Por eso, resulta tan necesaria esta piña de la que ahora hablo, y que no brota de la tierra sino que entre todos nosotros debemos cultivar y que, a modo de devolución de favores, ella no sólo nos dará a cambio de comer, sino que además nos suministrará techo, coraje y consuelo cuando los necesitemos, durante estas puñeteras épocas de vacas flacas por las que, demasiado a menudo (¡ay!), a todos nos toca pasar.
Y cuando pienso un poco en todo esto, no dudo ni por
un instante en que esta piña, esta gratificante sensación de formar parte de un
colectivo que me acoge, que consigue que me sienta indestructible, vaya, que
puedo con todo aquello que este mundo vaya a echarme encima, no la he sentido
nunca igual a cuando la experimentaba durante aquellos años en los que el Colegio, en el que estudiaba (poco) acudía en pleno a la Basílica de Begoña a dar gracias a la Amatxu, y los 2500 alumnos
que éramos (alumno arriba, alumno abajo) nos distribuíamos en los bancos de menor a mayor edad, de menor a mayor
curso.
Curiosamente yo, en mis recuerdos, siempre me
imagino sentado en los bancos delanteros. O sea, siempre me imagino “pequeño”
pero gracias a ello escuchaba, cuando tocaba, las voces de los otros, de los más
mayores que se colocaban detrás, llegando hasta mis oídos mágicas, amplificadas
por el eco del lugar, rotundas, poderosas, llenando y vistiendo hasta el último
rincón de la majestuosa Basílica, mientras mis ojos, atrapados por la emoción,
no se apartaban del frente, del altar embellecido como nunca, donde varios
sacerdotes (en esos días especiales siempre había más de uno) oficiaban la Misa
y el pelo, lo que no me suele ocurrir por cualquier menudencia, se me ponía de
punta. Y con un nudo en la garganta podía creerme, entonces, el rey del mundo; y
yo, uno de los más pequeñarras del Colegio, ocupando súper formal su sitio en uno
de aquellos bancos delanteros, como si en mi vida hubiera roto un plato (¡si
aún no había tenido tiempo!) podía, incluso, hacer frente al mismísimo Mike
Tyson y ponerle a correr por patas ante mi gesto firme y convencido.
Y es que la “piña” tiene estas cosas. Aunque
irónicamente, en los presentes días que corren que se las pelan, no dejamos de negarnos
a formar parte de una de ellas. Como si nos avergonzara. Como si fuese de
cobardes. Y nos gusta, entonces, salirnos y desembarazarnos de la “piña”, e ir siempre
a nuestro aire, a nuestra bola, siempre por nuestra cuenta (y riesgo) a todas
partes; y si te he visto no me acuerdo, y a los demás que les den sopa caliente.
Pero así nos van las cosas de bonitas, escribía antes, creyéndonos los amos del cotarro, sin acogernos a nadie, más solos que la una menos veinte. Aunque, en realidad ridículos “amos del cotarro”, egoístas, insolidarios, pensándonos siempre los más guapos y listos, y valga la redundancia, de la clase y sin que nadie nos haya preguntado nada, sin que a nadie le importe un rábano nuestra belleza y nuestra sabiduría, porque por algo esas virtudes (sic) son sólo nuestras, y sólo a nosotros nos incumben.
Y así seguimos. Y así nos va. Solitos. Y cuando
surge algún problema, pero de esos gordos, de esos de verdad, ¡ay!, ¡qué bajón!,
¿no hay nadie con quien pueda hablar?, ¿no hay nadie que pueda echarme un
capote?, ¿a mí, al más guapo y listo de la clase? Claro, seguimos sin
enterarnos de casi nada. Porque sólo siendo
parte (y arte) de la piña, sólo acogidos al resto de semejantes podremos sentir
ese alivio tan necesario para esos momentos jodidos, sólo siendo piña podremos
respirar juntos y… tranquilos.
Por eso yo, cuando las cosas me vienen mal dadas,
reseteo y vuelvo a Begoña a sentarme en uno de sus bancos delanteros. Y vuelvo
a fijar los ojos en la Amatxu y es, entonces, cuando hasta mis pequeños oídos
llega desde atrás aquel vozarrón de los más mayores, cantando aquello de,
Virgen
de Begoña,
Madre
de mi Dios,
desciende
tu manto
y
cobíjanos.
¡Oh,
Virgen de Begoña,
oh
Reina de Bizkaia,
alzad,
alzad los brazos
que
suben hasta Tus plantas!
Míranos con amor…(1)
… y yo, entonces, carne de gallina. Pero nunca solo. Siempre acompañado. Siempre formando parte de una piña. Sí, de la más dulce, de la invulnerable.