No quería hablar
sobre la crisis, pero con la última entrada me ha quedado cierto regusto amargo
en el cuerpo. No sé si debería aclarar la relación fundamental que tiene para
mí el Estado del bienestar con la clase media, al punto de que en la entrada
mencionada terminaba equiparando la desaparición del Estado del bienestar con
la desaparición de la clase media, pero voy a darle una vuelta (de tuerca).
Olvidémonos de
momento del bienestar y centrémonos en el Estado. Es fácil, en estos términos,
concluir que en nuestras sociedades occidentales sin la comparecencia de un
Estado no hay bienestar posible. Por eso escribía sobre las minas anti-personas
que volaban el mocasín del protagonista de mi anterior entrada, en un país como
el antiguo Congo belga donde el Estado brilla por su ausencia, y en donde el
único estado (éste con minúsculas) que se contempla es el estado del malestar o
del perenne dolor de muelas.
Pero, ¿qué
relación hay entre todo esto y la clase media? Directamente afirmaría que el
Estado es el hijo predilecto de la clase
media. Y viceversa. Sin la clase media el Estado se evapora. No se sostienen
sus cimientos sobre la tierra. Y sin el Estado la clase media hace mutis por el
foro. No aguantan sus miembros más tiempo sobre una escena que se vuelve hostil
a sus intereses. Lo he dicho, más o menos, antes; y ahora, más o menos, trataré
de explicarme.
El Estado, si
omitimos la letra mayúscula, es un “estado”. ¿Y qué es aquello que,
principalmente, caracteriza a un “estado”? Principalmente cierta duración,
cierto arraigo, cierta estabilidad. Cuando alguien dice de otro: “se encuentra
en un estado de depresión” cabe presuponer que dicho estado no se remonta a las
últimas dos horas, ni tan siquiera a un par de días, sino que el maltrecho
estado del sujeto es una desgraciada situación que tiene ya una duración
prolongada. Y si, por extensión, volvemos a colocar la mayúscula, y a lo que
vamos, obtendremos que Estado=permanencia.
Luego si el
Estado contiene una presunción de “estabilidad”, de “seguridad” parece hasta
cierto punto obvio que le espanten los extremos: la extrema derecha o la
extrema izquierda. Entre los extremos es relativamente sencillo que surjan los
desacuerdos, la disensión irresoluble y las trifulcas, las peleas, ¿y por qué
no?, la guerra: la inestabilidad suprema.
Y si, ahora,
convertimos a estos extremos en extremos de carne y hueso no nos resultará
difícil ver detrás de la extrema derecha a ciudadanos muy ricos
(económicamente) y de corazón muy duro (humanamente), y detrás de la extrema
izquierda a violentos agitadores, distintos terror-istas que proclaman un caos
desde el que poder empezar de cero (o al menos eso dirán ellos), y de mollera y
de corazón muy duros también.
Y así la
estabilidad, que anhelaría (por definición) el Estado, necesita huir de tales
extremos, y refugiarse en el centro. No es otro el motivo por el que los
Estados se nutren de partidos moderados. Los habrá moderados de derecha,
moderados de izquierda y moderados de centro pero SIEMPRE MODERADOS. La
moderación es garantía del Estado[1]. Y,
¿quién vive moderadamente?, ¿sin grandes lujos pero tampoco sin grandes
necesidades? La clase media, obviamente. Por eso ELLA ESTÁ DETRÁS DE TODO, del
Estado y, por extensión, del Estado de bienestar.
Y espero que
ahora se me entienda mejor cuando digo que esta crisis es una crisis del Estado
del bienestar, una crisis del Estado a secas, y una crisis de la clase media. Y
aquí deberíamos andarnos con mucho cuidado. Sin la clase media renacen los extremos
(véase el último y desgraciado caso: las cruces gamadas griegas: ¡si
Aristóteles- el padre del término medio y de la moderación- levantara la
cabeza!). Y es que sin la clase media estamos finalmente perdidos. Cuidemos, entonces, y en estos tiempos más que
nunca, del Estado y de ella. Tanto monta, monta tanto. La crisis lanza sus
torpedos contra esa línea de flotación. Al dinero, al capitalismo más
exacerbado y extremo sólo el Estado, y la clase media con él, le ponen trabas,
límites, condiciones en sus intentos de campar a sus anchas; unas “anchas” que,
de lo contrario, huelen a selva, a carroña, a sálvese-quien-pueda (y con los
bolsillos bien repletos), a paraisos (¡qué paradoja!) fiscales (¿alguien se acuerda hoy de ellos, de meterles mano hasta la entrepierna?).
Leamos y veamos
con cuidado, entonces, todas esa noticias que parecen encaminadas a
desestabilizar el sistema, a desprestigiar porque sí al conjunto de los
funcionarios atándoles a TODOS el mismo saco (al cuello), al conjunto de TODOS
los parados (¿no hemos oído y nos repite como una indigestión ese “¡que se
jodan!” que alguien pronunció?), al conjunto de TODOS los que se dedican a eso que llamamos Cultura (la anunciada subida del I.V.A. es una auténtica puñalada trapera mortal). Sí, hoy TODA la clase media se encuentra amenazada.
Y sin duda, los extremos afilan sus uñas y se les hace la boca agua mientras
las falsas primas (de riesgo) suben y suben sin parientes a quien rendirles
cuentas.
A esto quería
referirme. Que no nos tiemble el pulso. Prometo seguir en el medio mientras el cuerpo me aguante.
[1] No es
casual que en los procesos electorales los partidos atenúen sus discursos,
renieguen de los extremismos, y tiendan cálidamente
las manos a todos los ciudadanos. Por el contrario, las urnas (estatales)
penalizan, casi sin piedad, los discursos más desmedidos. Citar el ejemplo del
Partido Nacionalista Vasco es sólo eso: un ejemplo. Cuando coquetean con las
aspiraciones independentistas el electorado le da la espalda, sale corriendo y
cambia, en el último instante, el color de su papeleta.