El otro día volví a ver La rosa púrpura de El Cairo, la película
que Woody Allen rodó en 1985. No la había visto desde hacía mucho tiempo. En
realidad no recuerdo haberla visto después de su estreno. Y no lo lamentaba
demasiado. Aunque la recordaba como una buena película, no la incluía entre las
mejores películas de Woody Allen. En realidad la recordaba como una buena
película pero, sin más (1).
Por eso este (sí, segundo)
visionado me cogió por sorpresa. Y es que La
rosa púrpura… me pareció una gozada, un precioso y pequeño jardín, una
joyita del 7º arte. Y si utilizo el diminutivo lo hago, más que nada, por el
formato (casi cuadrado) y la duración (casi 80 minutos) de la película.
La pregunta empezó, entonces,
juguetona a brincar en mi cabeza entre mis (escasas, posiblemente) neuronas.
¿Qué demonios había ocurrido para que mi valoración de La rosa púrpura… se hubiera alterado tan notablemente, yéndose como
un cohete “hacia arriba”? La primera respuesta se me vino encima casi de
sopetón: el último cine de Woody Allen resulta tan previsible y decepcionante
que sus “viejas” películas cobran automáticamente un valor añadido (por
comparación). O, ¿aguantan (y seamos serios) Vicky Virginia…, la misma Midnight
in Paris una, incluso, rapidísima comparación con Manhattan o Zelig? La
duda ofende. Que Woody se ha vuelto un viejito (clarinetista) entrañable y que
rueda sus (últimas) películas como panecillos de azúcar o churros me parecen
unos hechos irrefutables. La mala leche (en su caso teñida, frecuentemente, de
un cruel cinismo) y un autentico trabajo sobre los contenidos del plano, o lo
que se conoce como puesta en escena, me parecen también dos proposiciones que
brillan por su ausencia. Se trata, ante todo, de rodar una película al año. Como
si fuera una apuesta. O un reto: el único que Woody estaría, actualmente,
dispuesto a afrontar.
Y también la segunda respuesta se
me vino encima a una (análoga a la primera) supersónica velocidad. Resumo su
meollo apuntando aquello de que en el País de los Ciegos (el grueso de la
actual producción cinematográfica mundial, haciendo hincapié especial en los
“productos” salidos (¿escupidos?) de la factoría hollywoodense) el Tuerto (o
sea, La rosa púrpua…) es el rey (o
sea, la reina).
Aunque también a mí me había
llegado la hora. Lo presentía. Y las ràpidas respuestas que-se-me-vienen-encima
esconden, a menudo, sino fragantes injusticias sí fragantes insuficiencias.
Porque si las razones, anteriormente expuestas, no me parece que escondan la
verdad o que se codeen en la barra de un bar con la mentira, sí que me parece
que no lo dicen todo o que dejan bastante que decir o que desear. Y, entonces,
si además este blog se llama “lavueltaylatuerca” y quiere hacer honor a su
nombre, hagamos eso: darle una vuelta a La
rosa púrpura…, y ver si de sus bolsillos se nos cae algún que otro tesoro
escondido, hasta ahora, en los forros del pantalón.
Porque el tiempo ha pasado. Cierto
es. Pero si ha pasado y no podemos hacer nada por remediarlo que, por lo menos,
no sea sólo para tener menos pelo y más arrugas sino que me sirva para darme
cuenta de otras cosas.
De, por ejemplo, viendo por segunda
vez La rosa púrpura…, la tristeza y
maestría con que Woody Allen cierra su película: plano de Jeff Daniels (Gil
Shepherd), ocupando su asiento en el avión que le devuelve a Hollywood,
mascando la cobardía y frustración que le supone no haberse atrevido a quedarse
en Nueva York y consumar su (imposible, sí, pero sincera) historia de amor con
Mia Farrow. La cámara, entonces, retrocede en un lento travelling alejándose del personaje, como si Woody
Allen nos anunciara con ese movimiento de retroceso que él tampoco comparte su
decisión ni su huidiza actitud. Para, a continuación, enlazar con la entrada dubitativa
de Mia Farrow, maleta en ristre, en el cine donde ahora se proyecta Sombrero de copa y se escucha la hermosa
melodía de Cheek to Cheek cantada por
Fred Astaire. Mia Farrow se sienta y empieza a ver la película. En un primer
momento está abatida (el galán hollywoodense le ha dado calabazas y el
personaje de ficción se ha vuelto a la película: otra huida, al fin y al cabo[2]) pero,
poco a poco, la música y la película le hacen esbozar una corta sonrisa y la
cámara y Woody Allen con ella, en otro leve movimiento opuesto al anterior
dedicado a Jeff Daniels, se acercan
al personaje y a su rostro hasta terminar con un primer plano de la actriz. ¿No
nos recuerda esta escena a la espléndida también secuencia final de Las noches
de Cabiria cuando Giuletta Massina recupera las ganas de vivir al ver y
escuchar a los músicos ambulantes a los que terminará siguiendo mientras baila?
Muy pocas películas terminan con un
primer plano. Y todas las que se me vienen a la cabeza ahora tienen algo
especial. Y me acuerdo de Luces de la
ciudad o de Los cuatrocientos golpes
y en ellas ese primer plano final tiene, o al menos lo tiene para mí, un
inequívoco y hondo significado que no es otro que el más férreo e insobornable
compromiso que el director sabe mostrar hacia las actitudes que ha presentado y
que han forjado a su personaje.
Y sobre esta certeza me atrevería a
hacer una última lectura de La rosa
púrpura… Woody Allen termina apostando por la sinceridad de Mia Farrow, por
sus actitudes sin dobleces, “a calzón quitao” que diría un castizo, y que no son
sino las maneras que han enamorado a Jeff Daniels en su doble rol de personaje
real (el actor que interpreta a Gil Shepherd en La rosa púrpura…) y de personaje que se sale de la ficción del
mismo título y salta, literalmente, de la pantalla del cine (Tom Baxter).
Sí, Woody Allen en La rosa púrpura… se queda con la gente humilde,
con la gente que no lo está pasando bien pero que, al contrario de Gil Shepherd
y de Tom Baxter, son gente-de-verdad, anónimos que se levantan todos los días
al toque histriónico del despertador, que no se cansarán nunca de luchar (y más
aún en esos años de Depresión y depresivos en los que se desarrolla La rosa púrpura…), y sin que nadie les
aplauda ni les dé, tan siquiera, las gracias o un golpecito en la espalda (en
su lugar, el marido de Mia Farrow le atiza, de vez en cuando, un par de buenos
cachetes y, en el fondo, porque se lo merece, como le dice Danny Aiello). Ésta
es, sin duda, la gente imprescindible que diría Woody Allen junto a Bertold
Brecht por mucho que casi nadie repare en ella o que cuando la vemos sentada en
un cine alelada y boquiabierta frente a los pasos de danza que se marcan Fred
Astaire y Ginger Rogers pensemos con cierto aire de (estúpida) superioridad, ¡sí,
pobre gente! Porque esa “pobre gente” es la que ha conseguido, y Woody Allen
nos lo ha contado en 80 concentradísimos minutos, que un actor de la Meca del Cine, una joven
estrella-en-ciernes, y ¡uno de los
personajes preferidos por el público en La
rosa púrpura…! se hayan enamorado de ella. Y sin levantar la voz, y con la
misma sencillez y puntería con que la propia Mia Farrow nos contaría su
alucinante historia delante de una taza de café. Y todo, en apenas 80 minutos.
¿Habría alguien hoy que diera más en tan poco tiempo? Y que Terence Malick deje
de levantar la mano. Él no es uno de ellos. Ni uno de los nuestros tampoco.
Como sí lo es, sin embargo, el “viejo” Woody.
[1] Aunque todo hay que
decirlo: cualquier parecido con su tiempo pasado es, gracias a Dios, una mera
casualidad. Pensar que el misma persona que ha dirigrido esta buena rosa púrpura es el mismo perpetrador de
las horribles Bananas o de La última noche de Boris Grushenko es,
como mínimo y para mí, por lo menos,, un misterio de fondo insondable. Como
las piedras de Stonehead, vamos.
[2] Además las dos huidas
esconderían un malicioso punto en común. Ambas comparten, y Woody Allen nos lo
muestra, la cobardía de los personajes por no atreverse a afrontar sus
verdaderos sentimientos por Mia Farrow. Jeff Daniels (Tom Baxter) huye y se
refugia nuevamente en La rosa púrpura…,:
una película, una ficción, incapaz de afrontar lo que es real. Pero Jeff
Daniels (Gil Shepherd), regresando a Hollywood, se comporta de igual manera (el
actor es también el mismo, claro). Se va a refugiar en otra película (más colosal),
en otra ficción (más colosal) que es lo que en el fondo es Hollywood, incapaz
de afrontar, asimismo, lo que es real. Por ello no debe extrañarnos que el
propio Woody terminara huyendo de esa falsa y aparatosa “fábrica de sueños” y
prefiriera montar sus proyectos en Europa.
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