El otro día vi y disfruté con Las margaritas (1966), de Vera Chitilova. Comparado con el adocenado e inofensivo cine con el que “disfrutamos” hoy en día esta película checa me parece diferente, valiente y a por todas. No me extraña, según me contaron, que su directora estuviera castigada sin ponerse detrás de una cámara durante un par de lustros o que la Unión Soviética invadiera Checoslovaquia dos años más tarde.
Cierto que las cosas no pintaban bien para los soviets. Tras la muerte de Stalin, el grito de asfixia de Hungría, y los JJOO de Melbourne (1956) donde rusos y húngaros se pegaron en la piscina durante el más sangriento partido de waterpolo que se haya celebrado nunca. Intentar para ello ver el impresionante docu Freedom´s Fury. No tiene desperdicio. O el cine sin concesiones de Jancsó. Muy cerquita estuvo la Escuela de Cine de Lodz y Polanski, y sus locos y primerizos cortometrajes, y El cuchillo sobre el agua, y lo que vino después o el impresionante influjo que ejerció, y que aún hoy en día ejerce, el fantástico cine de animación de Zbyniewski o del más clásico, pero no menor, Jiri Trinka.
¡Sí, el Este de Europa era un hervidero de talentos
y de ganas de levantar el dedo y decir, ¡aquí estamos nosotros después de tanto
tiempo de ostracismo! Y posiblemente
algunos pensaron que, tras la muerte de Stalin, aquello se había salido de
madre. Luego no debería extrañarnos que
las tanquetas rusas salieran a dar, cada cierto tiempo, una vueltilla para intentar
re-colocar las cosas en su sitio; es decir, sobre los mullidos bigotes del
añorado (sic) Stalin. Ya dejamos anotado que Checoslovaquia
no se libró de esos poblados y peligrosos bigotes.
Pero es que con Las margaritas hasta el cine clásico saltaba en pedazos. Viéndola soñaba con cierto aroma al cine de Kubrick (cfr,- el lujoso comedor que las dos rebeldes hermanas destrozan), al aire fresco de las gamberradas de Richard Lester con los Beatles, ¡a Pippy Calzarlargas!, con la que, incluso, alguna de las protagonistas guardaba un indudable parecido, como me sugirió un atento espectador. Sí, todo aquello de planteamiento-nudo-desenlace, a la basura. Y a cerrar la bolsa.
Sólo que no todo puede ser. Porque dentro de la narrativa clásica se incluye la duración de la película. El esquema planteamiento-nudo-desenlace marca unos tiempos. Y los espectadores, advertidos, sabemos por donde andamos. Si por el principio, si por la mitad, o si la película está terminando porque esto que estamos viendo me huele que forma parte del desenlace.
Pero si la narrativa clásica descansa en el fondo
del retrete, ¿adónde podemos los espectadores sujetarnos? ¿Cuál es el
planteamiento?, ¿cuál es el nudo?, ¿cuál es el desenlace?; en definitiva,
¿cuándo termina esto? Porque Las
margaritas, por ejemplo, apenas
dura 75 minutos, pero ¿por qué no dura dos horas o tres o quince minutos?
Posiblemente con el cine, y con el arte no narrativo, haya que dejarse llevar,
apagar los móviles más que nunca y olvidarnos del reloj. Como si estuviéramos
de vacaciones. Porque, quizás, sea éste en el fondo el objetivo del arte no
narrativo. Romper con las obligaciones, con las reglas, hacerlas desaparecer,
para así poder movernos a nuestras anchas, para así poder visionar Las
margaritas y si estamos cansados o con “mono”, salir del cine y
echarnos un cigarrito, y volver a entrar (si es que entramos) cuando nos
apetezca. Nada demasiado trascendental nos habremos perdido entre calada y
calada.
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