Nos pensamos que esto del “tamaño”
siempre está referido a la misma cosa (que cuelga con, más o menos, decoro y
salud entre nuestras piernas de machitos) por lo que, a pesar de la creciente
chabacanería y simpleza que embadurnan los comentarios y pensamientos (no
digamos “reflexiones”) de los más conocidos contertulios que inundan, entre
otras, las sesiones de tarde y noche de nuestras televisiones, no deberíamos
(es fácil, lo sé) caer en el desánimo y sí reafirmarnos, contrariamente, en lo
ya escrito y que viene en otro sentido muy a cuento de lo vamos a tratar en las
siguientes líneas. O sea que el tamaño sí que importa. En serio. Y mucho.
Y es que parece un hecho consumado
o, siendo benévolos (aunque no sabría decir por qué), próximo a consumarse, la
crisis y disminución creciente y galopante de las grandes pantallas de las
tradicionales salas comerciales de cine en favor de otros sistemas de
proyección como el teléfono móvil, las tablets
o el ordenador, dotados (permítaseme el chistecillo), en su lugar, de pantallas
más pequeñas.
Las consecuencias de dicha
reducción serían varias pero en estos momentos, me gustaría traer a colación
una sola que me parece, especialmente, preocupante y sobre la que me temo que
no se ha hecho en los medios suficiente hincapié.
Primero, y hablando de cine, habría
que convenir en que el formato de proyección de la película en cuestión es algo
consustancial a su ser-película. Quiero decir con ello en que el formato de
proyección hace que, ante nuestros ojos, la película pueda parecer una u otra
cosa. Que la película varíe. Y me
explico con un ejemplo que no pienso que sea muy difícil de seguir.
Paguemos una entrada y entremos a
ver Lawrence de Arabia en un cine
(como Dios manda, porque la película se rodó para ser vista en un cine). Y a
continuación nos tomamos un par de días de reposo (es que la película dura casi
4 horas), y la visionamos otra vez a través de la pantallita de nuestro
teléfono móvil (preparado, por supuesto, para tales circunstancias) o de la
pantallita más grande de una tablet.
Resulta obvio que la película nos parecerá diferente. Las propias dimensiones
de la pantalla, la sala oscura, la “soledad” del espectador, el silencio sólo
interrumpido por las voces de los actores o por un acorde de la banda sonora (y
no por el timbre de la puerta, por ejemplo), el hecho de que cuando dejamos de
ver la película (porque nos urge ir al servicio, por ejemplo) la película sigue
por su cuenta y riesgo como si tuviera
vida propia, y no se la interrumpe caprichosamente accionando la pausa en
el botón del mando a distancia harán que la película se vea, indudablemente, de
otra manera. Quizás, y estaría dispuesto a transigir, ni mejor ni peor (acabo
de leer que el 57% de los españoles no pisa una sala de cine en todo el año),
pero sí diferente.
Con lo que si persistimos en el
acierto de titular a estas líneas con el socorrido “el tamaño sí importa” y
ahora hablamos de diferencias tendremos que demostrar que estas diferencias
también importan. Y es a lo que ahora voy. Porque si el formato de proyección
(más grande o pequeño) es consustancial a la película será porque el tamaño
influye en la manera en que nosotros,
espectadores, recibimos su mensaje; es decir, el tamaño opera directamente sobre
el propio lenguaje cinematográfico. Y esto del lenguaje son ya palabras
mayores. Y explico ahora las cursivas. Pero brevemente.
El lenguaje cinematográfico se
compone, esencialmente, de planos, de igual manera que el lenguaje escrito (por
ejemplo) se compone, esencialmente, de palabras. El plano y la palabra son las
unidades lingüísticas de ambas artes. Cada una de la suya. De tal forma que hojeando
cualquier manual de cinematografía podríamos enumerar, en función del espacio
que el actor o actriz ocupa en el plano (de menos a más abierto), el
primerísimo plano, el primer plano, el plano ¾, el plano medio, el plano
general concreto, el plano general y el gran plano general. Éstas serían las
armas (como las palabras para el escritor) con las que el cineasta debe jugar,
debe atinadamente combinar para lograr el efecto deseado en el espectador.
Sin embargo cuando el tamaño en el
sistema de proyección se reduce el lenguaje cinematográfico inexorablemente se estaría
reduciendo también. Y las primeras víctimas (resulta obvio escribirlo) serían
los planos que están en relación con la “generalidad”. Claro, tanto el gran
plano general, como el plano general como el general concreto tenderán a no
rodarse ya que en la pantalla pequeña apenas podrán apreciarse y verse y, por
lo tanto, el espectador del DVD o del Blue-Ray, por ejemplo, pulsarán los
botones de avance rápido o de quitarme-esto-que-no-veo-nada-de-encima-cuanto-antes.
¿O no hemos padecido en numerosas
ocasiones la machaconería y sobreabundancia de primerísimos y primeros planos y
planos medios en los telefilms (las películas hechas para ser vistas por la tele, por si acaso nos lee algún
despistado/a); un abuso, no obstante, coherente con el tamaño de proyección, la
tele, ya que con independencia de las proporciones, de las pulgadas (de pulga)
de la pantalla televisiva estos planos sí pueden verse en ella, sí pueden
capturar y transmitir sus contenidos al telespectador. Y sin embargo el gran
plano general, por ejemplo, para qué. En la tele no luce. Aburre, distrae,
mueve al zapeo (¡horror!). Así que habrá que desterrarlo (vade retro!). Y el plano general usémoslo sólo en los momentos estrictísimamente necesarios. Nunca más.
Con lo cual el lenguaje cinematográfico cambia. Claro. Pero no sólo cambia (en
el fondo el cambio no tiene porqué tener ninguna connotación de valor) sino que
se empobrece. Y esto sí que es negativo y preocupante. Se le quitan “palabras”
al cine.
¿Y nos imaginamos entonces, y por ayudarnos
con comparaciones literarias, que a un novelista se le prohibiera utilizar en
sus libros todas las palabras que empiezan por “p” o por “r”? Su lenguaje no
sólo se reduciría sino que se empobrecería. Ya no podríamos leer nunca “pasión”
ni “ruiseñor” como tampoco, y volvemos a hablar de cine, podríamos ver “el gran
plano general de Lawrence caminando entre las grandes dunas del desierto
africano” ni al inolvidable “Norman Maine perdiéndose en Ha nacido una estrella (versión George Cuckor, 1954, a ser posible), una
noche, entre las olas de la playa de su residencia en Hollywood” o, ¿para qué
seguir?, a la indómita Perla Chávez y al enjuto y rudo Gregory Peck
disparándose y amándose en los montañosos y terrosos fotogramas finales de Duelo al sol.
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