A mí, sin ir más
lejos, me dejó ojiplático. Y eso que sabía de antemano lo que podía vernirme encima, a lo que podía enfrentarme. Pero ni por esas. Me temo que Ulises siempre te cogerá desprevenido en cada
una de sus páginas. ¡Casi hasta 1000! en la edición que publicó Debolsillo, y que fue la que yo tuve
entre las manos. Es tanta su ambición que cada párrafo me desarbolaba. Me cosía en el ánimo una
expresión semejante al clásico “encogimiento de hombros”, a la pregunta de, y
ahora qué. Como creo que se preguntaba un desorientado Elvin Jones, el baterista del segundo
cuarteto de John Coltrane, tras la muerte del genial saxofonista.
Porque me parece que Ulises cierra las puertas con el más sonoro estruendo a todos aquellos que siempre hemos pretendido escribir e imaginar algo nuevo, algo que nadie haya imaginado nunca-jamás. por eso Ulises es también, junto a esa portentosa ambición, la mayor cura de humildad. Curioso, ¿verdad?
Pero así parece gastárselas James Joyce a través de las peripecias que vive su protagonista, Leopold Bloom, y que él relata, durante la jornada del 16 de julio de 1904 con sus distintos encuentros y desencuentros, con sus amigos y con sus no tan amigos, con sus idas y venidas a través de los rincones de un Dublín de principios de siglo, pero ya inmortal para siempre.
Se divide la novela en apenas 3 partes y 18 capítulos, pero qué capítulos: cada uno de ellos redactado siguiendo un particular e intransferible estilo literario, a modo de compendio de las diferentes formas literarias que suelen comprenderse en los manuales de Literatura: monólogo interior, un magnífico interrogatorio al protagonista en 3ª persona (en el 17, para mí el mejor capítulo de todos, y por lo visto también para el propio Joyce), otro episodio redactado al modo de una peculiar crónica periodística, etc. Sí, para qué continuar con la lista. Me cuesta hasta identificar, por hacerlas comprensibles, las innumerables maneras que usa Joyce para componer su novela; novela a la que él se refería como “su novela-monstruo”, sin duda por las tan dispares piezas en las que se encuentra articulada, vertebrada. Y claro, él sabía lo que decía. Aunque seguramente, en 1924 (año de publicación de la novela) no fuera consciente de hasta qué extremos su “monstruo” podía llegar.
Porque sus influencias no se iban a detener únicamente en la literatura (La conjura de los necios, la famosa y no tan original como su editorial trataba de vendérnosla- hasta el nombre de su protagonista, Ignatius, tiene su particular referencia en el Ulises joyceano, o la magnífica Los seres queridos, de Waugh y que, años más tarde, Tony Richardson convirtiera en una no tan magnífica película) sino que, incluso, otras artes han bebido, hasta hartarse, de ella. Y cómo han empinado el codo. Yo, y por citar sólo un par de ejemplos, no me imagino el 8 ½ de Fellini sin Ulises. O el grueso de la producción que la crítica encuadraría en las diferentes y nuevas corrientes con las que el cine se nutriría desde la década de los 60´del siglo pasado; sobre todo, el Free Cinema inglés (A Hard Day´s Night, de Richard Lester) o la Nouvelle Vague francesa (Cleo de 5 a 7, de Agnes Varda).
Y con todo esto, aún me quedaría corto. Porque si la ambición, y más allá de sus posibles virtudes y/o defectos, que destila las páginas del Ulises no encuentra otra referencia que su aspiración a aparecérsenos como una obra total (como lo serían las pinturas que Miguel Ángel pintara para la Capilla Sixtina o El paraiso perdido, de Milton o El Casanova de Fellini que el director de Rimini dirigió y al que añadió, ni corto ni perezoso, su propio apellido) sus influjos, de igual manera, no quedan tampoco encorsetados en una obra en-concreto. Van mucho más allá de cierta película, cierta pintura, pieza teatral o aquello que pudiera ocurrírsenos en singular, para pasar a moldear y a crear sí, ¿por qué no?, el propio imaginario por el que la cultura inglesa, en todas sus manifestaciones, va a sernos reconocible desde el primer vistazo: Mister Bean, La naranja mecánica, la dignidad, la excentricidad, los exabruptos, el más estirado gentleman junto a la vulgaridad más extrema, ¿o acaso la propia monarquía inglesa, el buque insignia de dicha nación, no estrecha las manos con sus rígidos ademanes a las más más pueriles y escatológicas maneras de escandalizar, unidos el sir con el not sir (y que ahora nos perdone otro inglés, éste Hamlet), no cabalgan, casi un siglo después, sujetos y bien agarraditos a la cola uliseana?
Lo que me recordaría, y ahí es nada, al caso Whitman, y sus Hojas de hierba. Porque si, tal y como he defendido en alguna otra ocasión, creo (firmemente) que el poeta americano crea, con sus rimas y con un acierto de todo punto alucinante, el propio ser-y-sentir que identifica al pueblo americano, Joyce con Ulises intenta y consigue, a mi entender, una operación de idéntico e hiperbólico calado.
Y más allá de esos errores y/o virtudes a los que hemos aludido pero que, como apunta José Mª
Valverde, traductor y prologuista del
libro en la edición mencionada, cada
libro como cada persona tiene “los defectos de sus virtudes” Joyce habría salido más que airoso del intento. No en vano podría asegurarse que en las "irlandesas" páginas de Ulises encontramos esa piel inglesa que se extiende hasta nuestros días y de cuya alma me temo que le va a costar deshacerse… a larguísimo
plazo, si es que alguna vez consigue soltarse la cremallera; tan inmortal su
alma como la del mismísimo Ulises que nos dejara Homero.
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