridos que adornaban el
decorado… Como el escaparate de una moderna tienda de decoración. O los
animados jardines de un cuadro de Renoir. O una típica cervecera de verano. ¡Toda
una invitación para tomar el fresco y sentarse! ¡Y charlar! ¡Para que los
personajes hablen o canten (estamos en una de las óperas “isabelinas” de
Donizetti) sentados! ¡Para que no se muevan! ¡O se muevan poco!
Y en el siglo XVI en palacio sólo
los reyes podían sentarse en tronos majestuosos. Y así, al resto de mortales, a
la corte sólo le quedaba estar de pie y saludar los pasos reales concertando
una reverencia que sólo desde la posición erguida podían tener el decoro debido
a un monarca. De modo que los personajes sólo ven ante sus ojos espacios
espartanos, despejados e inmensos en los que sus cuerpos son engullidos y
minimizados entre las altas paredes, bloques macizos y (¡ojo!) sin ventanas:
puntos trasparentes por donde entraría el aire y la claridad del día, y que ellos,
los personajes, apenas si van a poder rellenar con sus frívolas intrigas, con
los débiles armazones que sostienen, en definitiva, el argumento de la ópera.
De esta forma la arquitectura
nos hace sentir la fragilidad y grisura que atesoran estos hombres y mujeres
renacentistas, más allá de las coronas y títulos que lucen sus cabezas y
guardan en sus escritorios; fragilidad y grisura en la que también nosotros
podemos vernos reflejados hoy en día logrando, así, que una ópera del siglo XIX,
aparentemente inocua, conserve una actualidad a la que bien podemos atender en
el siglo XXI.
Además, y después de esta
primera escena, la cosa mejoró. Y mejoró bastante. Los escenarios se vaciaron.
Y respiraron. Más oscuros, húmedos y fríos, lóbregos. Majestuosos también, … e
inquietantes, sí. Que es lo que nunca debe faltar en un drama. Porque este Roberto Devereux, que nos visitó en Bilbao
el pasado 21 de noviembre, fue antes una pieza dramática que un puro ejemplo
belcantista. Y en esa amplitud escénica los personajes y cantantes pudieron,
por fin, moverse, pasear a través de su regia grandiosidad su humana
insignificancia.
Cierto es que alguno de ellos lo agradeció más que otro. Gregory Kunde es, en estas lides, un magnífico experto. No hay muchos como él. Verle cantar su rol de Roberto y, sobre todo en esta ocasión, desenvolverse en la escena y con la escena ya es, de por sí, todo un privilegio.
2. Y, con estas formas, asistimos
a una valiosa reflexión sobre el poder. Que hubiera hecho, sin duda, las delicias (salvando las distancias que cada uno o
una quiera salvar) de Richard Wagner. Quizás por ahí pudiera rastrearse esa
falta de belcantismo y lirismo a la que aludía antes y que el crítico Nino Dentici
reprochaba a la representación. Y que yo no compartiría del todo… Porque, ¿ES ROBERTO DEVEREUX UNA ÓPERA INEQUÍVOCAMENTE BELCANTISTA O BIEN PUDIERA
ARRIMARSE, COMO LO HIZO EN SU REPRESENTACIÓN EN BILBAO, AL HIPOTÉTICO CATÁLOGO
DE ÓPERAS DRAMÁTICAS?
No en vano Cesidio Niño,
director artístico de ABAO, la entidad productora, en las notas incluidas en el
programa de Escena, ya nos advertía
de cómo durante la 2ª escena del 1º acto la mezzo tiene una manera de
cantar muy diferente a la que pone en su voz en la escena de salida de ese
mismo acto. Y anotaba, es un canto de tendencia más dramática (cursivas mías).
Así que, durante la
representación, me atreví y disfruté trazando una imaginaria línea que fuera
desde el anillo que luce en su dedo la Reina Isabel (1533-1603) al dramático Anillo de la Tetralogía wagneriana. ¿O
no serían acaso estas dos joyas símbolos de un mismo poder absoluto, de aquél
que dispondría sobre la vida y la muerte de las personas y que, desde el
momento en que caen, casual y fatalmente, en manos de simples mortales, arrastran
consecuencias aún más irreparables y dolorosas? Los celos del Duque de
Nottingham provocan que éste guarde y retenga el anillo salvador de la Reina y desencadena, cuando
puede evitarlo, la ruina y ejecución final de Roberto al que posiblemente la Reina , creyendo que posee el
anillo que ella misma le dio lo usará para salvar la vida. Sí, enviándole a la Torre , tal vez, sólo haya querido
poner a prueba su amor.
3. Y van a ser, por último,
estas fatales consecuencias las
que hagan que Isabel renuncie al poder (¿como lo hace el Wotan wagneriano en El ocaso de los dioses?) y entregue el anillo a quien se convierte así en su sucesor, el rey Jaime I. E Isabel puede entonces soltar su desesperación y llorar como mujer que es.
4. Y por eso, quizás, me
gustara también una de las últimas réplicas que canta dirigiéndose a los que han sido, hasta el desenlace final, sus amigos
y consejeros de confianza, ese Duque de Nottingham y su mujer, Sara, que le ha
engañado con Roberto, cuando la reina, la reina protestante, como es
históricamente conocida, les dice ante sus peticiones de clemencia que no es ya
ella la persona a quien deben dirigirse (una mujer ya normal- a la que histórica
e irónicamente también se la conocerá como La
reina virgen, aquel título de aquella mediocre película sobre su vida que
interpretaba Jean Simmons y dirigía el también mediocre George Sydney, el de Los tres mosqueteros con Gene Kelly, teniendo
en cuenta que Isabel, además de reina de Inglaterra ¡durante 44 años!: desde
los 25 años hasta su muerte acaecida apenas 2 años después de la del personaje
de su favorito Roberto Devereux,, ha sido, con la reforma protestante jefe,
asimismo, de que hagan que Isabel renuncie al poder (¿como lo hace el Wotan wagneriano en El ocaso de los dioses?) y entregue el anillo a quien se convierte así en su sucesor, el rey Jaime I. E Isabel puede entonces soltar su desesperación y llorar como mujer que es.
5. Reflexiones sobre el poder
que, al fin y al cabo, Donizetti extiende desde el siglo XVI, años en los que
trascurre la ópera, hasta el momento histórico, siglo XIX, en el que la escribe
(no sería otra mi interpretación del “anacronismo”, como desacertadamente se
refiere a él, y que me perdone, el prestigioso estudioso William Ashbrook, en
que incurre el músico italiano cuando introduce en la obertura de su ópera el
Himno Inglés que data del siglo XVII y no del XVI), e incluso más allá, hasta
nuestro siglo XXI en el oímos y asistimos a la representación de la ópera. Y comprobamos
entonces que las cosas, desgraciadamente, no han cambiado demasiado en estos cinco
siglos: el poder necesariamente discrimina, es injusto y, por lo tanto, abona
el terreno para la corrupción. Aunque en cuanto pasa o se distribuye entre
hombres y mujeres no tan reales y sí más corrientes (y dicho sea esto sin
ninguna mala uva) las consecuencias de este “democrático” y corrupto poder pueden
ser incontrolables.
Luego habría que aplicarse con todo lo que esté a nuestro alcance y en nuestras manos sin anillos para evitar esta deriva funesta e intentar que, al menos, la esperanza sea lo último que se nos pueda sustraer. Donizetti y Wagner no creo que anduvieran demasiado distanciados en estas consignas. Roberto Devereux yla Tetralogía del anillo (y continuamos salvando las
distancias que se quieran) son, en estas circunstancias, dos serios avisos para
navegantes. Y el que tenga oídos y quiera oír, que los escuche. La modernidad
de los clásicos, que dicen algunos.
Luego habría que aplicarse con todo lo que esté a nuestro alcance y en nuestras manos sin anillos para evitar esta deriva funesta e intentar que, al menos, la esperanza sea lo último que se nos pueda sustraer. Donizetti y Wagner no creo que anduvieran demasiado distanciados en estas consignas. Roberto Devereux y
No hay comentarios:
Publicar un comentario