El otro día terminé de leer En la orilla, la novela de Rafael Chirbes,
editada por Anagrama en 2013 y que ha
sido Premio de la Crítica y Premio Francisco Umbral; en principio y
en final, dos galardones poco sospechosos.
Y es que tenía ganas de echarle la vista a una novela española reciente por
aquello de que me he aburrido de escuchar, por activa y por pasiva, el
soniquete de que lo bueno siempre está o viene siempre de fuera y que lo nuestro
es (siempre también) como un equipo de segunda división o de primera… pero con
más “enchufes” que la oficina de Bill Gates.
Así que pensé que En la orilla me serviría para calibrar,
personalmente y sin atender a esos voceras de turno, el estado en el que se
encuentran nuestras cosas culturales; una novela reconocida casi por unanimidad
como uno de los grandes logros de la última literatura pensada y escrita en
castellano.
¿Y qué voy a decir? Pues que la más
profunda decepción me hincó el diente en la yugular como si me hubiera topado
con el más vulgar de los dráculas que nunca me haya podido imaginar. Eso sí: el
mordisco bien que hizo su efecto y cumplió su objetivo: después de pasar las
primeras páginas con el mejor y más saludable de los ánimos (lo juro), terminé víctima
de una modorra que acabó por tumbarme y acogerme en el más plácido de los
sueños. Aunque contra vientos y mareas había llegado hasta el final: página 437
(siempre Anagrama): el final de la
vulgaridad: de la mala leche asomando por cada renglón, reiterativa, plomiza
hasta el hartazgo (todos-todos-todos corruptos y malvados salvo, quizás,
Esteban que lamenta una y otra vez no serlo o haberlo sido); el final, en fin,
de esta tortura ideada por el bueno de Chirles. Porque estoy seguro que el
valenciano no la ha pergeñado a posta. Simplemente le ha salido una mala novela.
Y por eso a nadie se le condena. Bastante tenemos los no-demasiado-brillantes
con capear y soportar nuestra múltiple y sangrante mediocridad.
Pero dos cositas al hilo del ladrillo Chirbes. Sí, no tengamos miedo
del nombre porque el propio Chirles sitúa su historia sobre el fondo y los años
de los pelotazos inmobiliarios y de la creciente inmoralidad que se ha
apoderado de este, nuestro, país de marras. Así que lo de “ladrillo” se lo
tendría ganado a pulso. Por temática. Y por resultado. Aunque yo iba a por otra
cosa. O más exactamente, a por dos cosas. Y ahí van.
Y la primera, una pregunta. Ésta: ¿a
qué puede obedecer tanta unanimidad a la hora de elogiar al ladrillo Chirbes? ¿Es cierto que todos,
lo que por “todos” entendemos habitualmente, están de acuerdo en que nos encontrarnos
ante una de las últimas obras maestras que nuestra castellana literatura ha
parido? ¿No hay ninguna voz discordante? ¿No veo ningún dedo levantado? ¿Algún “pero”?
¿Algún tímido “a mí no me ha gust…”?
Porque si no hubiera nada de esto,
digo, nada de voces discordantes ni dedos apuntando a los cielos entonces ya
tendríamos nuestra segunda parte de El
Quijote. Y a un descendiente directo de Don Miguel llamado Rafael, con
diferentes apellidos los dos, o sea, de diferentes linajes aunque con el mismo
pulso narrativo y la misma, generosísima y alucinante inventiva literaria. Y no
sólo eso sino que a mí mismo ya me estaría faltando tiempo para hacer las maletas,
guardar un par de mudas y pedir asilo, cama y merendola en el psiquiátrico más
cercano a mi casa, por aquello de que a los seres que quiero no desearía que
las visitas (que confío en que me hicieran, por lo menos, sábados o domingos)
les fuera a costar un riñón por la exagerada duración de los trayectos.
Pero ¡ojo! que si, por el
contrario, sí que ha habido voces discordantes y dedos alzados entonces aún
estaríamos hundiendo más la barca en la
orilla. Porque ni las voces se habrían escuchado ni los dedos se habrían
visto. Y no se me ocurre otro motivo que alguien o alguienes las haya silenciado o los haya torcido hacia abajo. Aunque
espero que con un simple esparadrapo sobre los labios o con un apretón de dedos
ya que, al fin y al cabo, estaríamos hablando de papeles y libros, y alterarse
en pleno siglo XXI por cuestiones de este calado es algo que reservo a bárbaros,
impresentables y/o yihadistas de los que confío que aún nos separe un largísimo
trecho de camino y de Historia.
Así que un esparadrapo, apretones y
punto. Que con eso vale. Y entonces ya sin poder decir que esta boca es mía ni
darme a conocer pasaría directamente a la “segunda cosa” que mencionaba un poco
más arriba, y a la que podría incluir en un título donde se leyera: qué poco hemos avanzado en tanto tiempo.
Y lo explico, ya que la explicación se conjunta con alguna de las razones que a
mí sí que me harían enderezar decidido mi dedo índice y exclamar encorajinado,
¡¡no, a mí no me ha gustado ni h… En la
orilla!!, ¡¡la novela de Chirles me parece una castaña, un bluff, un falso prestigio, sí, y un más
de lo mismo!...
… ¿un más de lo mismo? ¿Otra vez con éstas? Pero un más de lo mismo, ¿de qué? Pues eso, de lo de siempre. De eso
de lo que la literatura de este país viene adoleciendo desde siempre. O por lo
menos desde que la dictadura o desde que aquel “pequeño mandamás” de infausto
recuerdo y consecuencias nos pusiera sus botas sobre la chepa impidiendo que
nos levantáramos cuando nos viniera en gana o que pudiéramos andar y respirar a
nuestro aire. Y alguien, de cuyo nombre no me acuerdo y pido mil perdones por mi
horrible memoria, empleó para esto a lo que ahora estoy refiriéndome la feliz
expresión “efecto sonajero”.
¿Y en qué consiste este “(d)efecto
sonajero”? Y espero que la respuesta no nos suene a chino. Porque el “efecto
sonajero” sería aquél fenómeno por el que el escritor queda, de repente, embelesado
por sus propias palabras, por sus (brillantes) ocurrencias sintácticas hasta
tal punto que la narración se embota, se repiten los giros, y se estanca atrapada
en el cepo que producen sus sonidos, ensimismada por los (bonitos) fuegos de
artificio que las palabras han tejido en torno a ella. Pero sin avanzar (ni un
metro). Quieta (como un muerto). Cualquier modesto artista de variedades nos lo
diría sin rodeos. Las (brillantes) ocurrencias nos sorprenden. Y nos distraen. Pero durante un rato. Si éstas se
prolongan demasiado o si se convierten en el verdadero motivo, en el alma mater del relato enseguida demuestran
sus insuficiencias, su simple carácter de (bonito) “fuego de artificio”, y
termina por aburrir al apuntador. El público, cansado de la misma gracia, empezará
a silbar y a gritar aquello de “¡que venga otro!”, “¡que a este pelma ya le
conocemos!”.
Y Rafael Chirbes en la orilla y por desgracia, se me ha
aparecido como uno de estos pelmas. Enseguida se les cala. Y se ve por dónde
van o a dónde nos quieren llevar. Que casi siempre será a ninguna parte. Porque
el pelma se repite y cansa. Es lo que tienen los “fuegos de artificio”. Que al
principio nos hacen abrir los ojos y contener la respiración asombrados. Somos
en esos momentos como niños que observan boquiabiertos las luces y explosiones
que las pirotecnias dibujan en las noches de verano. Pero que cuando éstas se prolongan
demasiado nos hacen volver la cabeza y desear escaparnos a otra parte. A las
barracas, por ejemplo. Y subirnos, por fin, en el gusano loco.
Y olvidarnos de Chirbes. En su orilla hemos naufragado. En su orilla las filigranas que sus
palabras tejen nos han agotado. Y el motivo es muy sencillo de entender. Y de
padecer. Si en las filigranas, si en las formas (brillantes) nos quedamos, nos
olvidamos no sólo del fondo sino también del resto de recursos con los que
armamos una novela, en este caso. Sí, nos olvidamos. Resulta tan fácil
“olvidarse” cuando estamos hipnotizados por las (brillantes) palabras. Y nos
olvidamos, por ejemplo, de los personajes que es uno de los aspectos de los que
nunca debiéramos olvidarnos cuando nos plantamos frente a una Olivetti, un Mac
o un Pc. Pero con las filigranas nos olvidamos y todos los personajes hablan
igual. Habla igual Esteban que Francisco. Habla igual Justino que Bernal. Habla
igual Carlos que Liliana ¡que viene de Sudamérica y emplea la palabra “coger”
como si no supiera el significado que ese vocablo tiene en su tierra! Sí, todos
hablan igual. Bernal en la página 255, ¡un tipo como Bernal!, nos habla de “rasgos
oligofrénicos”. Y en la página siguiente, en la 256, Justino repite
“oligofrénicos, neolíticos”. Y la tertulia de bar de pueblo deviene en un simposium que se podría escucharse
detrás de las puertas de cualquier sala de la Universidad de
Harvard. Sí, todos hablan igual. Todos son ingeniosos. Todos hablan como Rafael Chirbes. El autor, encantado de haberse
conocido, embelesado con su propia prosa, se come a sus criaturas. Como el
Saturno de Goya devora a sus hijos. Claro,
¿podría haber sucedido de otro modo? Nunca, cuando uno sólo piensa en sí mismo
y en su apetito voraz, cuando la prosa, los retratos y diálogos de los
personajes se lían y se anulan hasta el cero a la izquierda en los (brillantes)
“fuegos de artificio” que el escritor valenciano desparrama por la orilla.
¿Serán culpa de las Fallas, valencianas también, estos fuegos? No demasiado
fácil. Disculpen la broma.
Pero a Chirbes el tiro le sale sin
remedio por la culata. Y le pinta la cara de hollín. Y ahí están entonces esos demoledores
párrafos en los que el escritor aparece tan a gusto, realmente encantado en su
propio talento. Y Rafael escribe, y escribe, y escribe sin importarle nadie más
que él y él y él y su emperifollado “estilazo”; sin importarle que el lector,
con ésas, tenga ya su sufriente cabeza por los simplones Cerros de Úbeda y que
esté pensando ya en la hora de meterse en la cama y dejar la tremenda digresión
sobre los cacahuetes para otro día (¡desde la 147 a la 153!: ¿no es también
esto lo peor del “Garbancero” Galdós entretenido durante tantas páginas con la
descripción de… una mesa).
Pero Chirbes continúa sin darse por
aludido. Y tira hacia delante y hasta el final. Aunque yo ya no le acompaño. Figuradamente, claro. Sólo sea porque
siempre procuro terminar todo aquello que empiezo. Pero ya me imagino a Chirbes
caminando en solitario con sus propias e inofensivas (por su reiteración)
ocurrencias. Son sus “dedos herramienta” (233) y luego en la 238 otra vez (¡no
lo puedo evitar: es el efecto sonajero, suena tan bien), “manos herramienta” y todavía
un poquitín más abajo “puños tensos, dos herramientas”. ¡Socorro! Mezclando
hasta la extenuación, porque le gusta también (¡más sonajero!) lo populachero y
lo culto o “la tarde se va en un pispás” (216) y “la gran tragedia de la
historia o el milagro de la transubstanciación” (sólo en la página anterior, en
la 215).
Y podríamos seguir y seguir… Pero no
viene el caso. Rafael Chirbes es, en definitiva, otro de esos escritores a los
que sólo les importa él. Y a los demás que nos vayan dando. Los personajes,
miméticos, fotocopiados uno después del otro. Y los lectores sin nada
sustancial que llevarnos de recuerdo. Y Rafael a lo suyo: sin reparar en que
ese egoísmo literario es lo que, tradicionalmente, lastra y aleja (ese más de
lo mismo) a los escritores españoles del público español. Sí, ellos también
irían a lo suyo. ¡Cada página de sus novelas no es sino otra demostración de su
“gigantesca” sapiencia literaria! ¡Sólo eso importa! ¡Sólo me importo yo! Sin
sospechar que un universo tan personal nos deja a los demás fuera. Y que universos
sin personajes, sin lectores son universos huecos, pequeñitos, insustanciales: universos de la anécdota
Y por aquí no vamos a ningún sitio. O peor dicho, sí, sí que vamos: al sitio de
siempre. Las (brillantes) ocurrencias apagándose en el corto plazo. Las frases,
en el cliché. Y la intrascendencia campando a sus anchas. Y todo esto ya me “suena”
a ¡tantos (d)efectos sonajeros!, a La
colmena, a Tiempos de silencio, a
El Jarama, y también a Pérez Reverte
y a tantos otros consagrados en la más rabiosa (sic) actualidad. Seguramente demasiados. Porque después de terminar
estas novelas nada (nos) queda salvo los brillantes (eso sí) ecos de sus
cohetes y de las tracas luminarias explosionando contra el muro negro del cielo.
Pero, ¡atentos!, que sólo son eso: ecos de los que pasaremos en cuanto alguien
nos diga, ¡hola!
Y entonces En la orilla, Chirbes, tantos premios, tanta celebridad… ¿a cuenta
de qué? Y tal vez aquella simpática mujer, que me atendió aquel día cuando
llamé a una Editorial preguntando por un manuscrito que les había enviado ya
hacía bastantes meses, tuviera parte de toda la razón de este mundo (nadie la
tiene nunca entera, claro) cuando me decía que en este país las cosas, en el
fondo, siguen igual (y volvía a acordarme de mi más de lo mismo) y que las personas y los santones que reparten esos
premios y bendiciones entre los escritores, en nuestro caso (a éste sí, a éste
no) siguen siendo los mismos de ayer (y nada que ver con la chica de Antonio
Vega), y continúan apoltronados en los mimos y mullidos sillones impartiéndonos
sabias (sic) lecciones.
Claro que así no podemos avanzar. Como
la narrativa de Chirbes. Aunque tal vez entonces la pregunta crucial debiera
ser, ¿pero a quién le importa todo esto? Y en ese momento continuaría con el
dedo tieso, hacia arriba y diría En la
orilla es un truño. El “efecto
sonajero” escribía aquél de cuyo nombre sigo sin acordarme. Y le pido perdón. Y
también se lo pido a todos aquellos que pudieran sentirse ofendidos por estas
apresuradas, y quizás demasiado crispadas, líneas. Y a Rafael Chirbes, por
supuesto. Aunque en su caso sólo será cuestión de que su próxima novela no le encante tanto. Y piense un poco en
los demás. Y a lo grande.
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