Siempre me ha flipado el tema Love Theme from Apache que interpreta el gran saxofonista Coleman
Hawkins en su mítico e imprescindible Today
and Now, de 1961. El escalofriante fraseo del que hace gala (¡escuchar su
entrada!), la respiración del instrumento, me han dejado, desde mi tierna
adolescencia, literalmente obnubilado, con la carne de gallina. Y creo que
hasta que “estire la pata” lo seguirá haciendo.
Pero el caso es que, a la vez que me pasaba todo
esto, me intrigaba el título de la canción y apenas si podía creerme, como el
título indica por otra parte, que el tema fuera una versión del Tema de amor (Love Theme) de la bonita y honrada Apache, que Robert Aldrich dirigiera en
1954.
No me entraba en la cabeza la relación que pudiera
tener el gran Hawkins con el bueno de Aldrich o con el no tan bueno de David
Raksin, compositor de la banda sonora. Además habrían trascurrido casi 7 años
desde el estreno de la película hasta la edición del disco. Pero lo pensaba sin caer en que yo mismo he alucinado muchas veces con la amplísima cultura que
los artistas norteamericanos demuestran tener, despliegan y plasman en sus
obras. Sí, a ellos TODO les vale. Y eso me encanta.
Sí, porque posiblemente Coleman Hawkins se metiera una lluviosa tarde en un viejo cine de barrio donde se proyectaría en doble sesión la película de Aldrich y oyera la música de Raksin. Y no habría dejado de sentirse conmovido por su Love Theme, al que por otra parte yo me
atrevería a rastrear influencias hasta el precioso Tema de Varinia, del Espartaco,
de Kubrick, casualmente éste sí, del año 1960, ¡sólo un año antes de la
publicación del Today and Now!
Pero vaya, cosas así se me pasan por la mollera mientras escucho maravillas como éstas, y que me gustaría compartir con vosotros.
En un sentido u otro, esta nueva página recogerá microcríticas de grandes películas; unas grandes por su calidad, otras por sus inequívocas ambiciones, otras por haberme resultado grandes fiascos pero, sobre todo, por las expectativas que despertaron sus estrenos o por las ingentes cantidades y esfuerzos invertidos en su promoción. Vosotros iréis viendo sobre la marcha. De momento la lista de afortunadas y/o agraviadas la forman, y en este orden:Las noches de Cabiria, Frances, El mundo sigue, Más allá de la duda, La naranja mecánica, Tiburón, Angel Face, Mi tío Jacinto, Blade Runner (montaje del director), Pink Floyd: The Wall, The Farewell, Max y los chatarreros, Las niñas, Subida al Cielo, Joker, Mujercitas (2020), Bugsy, El jugador (1974), Aguirre, la cólera de Dios, ¡Ave, César!, Spider-Man 2, Tiempo de amar, tiempo de morir, Burning, Retrato de una mujer en llamas, Vértigo, Carta de una desconocida, Dolor y gloria, Elisa y Marcela, Ad Astra, Dublineses, Diecisiete, Érase una vez... en Hollywood, Annie Hall, Los paraguas de Cherburgo, Nuestro tiempo, Novecento,Madre!, Green Book,Roma, Disobedence, La favorita, El reino, Dogman, El hilo invisible,Le Mepris, La semilla del diablo, West Side Story, La forma del agua, El capitán,Tres anuncios en las afueras, Siete psicópatas, Call Me by Your Name, Una mujer fantástica, Perfectos desconocidos, Blade Runner 2049, La assassin (La asesina), Fences, Silencio, Amarcord, El lobo de Wall Street.
Muchas veces me han preguntado qué es para ti, que estás continuamente despotricando de casi todo, una "película 10". Y la respuesta no es fácil porque, desgraciadamente, no hay muchas, aunque por eso mismo son fáciles de reconocer entre tanta morralla como nuestras retinas tienen que padecer. Y Las noches de Cabiria, la película que Federico Fellini dirigió en 1957 es, sin duda, una de ellas. Un 10 sobre 10.
¿Y los motivos o mis motivos? Se me caen de las manos. Cada vez que vuelvo a verla tengo más y más. Cabiria es interminable. Volví a verla ayer y me asombró, en esta ocasión, la generosidad de la que hace gala Fellini, en contra de tantos directores de los que sólo-cuentan-ellos, listillos, engreídos y endiosados tal y como cuenta el deprimente panorama actual del 7º Arte. A ver si aprendemos a ver. Porque en Cabiria Fellini, generoso como nunca lo ha sido, carga, cede y regala su película a mayor gloria de una superlativa Giuletta Massina y del siempre imprescindible Nino Rota.
¿Pero cómo consigue el director de Rimini semejante proeza? Ante todo haciendo de Cabiria el personaje principal sobre el que pivota la película más allá, incluso, del argumento. Porque en Cabiria el argumento brilla por su ausencia. En Cabiria apenas si asistimos a una serie de, más o menos, largas secuencias que funcionan casi como bloques independientes. Siempre con Cabiria como protagonista. (Será, a partir de este momento, esta construcción-en-bloques una de las principales señas de identidad del cine felliniano).
Además, y en tanto que Cabiria ama y vive con la música, Nino Rota se expresa, ¡y cómo!, a través de ella y en uno de los finales más emocionantes que he tenido oportunidad de ver sobre una pantalla de cine Fellini, con la mencionada generosidad a flor de piel, entrega sus últimos fotogramas a mayor gloria de Massina y de Rota, su mujer y actriz, y su amigo y músico. Y, sobre todo, a mayor gloria de la pura Vida que se expresa a través de ellos, porque será el último acorde rotiano sobre el que termina saliendo a relucir, a pesar de todo, la sonrisa de Cabiria, el colofón que antecede al Fine de esta inolvidable película; sí, una de las de 10 sobre 10. Al menos para mí.
A Frances, la película que dirigió Graeme Clifford en 1982, con matizada fotografía del gran László Kovács y esforzadísima (¡hay secuencias en las que luce 16 añitos y sale bien librada!) interpretación de Jessica Lang, tenía ganas de hincarle el diente desde que en un viejo número de la mítica revista Dirigido por... el por entonces incipiente crítico, y para mí toda una referencia, Lluís Aller la calificaba en sus páginas con un 4 sobre 5 mientras que para el resto de los que por entonces escribían en la revista apenas si merecía algo más que un discreto "por-aquí-pasó-mi-abuela". O dicho de otra manera, que tenía ganas de ver por fin Frances. Y la vi. y volviendo al coñazo adagio de "cualquier tiempo pasado fue mejor" me acordé, según la visionaba, de aquel pestiño que se llamó por estos lares El intercambio y que ya un ñoñito y muy despistado Clint Eastwood realizara para mayor gloria de Anjelina Jolie.
En Frances también hay psiquiatras e injustos internamientos mentales. Pero el edulcorado e inverosímil happy end que lamentamos ver en la película de Eastwood, es en el caso de Frances su mejor secuencia, un trozo de celuloide que a mí, por lo menos, me puso los pelos de punta cuando ya nada me esperaba pasadas las dos horas de proyección. En ella Frances abandona la clínica donde le han practicado para domesticar su rebelde carácter una lobotomía y su eterno confidente, amigo y amante Harry York, un solvente Sam Shepard, le espera confiando en que podrá aprovechar esta ultima ocasión para formalizar su relación. Aunque entonces descubre, y el terror llena su mirada, que Frances parece Frances aunque realmente no es Frances. Porque ha cambiado. Es pero ya no es la misma. Jessica Lange borda (¡y cómo!) estos momentos y nos hace creer (o al menos me lo hace creer a mí) algo realmente difícil que no es sino aquello que siendo exteriormente la misma persona, interiormente (¡esas manos lánguidas y tristes, sí, tristes!) ya no es la misma. Harry lo intuye y ambos se separan bajo los sones de la bonita música de John Barry. Quizás Frances no llegue a entenderlo, pero Harry sabe que la separación será para siempre. Sí, la película puede terminar y yo entender cómo sólo por esta secuencia Lluís Aller calificara la película de Clifford con un 4 sobre 5.
NB,- Luego, el Oscar lo ganó Meryl Streep por La mujer del teniente francés y Jessica Lang lo hizo por Tootsie... ¡a la mejor actriz secundaria! Cosas de Hollywood: fábrica de sueños y disparates.
Que El mundo sigue (1963), de Fernando Fernán Gómez es una de las películas más alucinantes del Cine Español es algo sobre lo que a ningún buen aficionado debería caberle ninguna duda. Aunque, en este caso, yo no hablaría de "alucinante" en el sentido de "excelencia" sino en el puro orden de las cosas alucinantes. Y más aún en aquella patética y triste España de comienzos de los 60´. Pero, hete aquí, que me ha parecido descubrir que ese sentido entronca con la mala leche y el proverbial mal humor que se han convertido en emblema del carismático actor y director que, a lo visto, ya vendría de muy atrás y no sólo de los recientes tiempos de El abuelo popularizados por las gracietas de Cruz y Raya.
En El Mundo sigue no hay ningún personaje que se aproxime a eso que pudiéramos llamar simpatía. Ni siquiera el personaje de la madre que consiente y ¡admira! la vida de su hija Luisa que, según ella (sic) no se lo monta nada mal, siempre enredada con hombres acaudalados a los que saca todo el dinero que puede y con uno de los cuales pretende contraer matrimonio algún día. Lo contrario de lo que le sucede con su otra hija, la sufrida Elo, con 4 hijos a los que atender sola ya que a su marido Faustino sólo el fútbol le interesa y las quinielas. Un desgarramantas de mucho cuidado. Pero la madre se desvive porque Luisa vuelva a casa, haga las paces con su padre y con su hermana, sin imaginar que será, precisamente, esas buenas intenciones, de las que el infierno está empedrado, la que provocará la tragedia y el final de la película.
Dicho lo cual que nadie piense que comparto la que parece ser una extendida y unánime admiración hacia el trabajo de Fernando Fernán Gómez. Porque pienso que es, precisamente, esa proverbial mala uva la que desbarata los muy loables intereses de la película. A mí, por ejemplo, las continuas peleas y grescas entre las dos hermanas terminan aburriéndome. Además si tan mal se llevan, ¿por qué no tratan de evitarse e ir cada una de ellas a casa de sus padres en diferentes horarios? Al final cuando Elo, harta de las visitas de su hermana, se arroja histérica por la ventana y cae a plomo sobre el capó del flamante vehículo que conduce Luisa, ésta al ver su cadáver rompe a llorar desconsolada porque, en el fondo y detrás de sus enfados, Luisa la quería más que nadie (et sic). Y tendríamos, además, al hermano ex-seminarista que se pasa toda la película Biblia en mano recitando diferentes pasajes de la misma como un auténtico alucinado. La crítica a la religión se queda, de esta forma, reducida a una astracanada. O al mismo padre que pega con saña, y por lo visto con bastante frecuencia a Elo sin que a nadie parezca (ni tan siquiera a la propia Elo) importarle demasiado. Y por fin en el desenlace, Faustino entra a robar la caja de un bar que frecuenta con el ánimo de continuar jugando a las Quinielas, es detenido y acaba en la cárcel partiendo las páginas un periódico hasta reducirlas al tamaño de billetes de banco. También se ha vuelto loco y su mirada no puede dejar de recordarnos al ¡Norman Bates de Psicosis! que Hitchcock rodó un par de años antes. (Sí, el mal-encarado y pretencioso no suele tener límites ni pudor).
Sí, posiblemente sea algo de esto lo que no me permite disfrutar de la película. La poca humildad que exhibe Fernán Gómez, su falta de modestia, sus intenciones a toda costa de hacer algo "terrible", sin pelos en la lengua, porque-yo-lo-valgo-y-me-da-la-gana-y-tengo-un-humor-de-perros, pero sin atender en ese arrebato tan suyo a la verosimilitud y coherencia de la película, Las voces en off
campan indiscriminadamente a sus anchas, algunas secuencias parecen metidas con calzador y extraídas de esta o de aquella película que al mala-leche-de-Fernando le gustaban, y vete tú a saber porqué. hay movimientos en zoom tan feos como pegar a la abuela (ya que estamos con los abuelos). Sin duda, la (engreída, ¿se la puede llamar así?) película trata de epatar a toda costa y, para mí, apenas si logra "empatar" aunque reconozcamos que de la mala uva que después destilaría el abuelo ya tendríamos en este El mundo sigue dosis para dar y regalar. Para mi gusto, demasiadas dosis para tragar y creérmelas como si sólo tuviera cabeza para llevar pelo. Si Berlanga tituló a su película Todos a la cárcel, Fernán Gómez podría haber llamado a la suya Todos enfadados; en perfecta consonancia con su agrio y reconocido carácter.
Hacía tiempo que no veía Más allá de la duda, la película que Fritz Lang rodó en 1958 y con la que se despidió de Hollywood, adonde había llegado huyendo de la Alemania nazi a principios de loa años 30. Sin embargo resulta obvio visionando la película, que la decepción que el mundo occidental en general, y los Estados Unidos en particular, habían provocado en Fritz Lang hacía imposible que su estancia en el país del dólar se prolongara por mucho más tiempo. Así que Lang fue durante el resto de sus días (moriría en 1976) un verdadero apátrida que apenas si rodaría tres películas más (el maravilloso díptico de Esnapur, El tigre de Esnapur y La tumba india, y el the end definitivo con su carpetazo a la serie de Mabuse con la extraordinaria Los crímenes del doctor Mabuse en 1963) durante esos 18 años, acumulando en su lugar un sinfín de proyectos abortados por diferentes y tristes circunstancias.
Pero en Más allá de la dudaLang ya nos está alertando sobre lo que (le) está ocurriendo y sobre lo que se nos va a venir encima. ¿O alguien ha visto alguna vez una película made in Hollywood más fría que la duda langiana?, ¿personajes más desagradables y antipáticos?, ¿y no nos parece el peligroso juego, que se traen Dana Andrews y su suegro entre manos, un cometido digno de dos mentes simplemente estropeadas?, ¿o es que alguno de los dos piensa en Joan Fontaine, prometida del uno e hija del otro respectivamente? Claro, el cariño y las emociones han sido completamente desterradas de Más allá de la duda. La película es seca, sin concesiones: un puntapié en las pelotas.
Y por momentos pienso en Dreyer, en el Bresson de Pickpocket, o sin salirme de Hollywood, en el implacable Hitchcock de Topaz (no en vano, ¿cuántas veces, a lo largo de sus dilatadas carreras, el cineasta alemán y el orondo y genial inglés se han estrechado las manos?). Aunque Hitchcock en su cine siempre guardaría un lugar para la emoción y la belleza. La misma Topaz es, sin duda, un testimonio imperecedero de ello. Pero Lang no. Lang no salva nada. Para él no hay medias tintas. Cuando decide interpretarse a sí mismo en Le mepris, de Godard, en 1963, y le vemos salir de la sala de proyección, su aspecto y solitario caminar no admiten dudas. La Tierra se le ha quedado pequeña. Sólo le queda esperar a que su único ojo con vista decida cerrarse un día de verano.
Sobre La naranja mecánica la película que Stanley Kubrick dirigió en 1971 se han dicho muchas cosas, así que yo voy a decir, o mejor, a escribir una más. Sobre su banda sonora, en concreto, porque sabido es que a Kubrick no le gustaba trabajar sobre música original. Solía comentar más o menos: si la música que requiero para mis películas ya está compuesta, ¿para qué voy a encargar a alguien que me componga algo nuevo? Visto así no parece que le falte razón.
Pero es que además, y siguiendo por esos derroteros, a mí se me ocurre esa cosa sobre la que decía que voy a escribir. Porque La naranja mecánica adapta la música que el compositor británico Henry Purcell realizó por encargo de la Casa Real para los funerales de la reina Mary en 1695; en concreto, la Marcha inicial y que, posteriormente, sería utilizada por el compositor en su propio funeral.
Y a mí me gustaría pensar que Kubrick no lo hizo por simple capricho, o no sólo porque "me gusta mucho esa música", sino porque de la misma manera que Purcell se despedía con ella de la Reina, de su Majestad, Kubrick lo estaría haciendo con el Individuo. ¡Toma ya! ¿Pero no trata La naranja mecánica de la desaparición, del borrón-y-cuenta-nueva con el que la sociedad actual castiga a las individuos que no se pliegan a sus deseos, por muy terribles e indeseables que estas sean? (Las intuiciones de Foucoult no nos pillan a desmano).
La Reina ha muerto. Su integridad y solidez se han disuelto y Purcell compone la música para su funeral Alex, el Individuo o el Protagonista, como llama Ed Harris a Truman en la película de PeterWeir, también se está disolviendo. Muere... Y Kubrick nos lo apunta recordándonos la composición que Henry Purcell dedicó a la Queen Mary. Usar su música no es una simple cuestión de pereza, de vaguete o de no querer perder el tiempo y el dinero en hacer algo nuevo. No. Se trata de un serio aviso para navegantes. Para el que quiera tomar nota, ahí está. Basta con quitarnos el cerumen de las orejas y... de la cabeza.
Ayer volví a ver Tiburón, la archifamosa
película que Spielberg rodó en 1975. Hacía como mil años que no me encontraba
en la pantalla o en la tele con el terrorífico escualo blanco de casi 10 metros
de longitud. Y como ocurre en estos casos en los que el tiempo interviene y
anda enredando, se me ocurrieron durante el visionado ciertas cosas que, tened
por seguro, que con más pelo sobre la cabeza, jamás habría pensado.
Y pensé, sin ir más lejos, que Tiburón es,
principalmente, un enfrentamiento a muerte entre el animal y Quinn, ese cazador
que ha entregado su vida a la búsqueda y matanza de tiburones desde aquella infausta noche en que su barco, después de depositar la Bomba Atómica en suelo
japonés, cuando regresaba a su base fue hundido por un submarino y sus
tripulantes sobrevivientes quedaron chapoteando sobre la superficie del mar a
merced de los tiburones que fueron apareciendo y dándose un fabuloso festín con sus huesos. Cuando los tripulantes del Indianapolis, que así se llamaba el barco, fueron rescatados horas
después de sus más de 1000 marineros apenas si quedaban con vida 300.
Quinn era uno de ellos y, desde entonces, posiblemente juraría venganza eterna
contra todos los tiburones. Una especie de misión que le hace compartir los rasgos
del capitán Ahab de Moby-Dick, la
maravillosa e inmortal novela de Melville.
Y pensé también en que en Tiburón, el escualo, bien
podría ser el monstruoso asesino que representa los últimos estertores de aquel terrible III Reich. Pero el Indianopolis, con su bomba ha conseguido derrotar a Japón y, por extensión, a la Alemania hitleriana,
aunque no de manera definitiva, como podría esperarse en un primer momento. Aún quedan especímenes, tanto humanos como
animales, que continúan y continuarán presentando batalla y negándose a dar su
brazo a torcer. El tiburón, que Spielberg imagina y diseña desde su atormentada
mente judía, me parece sin duda uno de esos especímenes. Incansable atraviesa los mares y provoca la muerte allá donde menos se le
espera, como en esa apacible población costera y veraniega en la que el
director sitúa su película. Y Quinn siempre detrás. Por el Indianápolis, y…
¿por la democracia?
O fijémonos, sino,, en cómo estos dos antagonistas
irreconciliables, Quinn y el tiburón, después de 30 años, vuelven a encontrarse y el animal acaba con su implacable cazador pero no sin quedar mortalmente tocado, él
también, por la muerte. Con esa bombona de oxígeno que se le ha enganchado
entre los dientes como la puñetera piel de una nuez que uno no pudiera quitarse con la lengua. Porque ya sólo hará falta que el sheriff Brody, cuando el
tiburón, en un último ataque, sin duda,
suicida embista contra el maltrecho barco de Quinn, le dispare en la
boca y haga explosionar la bombona y con ella al mal bicho y a la
ideología en la que le he subsumido en estas líneas y ambos salten, literalmente, por los aires.
Claro que Tiburón
es una película, y las mentes obtusas y enrevesadas, cuando no malignas y
sanguinarias, continuarán existiendo aunque lleven las cruces gamadas cosidas
con otros trazos o escondidas bajo el forro de un inocente e impecable traje. Pero quizás alguien les reconozca y pueda avisarnos gritando, por ejemplo, ¡¡Lukashenko en la laguna!! Hagámosle caso. Es un gran escualo. Un auténtico devorador de hombres. Escucha la música que siempre le acompaña...
Decir que Angel
Face (Cara de ángel, en español), la peli que Otto Preminger rodó en 1953 es una obra maestra, y no sólo del cine negro hollywoodense, es tan cierto y
original como aquello de llamar a la mano cerrada puño. Y nada que ver con esa birria deFunny Face (Una cara con ángel), que dirigió Stanley Donen junto al cargante Fred Astaire y, la encantadora pero poco afortunada, dado semejante compañero de fatigas, Audrey Hepburn. Además su casi discreta
aparición entre la archiconocida filmografía de Preminger (Laura, El hombre del brazo de oro, Carmen Jones, Anatomía de una
asesinato, Tempestad sobre Washington, etc.) la hace, sin duda, doblemente
recomendable. Siempre hay que estar a favor de una minoría, nos apuntaba Nanni
Moretti en su Caro diario y en esta
ocasión yo no puedo estar más de acuerdo. Angel Face es una película seca y
lacónica como un guantazo en plena mejilla. No en vano el personaje que compone
Robert Mitchum no se anda por las ramas, y qué añadir sobre el que interpreta soberbiamente
Jean Simmons. Quizás a bote pronto no la recuerde mejor en ningún otro papel.
Sí, porque Diane Tremayne
tiene 20 años, una cara bonita (¡de ángel, vaya!) y más peligro que un tigre
suelto en un parque de atracciones sin haberf comido todavía. Frank Jessup, Mitchum, se deja, ¡cómo no!,
atrapar entre sus cálidas sábanas aún a sabiendas que mató a su madrasta, a la
que odiaba, y a su padre (el siempre competente Herbert Marshall) a quien
veneraba enfermizamente pero con el que el azar le jugó una mala pasada.
Sinceramente pienso que el
momento (fue el gran José Mª Latorre quien me lo descubrió en un viejo número
del Dirigido por...) en que Diane
pasea durante la noche por las salas vacías de su mansión situada en la colina
de Los Angeles, después de confirmarse el fallecimiento de sus padres es, sin duda, uno
de esos instantes cumbres que el cine nos ha legado. Jean Simmons,
como ese tigre al que aludía líneas arriba, paseando su desconcierto (nadie acertaría a saber qué va a hacer en ese momento con su vida), su dolor,
su frustración, su rabia, sus uñas afiladas bajo esa inquietante apariencia
angelical que le caracteriza, no tiene precio o, por lo menos, yo no he hallado todavía el medio de pagarlo.
A todo lo que sirva para darme una pista de porqué somos y
estamos como estamos le daré un caluroso apretón de manos y más sincero
agradecimiento. Y Mi tío Jacinto (1956), de Ladislao Vajda es, sin duda, una parte de ese “todo”. Además
la película de Vajda, más allá de su estimable El cebo, y mucho más allá de su tiernita e inofensiva Marcelino pan y vino, es excelente por momentos, una de las mejores películas de la década y un magnífico retrato en
blanco y negro de la misérrima España de los años 50.
Las correrías y tribulaciones en las que se ven envueltos durante un día el ex-torero Jacinto (Antonio Vico) y su sobrino Pepote (Pablito Calvo) cuando aquel, y sin él saberlo, aparece en el cartel de una corrida que, en realidad, es una bufonada (tipo Bombero-Torero, para entendernos), son una crónica acertadísima de los tiempos que corren y de lo que nos va a costar remontar el vuelo desde ellos, porque despegamos desde muy, muy abajo.
Por eso nadie, viendo a este ejemplar Jacinto debería llevarse las manos a la cabeza cuando en las crónicas de los telediarios aparece lo aparece y nuestros políticos se empeñarse en liarse a tortas (de momento verbales) componiendo un panorama que a mí, por lo menos, me provoca, ya desde hace años, vergüenza ajena o... "vergüenza torera", ya que estamos hablando sobre un torero de cine, aunque éste, en su más honda y dolorosa miseria, despliegue a lo largo de toda la cinta una dignidad como pocas veces he visto retratada; una dignidad que, por momentos, sobrecoge cuando en la plaza, mientras torea, se desencadena un temporal que arruina la fiesta mientras los payasos que le acompañan en la farsa lucen, más que nunca, sus tristes sonrisas de cartón piedra (el gran Federico Fellini no queda aquí tan lejos).
Y así Mi tío Jacinto queda como una película sobre esa dignidad en su estado más puro (¿o no es excelente la escena en la que Pepote y Jacinto, éste clavando la punta de su paraguas como el taurino más diestro, van recogiendo colillas del suelo para después vender el tabaco que sacan de ellas?), y también sobre esa triste España de los 50, y sobre el porqué seguimos así 70 años después, además de ser el retrato de dos personajes que a muchos se nos quedará grabado en la memoria mucho más que 70 años; sí, hasta que mi memoria los pueda recordar, me imagino.
Ahora que parece que hemos decidido finiquitar con el estado de alarma se me ocurrió la pasada noche revisar Blade Runner (1982), en la versión que tenía a mi alcance, la del director´s cut o sea la de Ridley Scott´s cut; esta es, la versión sin la voz en off, la versión con el planito del unicornio; y la versión sin ese plano final (quizás demasiado feliz, de acuerdo) en el que Deckard y la replicante Rachel huyen y aquél nos anuncia, de repente, que Rachel es una replicante especial, sin fecha de defunción que conste en acta. Sí, quizás demasiado feliz, pero a mí me gusta ; de hecho, esa primera versión de los productores es la que más me gusta, más incluso que ésta del gran director. Me resulta menos fría, más empática y "cercana".
Pero si volví a ver Blade Runner a cuenta del final de la pandemia es porque, de hecho, la Tierra que la película retrata (Los Angeles, 1997, reza el rótulo inicial) me recuerda al panorama en el que podríamos estar abocados a vivir a nada que no nos andemos con un poco de cuidado. Fijaos, la vida en la Tierra se ha vuelto "invivible". Aquí sólo pueden continuar aquellos que no han podido huir a las colonias exteriores (bien por motivos económicos, se supone, o por padecer alguna enfermedad; cfr, el diseñador de los Nexus6 J.F. Sebastian y su envejecimiento prematuro, ¡qué paradoja!); esas colonias que continuamente son anunciadas en los neones desperdigados por los diferentes edificios y en las naves que sobrevuelan la ciudad convertida en un gigantesco guetto donde sólo pululan los deshauciados y las minorías. Es decir, la Tierra se ha vuelto un lugar donde el que vive, vive porque no tiene más remedio (¿un planeta atacado por pandemias periódicas, progresivamente más letales?), mientras los más pudientes, los que pueden se trasladan a esas colonias de los espacios exteriores donde la vida aún se puede respirar. En cualquiera de los últimos programas del 4º Milenio de Iker Jiménez no se habla, de hecho, de otra cosa: de la inminente (en 1/2 siglo, no más) colonización de los "espacios exteriores", dígase con las primeras poblaciones ubicadas en la cara oculta de la Luna, o en el mismísimo suelo marciano.
Pero que nadie se lleve a engaño. El futuro continúa en nuestras manos. Aunque a nada que lo "intentemos" con fuerza podríamos asistir a un enésimo Blade Runner cuyo cuyo rótulo inicial nos situara en Los Ángeles 2050, por ejemplo. Sí, es lo que tienen los clásicos: son inagotables, y a nada que estés atento siempre te cuentan algo que no sabías antes.
NB,- Por cierto, ¡qué macabro detalle!, que tanto el replicante León como el majestuoso Batty repitan antes de morir aquello de que es toda una experiencia vivir con miedo, ¿verdad?, como si, en realidad, hasta nuestros temores más profundos respondieran a chips injertados en nuestros cerebros y nada fuese real excepto la ciencia.
No iba a escribir nada sobre Pink Floyd: The Wall, la película que Alan Parker rodó en 1982 basándose en el mítico disco de la banda británica ya que la película no me parece ni fú ni fá, pero si al final me he decidido a dedicarle unas líneas es porque, por otro lado, creo que se lo merece. Y es que Pink Floyd: The Wall me lleva a una época donde las películas se tomaban en serio (del mismo año es, casualmente, el primer Blade Runner) tanto por parte de los que las perpetraban como por nosotros, los silentes y acomodados espectadores. Claro, la película no se anda por las ramas sobre el tema que trata: la alienación o la más pura destrucción a la que una educación mal orientada nos puede llevar. Y sobran las risas para contarnos eso.
Lo cual no deja, por otra parte, de ser riesgoso. Alto presupuesto, una impresionante banda sonora, un director en la cumbre del estrellato (El expreso de medianoche) y por ambición que no se nos quede nada en el tintero. Sí, esos tiempos en los que el cine era ambicioso, con independencia de que, después, los resultados estuvieran o no a la altura de esa ambición (Pink Floyd: The Wall no lo consigue pero, seguramente, hubiera sido demasiado pedir: la ambición volaba, en su caso, muy, muy alto).
Pero que nos baste con echar un vistacillo a las más recientes (y sin salirnos del género musical) Rocketman, Cats, Bohemian Rhapsody, Mamma Mia! o qué sé yo para que el sonrojo nos predisponga a formar parte de la más suculenta ensalada mixta. A modo de tomate, claro. En estas nada es serio, la sensación de pérdida de tiempo nos aprisiona (y no nos suelta) a los 3 minutos de visionado y cualquier rasgo de genio brilla por su ausencia; lo que nadie en sus cables podría reprochar a Pink Floyd: The Wall. Seguramente su "genio" le hace rozar los terrenos de la pretenciosidad y, porqué no decirlo, de la más pura evidencia. Pero antes que nada, la película de Parker nace y se cuenta con el muy loable propósito de sacudir al espectador en la butaca. Y esto, hoy en día, ya me parece motivo más que suficiente para escribir unas líneas sobre cualquier película. Y si, además, esta nos ofrece alguna maravilla (o Comfortably Numb) que siempre quedará más allá de lo humano y de lo divino, ¿dónde habría que firmar para repetir?
El
otro día vi The Farewell (2019), una peliculita dirigida por la cineasta
china Lulu Wang. Y si digo “peliculita” es porque la cinta no molesta, se ve
con agrado y sin especial entusiasmo, y es tan inofensiva como un recién nacido. Y yo, con mis pajotas mentales a cuestas, la valoré con un 1 sobre 10. Sí, con un
uno porque la peliculita tiene una cosa que a mí, que soy un auténtico
hipocondriaco, me llamó la atención. Y me hizo pensar en una máxima con la que,
a veces, creo estar muy de acuerdo.
El
caso es que The Farewell trata sobre una familia china, residentes desde
hace años en Nueva York, que decide volver a China porque la matriarca se
encuentra enferma de cáncer y con unas perspectivas no precisamente halagüeñas.
Pero aquí entra lo que me interesó de la cinta; la única cosa, pero con su
importancia. Porque la familia decide ocultar la enfermedad a la abuela y por
seguir, según lo que se cuenta, con una tradición muy arraigada en el país
asiático; esto es ocultar al paciente, siempre que se pueda claro, la gravedad
de la enfermedad que padece porque, parece demostrado, que cuando se es
conocedor de ella, mata antes el miedo a la muerte que la propia enfermedad.
Sí, y mucho me temo que yo soy uno de esos grandes “cagetas”.
Por eso The Farewellme interesó. E hizo que algunos interrogantes se
abrieran en mi cabeza.
Max y los chatarreros (1971) me parece una película demoledora. Detrás de su aparente e incluso, tal vez, inocua trama que la sumerge de lleno dentro de lo que se ha llamado el polar o el cine policiaco francés que tantas veces bebe, o me parece a mí estar viéndolo beber de la excelente prosa y de los personajes de George Simenon, se esconde un desgarrador y nihilista retrato sobre una forma de ver y entender la vida que me deja tan descolocado como esa imagen final de Max, el inspector al que presta su rostro un hierático Michel Piccoli caminando como un zombie por el interior de la comisaria, después de haber matado al colega que interpreta Francois Perier y ante la triste y perpleja mirada de Romy Schneider, la entrañable prostituta que aún no sabe la (mala) suerte que le espera después que sobre la pantalla vayan apareciendo los créditos finales.
Y es que Claude Sautet, el director, no deja títere con cabeza. De la película yo, por lo menos, no logro salvar ni a la inocencia de la que hacen gala los chatarreros, y a los que les coloca como perfectas víctimas de un engaño fatal, pillos alocados y de poca monta que se ven, así, enredados en el atraco a una sucursal bancaria que les queda, a todas luces (y sombras), demasiado grande y que, por si fuera poco, se trata además de una trampa que ha urdido el inteligente Piccoli, obsesionado con atrapar a los delincuentes con "las manos en la masa", como se dice vulgarmente.
Porque la película de Sautet es también eso: una furibunda crítica a la inteligencia, a aquello que nos permite a los humanos distinguirnos de los animales pero que, mal empleada (Piccoli), pueda derivar en las más funestas consecuencias. Y es ahí entonces cuando Sautet pisa el acelerador, que mueve la trama de la película, hasta el fondo y añade una tercera pata a su particular y negrísimo discurso. Porque ni tan siquiera el amor logrará salvarse del naufragio. Cuando Perier está decidido a encausar a Romy Schneider como parte del clan de los chatarreros, Max se niega a aceptarlo porque, a su pesar y secretamente, se ha enamorado de la prostituta. Y saca su revólver y dispara a sangre fría contra un atónito Perier que nada comprende.
Claro, seguramente Perier no sepa que el amor, como el Eros de los griegos, lo puede casi todo. No en vano es la pulsión de vida freudiana. Pero cuando se conjuga con Thánatos, con la muerte, deja ese "casi" a un lado y, entonces, resulta invencible.
Vuelvo a estar durante estos días visionando
películas españolas, estrenadas durante los últimos 12 meses, para realizar mi
particular elección de aquellas candidatas al Premio José María Forqué a la
Mejor Película Española del Año. Y tal y como tenía previsto, y más a cuenta del
maldito covid, la cosecha ha sido particularmente ruinosa. Pero como siempre
aconsejo, no tiremos la toalla o que, por lo menos, sea la toalla el último
trapo que tiremos, porque siempre hay algo que merece la pena. El desastre
absoluto no existe, Aunque muchos se empeñen en que sí, en que ya está aquí, a
nuestro lado, tocándonos las pelotas. Pero no. No quiero exagerados a mi lado.
Y si para muestra vale un botón, aquí os traigo Las niñas, la película
que Pilar Palomero ha realizado este año, su ópera prima, lo cual no deja de
sorprenderme todavía más y muy gratamente, porque la cinta tiene un pulso, una
medida, una madurez, una valentía (no hay música, por ejemplo, que aligere sus planos a los oídos del
espectador facilón; sólo música diegética, o sea, aquella que suena en el
interior de la película) como hacía tiempo que no tenía ocasión de ver (y menos
aún en una película española).
Así, Las niñas nos cuenta las peripecias
de una cría de 11 años, Celia (Andrea Fandós, una estupenda sorpresa, un rostro
y unos ojos para recordar), durante los primeros años 90, mientras cursa sus
estudios en un clásico y rígido colegio de monjas. La habilidad y el talento de
los que hace gala Pilar Palomero, más allá del ya soporífero #metoo, para hacernos sentir a nosotros,
o a mí por ejemplo, ya como adultos, la gravedad que para Celia tienen los
problemas en los que se ve envuelta y que irá descubriendo en el trascurso de
la película, nos son mostrados con una calma y sensibilidad que no recordaba
haber visto (en nuestro cine, repito) desde los primeros tiempos de Erice y su espíritu de la colmena, que ya sé, que
es mucho decir pero que, aún así, lo digo aunque haya muchos que, de inmediato,
me tilden de exagerado, pero es que esos avatares son para Celia cuestión de
vida o muerte; circunstancias que nosotros (más viejos, más sabios y más aburridos)
ya hemos averiguado que, apenas pasados unos añitos, dejarán de ser tan
trascendentes y severas.
Así que no es sencillo lo que Pilar Palomero logra
con Las
niñas: hacer que los espectadores ya mayores (porque, no olvidemos, que
es para éstos para los que está realizada la película) sientan la importancia
que para una niña puede tener, por ejemplo, el rostro sufriente de un Jesús crucificado, de
una mirada que la juzga desde las alturas, que quizás la esté
condenado a los infiernos o, al menos eso cree Celia,, cuando en un abrir y cerrar de ojos pronto descubrirá
que en ese infierno ni tan siquiera se fríen patatas.
Luego sí, probablemente,
mi voto sea para Las niñas: Mejor
Película Española del Año.
Tenía ganas
de hincarle el diente a un buen Buñuel (el mejor director de cine nacido en este país, y punto-pelota). Y a un Buñuel de esos viejunos, en
b/n, a ser posible de su etapa mexicana, ¿por qué, no? Y me acordé de Subida
al Cielo, la película que rodó en 1952, después de las endebles Gran Casino y El gran calavera, y las ya imprescindibles Los olvidados, en 1950, y Susana,
del 51 que, por cierto, también me encanta. Pero Subida al Cielo tiene
otro punto, otro gran tanto a su favor: dura ¡75 minutos!, y en estos tiempos donde
las películas rarísima vez bajan de las 2 horas (y además para no contar, la mayoría, más
que nada-de-nada y aburrir al apuntador), esto es un lujazo y una excusa para
hacerle la ola más sincera y gamberra.
Porque la
pendiente escarpada de Subida al Cielo no tiene
desperdicio. En ella está el gran Buñuel, el puñetero, el socarrón y jodido, el
crítico, el que no deja de meterte el dedo en el ojo, el que te agita de los
hombros para que espabiles y empieces a darte cuenta de las cosas, que ya va
siendo hora, el inconfundible Buñuel y rindiendo a todo trapo.
Y Subida
al Cielo nos habla
del Méjico más a ras de tierra, más empobrecido (aunque los bueyes sacarán al autobús del río, y no el tractor), de sus humildes pobladores, de sus sueños y también, y sobre todo, de la muerte. Alucinante esa escena en la que se recoge el ataúd donde
reposa la pequeña que ha sido mordida por una víbora, y otra niña le pide a su
padre que le deje ver su carita muerta. El padre levanta, por unos instantes,
la tapa, y la pequeña se muestra a través del cristal quieta, en paz, como
dormida, pero realmente muerta. Son detalles maestros. Como la zancadilla que
le propina, en un descuido, el hombre con la pata de palo a un compañero de
fatigas. O el surrealista sueño que tiene el recién casado Oliveiro con la
sensual Raquel y que le hará entregarse a ella y, muy posiblemente, llegar
tarde a las últimas palabras de su madre moribunda.
Pero
detrás de todo ello, Buñuel aún está en 1951.
Y la esperanza viaja a su lado. Por
eso Subida
al Cielo termina
con el plano de Chuchito, el sobrino de Oliveiro, cuya madre, su hermana, murió al darle a luz.
Otra vez la vida y la muerte estrechándose las manos. Y el rostro dormido de
Chuchito, la confianza de que él podrá tener y disfrutar de un verdadero futuro por las buenas artes de Oliveiro, y no
como el de los otros y entrañables personajes, a los que el futuro se
les ha ido o se les irá de rositas y, seguramente, sin que ninguno de ellos se dé cuenta También con esta esperanza Buñuel me llena el espíritu de ánimos. Y eso tampoco
tiene desperdicio. Así que gracias, don Luís, andes por donde andes.
Dos castañas por el precio de una. Éstas sí que son dos "grandes" películas, y dos críticas tan pequeñas como ellas lo son de "grandes". Y es que no voy a comerme mucho el tarro por Joker (2019), de Todd Phillips ni por Mujercitas (2019),
de Greta Gerwig A la primera le quitas las espléndidas, éstas sí, Taxi Driver y El rey de la comedia, ambas de
Scorsese y, ¿qué le queda? Sinceramente creo que nada. León de Oro en Venecia, nominaciones al Oscar, ¿y qué? Nada de nada. ¿Y a las Mujercitas de los años del Metoo#? Sinceramente creo que un más de lo mismo; o sea, nada de nada: inofensiva como una canción de cuna, noñita como una
mecedora e inútil como el aeropuerto de Castellón. Que también él costó mucho
dinero. Para nada. Sí, cosas que tiene esta vida, ¿qué le vamos a hacer?
El otro día volví a ver Bugsy, la película que
Barry Lewison rodó en 1991. Y si la volví a ver fue para rendir un homenaje a
Ennio Morricone, autor de la banda sonora, y recientemente fallecido. Y volví a
ver Bugsy
en ¡VHS! porque en su día me la tuve que comprar en ese formato.
Entonces eran pocos (los formatos, digo) y aún no había parido la abuela. Y la
música de Bugsy me emocionó; sobre todo, su tema de amor, tocado con una
estridente y bonita trompeta. Entre paréntesis
apuntaría, como un apunte sorprendente, el abundante uso que hacen del sonido
de la trompeta los compositores italianos de bandas sonoras. Y no sólo
Morricone. Por ahí estaría también el gran Nino Rota y su padrino, por ejemplo.
Pero reconozco que tras el re-visionado de Bugsy
no me encontré con nada nuevo bajo el sol. Tampoco me lo esperaba.
Barry Lewinson nunca fue gran cosa. Warren Beatty, más estirado que la goma de
una coleta, tampoco. Annette Bening, prometía mucho pero enseguida se presentó como
una gran mentirosa; y sobre James Toback, el guionista y por no seguir con el
resto de los acreditados, habría que buscar a su madre, si es que la pobre
vive, para que nos dijera quién coño era su vástago y con quién había empatado.
Aunque después de esto también debo reconocer que no
me arrepiento de haber vuelto a ver Bugsy. Porque en Bugsy
se escucha la música de Morricone, el mejor compositor de música ambiente de
todos los tiempos, sobre lo cual no abría nada que discutir: música para recordar pero inofensiva. Aquí os va, a modo de ejemplo, la que compuso para la última secuencia de Bugsy y sus títulos finales. La música emociona, coño. Pero la
película, ni castaña. Y es que Morricone y su música siempre estarán por encima
de la película a la que, teóricamente, les toca servir. Sus acordes siempre nos
tocan la fibra, mientras la película en
cuestión no nos toca nada y sigue su rumbo, su propio camino. Y el italiano y su música, el suyo, ¡faltaría más! Por
eso se puede disfrutar tanto de Morricone sin tener la película, a la que sus
notas van destinadas, delante de los ojos o sin tenerla, ni tan siquiera, en
cuenta. Sí, Morricone siempre irá a su bola. Por eso ahora se ha muerto. Era
mayor, vale, pero posiblemente, lo hizo cuando le dio la gana. QEPD.
Comento una peli a la que tenía ganas de hincarle el diente; creo que desde que el mítico, y mi crítico de referencia, Jose Mª Latorre (qepd), la calificó en una vieja página del no menos mítico Dirigido por..., de excelente; cosa que para el bueno de José Mª (y para mí por extensión) no era nunca moco de pavo. Y debo decir que en esta ocasión, tampoco lo ha sido. La película es El jugador, dirigida en 1974 por Karel Reisz, uno de los integrantes de aquel Free Cinema inglés con el que sus integrantes pretendían dar una buena sacudida y un vuelco al viejo y apolillado, según ellos lo veían, cine de las islas, tal y como previamente se había hecho en Francia con la Nouvelle Vague o se haría, posteriormente, en Alemania con el Nuevo Cine Alemán y, después, en el resto de las principales cinematografías europeas. Entre los integrantes del Free Cinema estuvieron, por otra parte y además de Reisz, Tony Richardson, Richard Lester, etc y, dadas las facilidades que suponía compartir el idioma, muchos de ellos cruzaron el charco e hicieron notables incursiones en la todopoderosa cinematografía estadounidense. Karl Reisz fue uno de ellos, y El jugador, una de las películas que rodó en Hollywood, con un excelente James Caan, recién salido de los primeros Padrinos de Coppola, al frente del reparto. Y la verdad, y a pesar de visionarla en una copia no del todo católica, la película no me ha dejado indiferente. José Mª Latorre rara vez fallaba el tiro, y esta ocasión no iba a ser una excepción. La película tiene pulso, garra, y trata del juego, y de un personaje adicto a él, y lo hace sin trampa ni cartón (y valga la expresión), a pecho descubierto, porque El jugador es una película sobre el juego, hecha con los materiales del "juego": casinos, prestamistas, tramposos, promesas de dejarlo, imposibilidad de hacerlo y retratando un submundo casi desconocido; un mundo que, como diría el anuncio aquel de la colonia, sería otro mundo, pero que está en éste.
Además la película nos pone en contacto con los severos e inolvidables acordes del 3º movimiento de la Sinfonía 1ª de Gustav Mahler, los relacionados con la llamada marcha fúnebre y con unos aires muy italianos, muy "padrinos", y que Jerry Fielding utiliza con buen criterio para componer su banda sonora, y que para mí, y no lo oculto, siempre serán una debilidad. Porque si José Mª Latorre habría sido mi primer y más fiel guía por estos senderos del 7º Arte, la primera sinfonía de Mahler, posiblemente, fuera la primera partitura que me hizo escuchar la música clásica con oídos limpios y renovados. Por todo esto El jugador siempre habría formado parte de mi particular "educación sentimental", aunque hasta el otro día no la hubiera visto, pero la tenía "dentro", invisible, y cuando por fin la he visionado no he podido sino acordarme de Latorre y Mahler y agachar la cabeza "mirando al cielo" y transmitirles mis más hondas y sinceras gracias: El jugador es una gran película.
Empiezo con algo distinto porque a veces me da por pensar tonterías, y otras por pensar en cuál podría ser la película con la MEJOR PRIMERA SECUENCIA y la MEJOR ÚLTIMA SECUENCIA. Pero no por separado, sino sumadas las dos. Y así en plan bruto: porque me apetece, porque me apetece pensar en cosas que me han emocionado, que aún me emocionan, y que a buen seguro sé que nunca voy a olvidar.
Y hoy y aquí mismo, y sin que nadie me haya obligado a ello, he pensado que, probablemente, me quedaría (y que me perdonen Chaplin y sus Luces de la ciudad) con las opening y final scenes de Aguirre, la cólera de Dios, la increíble película que Werner Herzog rodó en 1972,porque si la escena inicial lo tiene todo, o casi todo, no vamos a abusar; no tendría diálogos, por ejemplo, pero ni falta que le hacen porque, en su lugar, tiene ambición, misterio, emoción, magia, aventura, locura, estremece y abre perspectivas, crea y deja que la creación te envuelva, que sientas que estás siendo testigo de algo irrepetible, mientras suena la hipnótica música de Popol Vuh y te dejas envolver por ella, por las imágenes que parecen que puedan tocarse y por el tempo que, en su lugar, sólo puede sentirse, por lo que seguramente vamos a ver durante la próxima hora y media…, por la verdad y la grandeza retratadas a 24 imágenes por segundo, sobre la hierática voz over del sacerdote que vela por la expedición y nos sitúa en el corazón mismo de la mítica, a lo Nexus6, sólo que 10 años antes.
Y como final, qué decir, más de lo mismo, ambición, misterio, desesperación, magia, muerte, locura, y más verdad y más grandeza a 24 imágenes por segundo. Aguirre no nos ha fallado. Herzog, tampoco. Aunque se haya hundido hasta el cieno para contarnos su historia (como siempre lo hace, por otra parte), nunca nos ha engañado, nunca ha dejado de filmar de frente y con las manos limpias.
El otro día me tocó ¡Ave, Cesar!, la película
que los Coen Bros. rodaron en 2016. La
verdad es que los buenos tiempos en los que no dejaba pasar una película de los
hermanos se han esfumado. Me refiero, sobre todo, a los tiempos de la excelente Barton Fink o de esa debilidad personal a
la que algunos llamamos Muerte entre las
flores. Sí, pero esos tiempos y películas ya se han pasado. Y ahora lo
que toca es un más de lo mismo. Si es mucho más, la película será de las malas,
como escriben los impenitentes críticos; y si no es mucho más, la película se
dejará ver y no molestará a nadie. Aunque nadie tampoco reclamará para ellas un
sitio de honor en la Historia del Cine.
Escrito lo cual, voy directo al grano, y apunto a
que esta ¡Ave, César! es de las malas, de las verdaderamente malas ya que, a esa
sensación de dejá vu que enturbia
muchas de las películas de los hermanos, se le añade ahora un guión casi-sin interés
(toda la trama de los guionistas-secuestradores-de filias izquierdistas me
resulta, del todo punto, lamentable y carente de la más mínima gracia) y, sobre
todo, una lamentable interpretación, a pesar de las probadas mañas de los hermanos como directores de actores, por parte de George Clooney.
Claro, me podrá soltar
alguien, este George nunca ha sido gran cosa. Y estoy de acuerdo. Aquellos que
quisieron en sus primeros días equipararle con un nuevo Cary Grant estaban,
efectivamente, de parranda o se habían colocado una mascarilla (por esto de la
Covid) bien ajustada sobre los ojos. Pero es que, además, y dado sus
escasísimos recursos interpretativos, al haber prestado su imagen a la plúmbea
y monótona serie de archi-conocidos spots
que lanza, cada tres por cuatro, una conocida marca de café,, ha provocado o,
al menos, me ha provocado a mí que, cada vez, que el bueno (por decir algo)
de George aparece en la pantalla piense que va a venderme una tacita de café (a
ser posible, Nespresso) y que me lo
tome tan en serio como a un chiste de Chiquito. Claro, después de ¡Ave, César! me
levanté de la butaca y me tomé un té negro, rico-de-cojones, con un par de
galletas de cacao, y que a George y a los hermanos, por esta vez, les den
(y a pesar de que reconozca que, siempre, tienen los brothers en sus películas un par de
puntazos realmente brillantes; cfr,- la secuencia rodada y montada a los sones
de la barcarola).
El otro día, y a pesar de las reiteradas protestas
de mi mujer, nos sentamos (sí, los dos; sí, hice un trato con ella) a ver Spider-Man 2
(2004), la 2ª parte de Spider-Man, también dirigida por
el, cada vez más de vez en cuando, interesante Sam Raimi. Me habían hablado muy bien de la peli. Buenos aficionados, y también había leído críticas que la calificaban como la mejor de la serie y una de las
más recomendables películas de súper héroes. Sin duda que en el cine norteamericano
sigue funcionando la mítica de las 2ª partes, y eso de llevar la contraria al
famosete adagio de “nunca 2ª partes fueron buenas”. Desde que a Coppola se le
ocurrió rodar la 2ª de su padrino y
conseguir lo que parecía imposible: hacerla superior a la 1ª que ya no
estaba nada mal. Así que Spider-Man 2 como El imperio contraataca (o 2ª entrega de La guerra de las galaxias, y ¡la mejor-de-todas!) o Terminator 2 (¡también mucho mejor que la
1ª!), y sin que nadie tenga en cuenta que, en realidad, siempre es la taquilla la que manda , y eso de que las 2ª partes son siempre malas, ¿de dónde coño nos lo hemos sacado?
Bueno y el caso fue que la vi. Pero
como si no hubiera visto nada. Porque la película por no darme no me dio ni
sueño. Aunque también es cierto que a mí
los súper héroes ni me van ni me vienen, y el discurso que sus guionistas tratan
de colarnos a través de sus peripecias me importa, más bien, cero-coma. Pero "hete" aquí, que sí hubo un detalle que
captó mi atención y que me sorprendió. Lo cuento: el gran amor de Spider-Man, Mary Jane, se debate entre su amor
por el hijo del director del periódico donde trabaja Peter Parker y por el propio Peter, al que encuentra algo distraído, siempre pensando en otras cosas (¡claro, como que Peter es ni más ni menos que
Spider-Man! ). Pero al final, la sub-trama se resuelve haciendo que
Mary Jane abandone en el altar a su novio y se decante por Peter Parker pero,
¡una vez que se ha enterado que Peter es Spider-Man! Claro, ¿qué chavala, en su
sano juicio, va a preferir a un joven corriente y moliente antes que al
fabuloso Spider-Man, todo un súper-héroe desde los pies a la cabeza? Sí, claro,
vista desde este córner, la película resulta patéticamente ñoña.
Haría falta, sin duda, y con esta reflexión que me vino
viendo que Spider-Man 2 tenía tanto peligro como un cartucho de petardos puestos
a remojo, el talento y la mala uva que Jerry Lewis demostró en el punto y final
que le puso a su excelente El profesor
chiflado (¡que nadie me mencione a Eddie Murphy!). Lo recuerdo: descubierto
que el calamitoso profesor y doctor Julius Kelp y el apuesto e irresistible Buddy Love son la
misma persona, es decir, Jerry Lewis, la bonita alumna Stella Stevens, enamorada de
Buddy, se marcha con Julius, pero no sin antes haberse guardado en un bolsillo de sus jeans un frasquito de la pócima que consigue que Julius se convierta en
Buddy. Sí, por-si-acaso. O todo un pisotón en el callo de cualquiera de los pies de estas #metoo tan ruidosas y modernas.
Ayer volví a ver Tiempo de amar, tiempo de morir, pura cremita, la película que Douglas Sirk rodó
en 1958. Ya veis, como siempre a la
última. Pero bendito remedio porque sigo pensando que la película, además de imprescindible, contiene uno de los mejores planos finales de la Historia del
Cine. Tras recibir un disparo a quemarropa, el soldado alemán que
interpreta John Gavin cae mortalmente herido sobre un puente. En sus manos
lleva una carta de su mujer que acaba de recibir y que aún no ha terminado de leer. La carta
se le escurre, entonces, de entre los dedos y cae al río, mientras la corriente
la arrastra. Gavin se agacha y trata de recuperarla. Inútilmente…. Mientras el
río se lleva la carta sobre el movimiento de sus aguas, el rostro de Gavin,
reflejado sobre misma superficie, se paraliza y el mismo soldado es
privilegiado testigo de su propia muerte. Se pueden ser muchas cosas en esta
vida, pero creo que no se puede ser más poético en la crueldad ni más cruel en
la poesía que en este sublime final donde se entremezclan y se contraponen el
perenne movimiento de la Naturaleza y el
breve espacio de tiempo en el que el ser humano discurre por esta misma
Naturaleza.
O habría una segunda opción: recordar, después de ver Tiempo de amar,
tiempo de morir, la boutade
que el insigne Jean-Luc Godard, que tendría en su cabeza la alucinante Alemania año 0, de Rosellini, dijo sobre la película de Sirk. Cito de
memoria: nunca he creído tanto en una Europa en guerra como visionando esta película americana rodada
en tiempos de paz. Sí Jean-Luc, d´accord. Y me quito el sombrero.
Burning (2018), de Lee Chang-Dong me
pareció una de las mejores películas que tuve ocasión de ver en 2019. Y lo
escribo añadiendo que, cosa excepcional en mí, y por diferentes circunstancias,
la he visto después otras dos veces en seis meses. Y puedo decir que en cada
uno de los visionados he ido descubriendo en ella cosas diferentes, lo que me
confirma la calidad de la película surcoreana. Y es que Burning tiene misterio.
No se sabe bien qué pasa en ella. A veces parece que consigues atrapar su
argumento con la razón, y otras se te escurre como el agua entre los dedos.
Porque no creo que Burning esté hecha para ser-pensada sino más bien para
sentirla. Por eso también me recuerda al cine de Antonioni y esto ya es mucho cine.
Incluso he llegado a sentir
que su último significado quizás se encuentre en una de suss primeras
secuencias cuando en una cafetería dos de sus protagonistas, Jongsu y Haemi
comparten una mesa, y ella le cuenta que está aprendiendo mimo, y para
demostrárselo simula que pela una jugosa mandarina para después comérsela.
Claro, ni Jongsu ni nosotros, los espectadores, vemos nada. Ni la mandarina, ni
su piel, ni sus gajos ni a Haemi metiéndoselos en la boca. Aunque si vemos cómo
la chica disfruta con la fresca y deliciosa fruta invisible. Jongsu mira a Haemi entre desconcertado y divertido. Y
ella le explica, entonces, que a partir de sus gestos Jongsu puede imaginar lo
que mejor se adapte a la mímica. Son los sentidos de Jongsu, nuestra mirada de
espectadores, los que deberán inventar
la historia. Y así es Burning. Por eso cada vez que la he
visto he creído ver en ella una película diferente. Y eso no es nada fácil de
conseguir. A Antonioni y a su Blow-up, por ejemplo, no les
costaría mucho confirmárnoslo.
Para mi amigo Antón Merikaetxeberarria que hoy recibe el Premio de Comunicación Alfonso Sánchez, y cito textualmente la invitación, por su labor para divulgar y promocionar nuestro cine.
Y el otro vi en el mítico
cineclub FAS el Retrato de una mujer en llamas, la película francesa dirigida
por Céline Sciamma en 2019 que levantó en la entrega de
los últimos Premios Cesar cierta polvareda a cuenta de las declaraciones del
recurrente #metoo contra la buena película de Polanski, porque El oficial y el espía es una buena película,
y a favor de la cinta de Sciamma que, lo siento mucho, es un auténtico y
machacón pestiño a mayor gloria del tan, por otro lado, necesario
movimiento feminista que recorre las calles y los mass media de nuestros días. Pero claro, una cosa son las buenas
intenciones y otra muy distinta, los resultados. Ya conocemos eso del pavimento
del infierno, así que no voy a insistir.
Aunque de lo que sí voy a dejar constancia es sobre dos breves apuntes relacionados con este Retrato…
Uno de la cuales me hablaría de cómo una de las causas de sufracaso total es el retrato, y valga la
redundancia, que la cinta hace de las mujeres protagonistas ya que, por un
lado, tanto Héloise como Marianne viven
su idilio amoroso con una pasión más propia de los tiempos actuales en los que
nos encontramos que de la
Francia del siglo XVIII donde se desarrolla la acción. Lo que,
en sí mismo, no tiene porqué ser un error (de la película) pero sí que se
convierte en un lamentable fiasco en cuanto la misma Héloise traga sapos y
culebras según re-aparece su madre y le exige que contraiga matrimonio con ese
caballero milanés al que todavía no conoce. Es entonces cuando las alarmas de
la más insensata inverosimilitud se me encienden por toda la cabeza. Porque la Héloise que se acuesta
ardientemente con Marianne hubiera mandado a hacer gárgaras a su madre, ¡faltaría
más!, y si no lo hace es debido a los convencionalismos sociales existentes en la
época (recuerdo, siglo XVIII, Francia); y sobre estos convencionalismos la película
nos da una muestra cero coma como si nos fuera suficiente con lo que ya sabemos
antes de entrar en el cine, por todo lo que hemos leído o todo lo que nos han
contado nuestras madres y abuelas. ¡Pero esto no vale, Céline! Esto la película
debe mostrárnoslo, hacérnoslo sentir; y en este terreno, la película navega a
la deriva, acabando estrellándose contra una costa tan encrespada como los
acantilados que aparecen en la pantalla.
Por lo que aconsejo ver La linterna roja, de Zhang Yimou (una de esas 86 películas que me enseñaron a amar la vida) para comprobar cómo el director
chino capea y sortea este error. Pero claro, La linterna… es una obra maestra, y este Retrato… una peliculita
de quita y pon. Y el segundo apunte, y con el
que ya termino, sería que este Retrato… contiene la que es,
posiblemente, la secuencia más lamentable y torticera que he tenido ocasión de presenciar
en una sala de cine durante los últimos años. Incluso los Pedro Lázaga y/o Masó se habrían enrojecido. Y me refiero a la
escena en la que la Sophie, la sirvienta de Héloise, acude a abortar a la cabaña de una humilde y
vieja campesina. La vieja le manda tumbarse en una cama, levantar y abrir las
piernas mientras ella introduce y hurga con sus manos en su sexo y ¡mientras
dos niños de apenas 2 años de edad, ajenos a la tragedia, juguetean en la
cabecera de la cama! Cuando se produce
un cambio de plano vemos a la doliente Sophie sufriendo ¡con uno de los niños sonriendo
a la derecha de su rostro! Creo que, en ese momento, la evidencia raya
directamente con el mal gusto, la grosería y las arcadas. Tomar a los espectadores por imbéciles
nunca me ha parecido la mejor virtud de un director o directora de cine. Así
que a imágenes o palabras necias, ojos u oídos sordos. Y me quedo con Polanski y deseando que esto
del #metoo vaya calmándose y volviéndose más sabio y atractivo o reafirmándome, mientras tanto, en el #Idonot.
Y ayer volví averVértigo (1958), la inagotable peli de Hitchcock sobre la que apenas voy a decir que sólo
ella daría para escribir un libro. Por lo que aquí no voy a hablar más
que de su magnífico plano final que recoge a un James Stewart asomado en un
campanario (foto a la derecha) y curado de su afección a las alturas, y que nos traslada la última
lección de ese niño malo (otra desconocida) que fue el genial director inglés: cuando su personaje se ha curado y es normal, a Hitch ya no le interesa y da carpetazo a su inagotable película.
El otro día volví a ver Carta
de una desconocida, la película que el gran Max Ophuls dirigió en 1948, y volví
a flipar con ella; esto es, volvió a decirme cosas que no sabía y que no había
visto antes. Como por ejemplo que la película nos habla de las dificultades de
hacerse mayor, tal y como le ocurre al pianista yex -niño prodigio Stefan Brand (Louis Jordan),
que pasea su falta de compromiso hasta que al final, después de leer esa carta
de una desconocida, decide hacer frente a sus actos (esto es ser mayor) y acude, contra sus
pretensiones iniciales, al duelo que, posiblemente, acabará con su vida.
Pero sin dejar
de hablarme también de los peligros de no saber hacerse mayor como le ocurre, en
esta caso, a la protagonista o a Lisa (Joan Fontaine) o a la desconocida que conduciéndose como la más artera femme fatale le envía esa carta, después de saber
que Stefan es, actualmente, un fracasado (hacerle asistir a una representación
de La flauta mágica, de Mozart, otro niño prodigio pero que, éste sí, supo
crecer, no deja de parecerme una admirable crueldad ophulsiana) y después de muerta,
sabiendo, o al menos deseando, que con ella, con la carta clave la puntilla definitiva
en la espalda de ese hombre que tanto daño le ha hecho y cuando se han vuelto a ver ¡no la ha
reconocido! Sí, la niña
tiene todavía muy mal genio, por muy sufrida e inocente que aparente ser.
Porque la novela de Zweig es
un bonito relato que hacer llorar, sobre todo a las mujeres. A mi madre,
sin ir más lejos. O a la amiga de mi amigo (siempre Rohmer) a la que hizo pasar
una noche entera entre lágrimas. Pero la adaptación de Ophuls va mucho más allá.
Más allá de convertir, como haría 20 años después el Visconti de Muerte en
Venecia (y eso que me parece un enorme acierto), a su protagonista en un músico
en lugar de escritor aunque llamándole, en pago por la deuda contraída, por su
mismo nombre, Stefan (Ophuls siempre será un caballero), Pero seamos serios: la
película de Ophuls es una obra maestra como la copa de un pino, y la novela de
Zweig una buena novela a la que no podremos estar sino siempre agradecidos por haber
hecho que Ophuls nos regalara la que es, para muchos, su obra maestra.
Llegan las horas de recapitular. El año se termina,
y como el Sombrero Loco de Alicia en el País de las Maravillas ando
para arriba y para abajo (mentalmente, claro) pensando en eso típico que suele
incluirse bajo la pregunta, ¿qué ha sido lo mejor del año? Y ya que venimos de
hablar de cine, y de cine español, con ello me quedo de momento. Y si la
anterior “pequeña crítica” fue para la buena (y es un decir) de Isabel Coixet,
ahora le toca el turno al bueno (y es otro decir) de Pedro Almodóvar, porque a
mí el director manchego, al igual que Coixet, siempre me ha parecido un cineasta de corto alcance, una
castaña folklórica, pero ¡ojito! que, de repente, como el mago que se saca una
paloma de la chistera, Almodóvar se ha sacado Dolor y gloria de la suya.
Porque Dolor
y gloria (2019) no sólo me parece su mejor película, y con diferencia,
sino que me parece la mejor película española del año, y también con
diferencia. Y si en la próxima edición de los Goya le dieran todas las
estatuillas a las que está nominado me parecería, sin ninguna duda, lo más
justo y necesario. Y es que con Dolor y gloria Almodóvar juega, por
fin, en la Champions del Cine
Europeo mientras que los otros (y que Amenábar se sienta aludido) continúan
pululando (en pantalones cortos) por
esos campos o barrizales de regional quejándose porque en los vestuarios las
duchas nunca tienen agua caliente y hace un frío que pela.
Elisa y Marcela(2019), de Isabel Coixet. Me faltan las palabras, así que os dejo una
foto de lo que pensaba mientras la veía. En mi modestísima opinión Coixet sigue sin rodar una película mala, todas son horribles.
Dear o
Querido James Gray, menuda y sorprendente castaña este Ad Astra (2019) tuyo. ¿Qué
te ha pasado: un mal sueño, una digestión pesada? Porque la originalidad brilla por su ausencia. Todo suena a un terrible dejá vu: Conrad y su
corazón de las tinieblas, Apocalipse Now, claro, 2001 (y su mono, incluido, aquí, explosionando
como un globo lleno de agua, eso sí, en una de las pocas secuencias que “atrapan”),
un poco de Blade Runner que tampoco falte,
ni de la insípida Gravity tampoco. Añadamos
la alucinante falta de verosimilitud que rezuma toda la historia: ¡ese increíble
regreso a casa de Brad Pitt desde Neptuno impulsado por una
explosión atómica que parece que trae su nave desde la vuelta de la esquina o desde
Amorebieta, por ejemplo; una nave que,
Dios sabrá porqué- quizás porque a alguno de sus guionistas le habrá dado la gana-,
se ha quedado sin combustible ni propulsión o la colada de Brad, de "extranjis",
en la súper-secreta expedición "neptúnica" con las mismas dificultades que si entrara en una iglesia!...
... personajes patéticos y casi testimoniales (pasaban
por ahí) como Sutherland (que lo mismo valen para roto que para un descosido); o
el desgraciado Tommy Lee Jones que, en lugar de pasarse toda la película
persiguiendo a alguien, como lo ha hecho desde la cinta que le dio a conocer al
gran público o El fugitivo, es ahora él
quien es perseguido aunque, después de dar con él, su aparición no interese a nadie (¡cualquier
comparación con el Marlon Brandon de la película de Coppola hace que me sonroje!);
sobre las relaciones entre padre (Jones) e hijo (Pitt) apenas si se cuenta algo
(interesante), ni se ven ni se sienten, aburren al espectador mejor dispuesto,
etc., etc.
Sí, James, claro, otra vez será… De
momento imagínate que te has dado un buen trompazo resbalando con una cáscarilla
de plátano que alguien tiró sobre la acera o con Ad Astra, pero que pronto
conseguirás levantarte y hacernos disfrutar de nuevo con tu cine. ¡No hay
muchos como tú y no podemos permitirnos el lujo de perderte en el espacio sideral!
Fue Dublineses (1987) la
última película de John Houston y es todavía, para mi gusto, una de sus dos o
tres mejores obras: quizás con El halcón
maltés y Fat City, por ejemplo.
Pero lo que ahora quisiera destacar es que, realmente, se trata, no sólo del
testamento cinematográfico de un artista, sino de una película que nos habla
sobre los muertos (The Dead es su
título original) o, mejor, sobre el paso del tiempo que nos coloca a todos, sin
excepción, frente a un desgaste y un deterioro físico que culmina con la
muerte.
Así, John Houston retrata en Dublineses
a una serie de personajes (¡y a una época también!) al borde de la disolución o
que bien, pensaba yo pecando de cierta precipitación, podrían estar ya muertos
como, salvando todas las distancias, que quisierais salvar, ocurría en Los otros, de Amenábar, donde sus
personajes también están muertos desde el inicio de la película, aunque los
espectadores no lo saben, y eso le sirvía al director español para brindarnos
su sorpresita final, lo cual siempre me ha recordado a ese relato de una cena
contada desde el punto de vista de un tenedor: original y curioso sí, pero
intranscendente también.
Sin embargo, en Dublineses
Houston no se queda en esa intranscendencia y no habla sobre muertos sino sobre
todos nosotros, sobre los que, más tarde o temprano, vamos a morir, y los
espectadores intuimos, a medida que va avanzando el metraje de la película, que
los personajes de Dublineses pronto lo estarán, con lo cual el director
norteamericano no nos estaría hablando, directamente, sobre la muerte, sino
sobre ese deterioro que la vida lleva necesariamente consigo y tras de sí.
Y de esta forma, y como un
magnífico ejemplo de todo ello, tendríamos la secuencia, cuyo sentido tal vez
haya pasado desapercibido a más de uno (a Houston seguro que no), en la que la
anciana Tía Julia canta con su voz ya cascada, y con toda la ironía houstoniana
sobre la mesa, la chispeante y alegre Son
vergin verzzosa (Soy una virgen
encantadora) de la ópera I puritani,
de Bellini. Porque contraponer esa versión de la esforzada Tía Julia con la que,
sin ir más lejos, interpreta una joven y arrebatadora Anna Netrebko sería lo
más representativo que tenido ocasión de ver sobre cómo la vida nos va
“comiendo” la vida poco a poco, y valga la redundancia. Quizás para que los
gusanos no se empapucen con nuestros espléndidos cuerpos y sólo puedan degustar
sus maltrechas sobras.
Sí, nadie podrá decir nunca
que la Naturaleza
no es sabia, y que a John Houston, en los últimos estertores de su prolífica y
productiva existencia, se le escapara una.
Pero esta vez ni haré un
comentario ad hoc ni, menos aún, una
crítica. Y escribiré sobre lo que ha sido, para mí, uno de los momentos más
felices que el cine español me ha regalado durante los últimos años con uno de
sus finales más entrañables y conseguidos. Y me estaría refiriendo al último
plano de Diecisiete (2019), la
película de Daniel Sánchez Arévalo (Azul oscuro casi negro, La gran familia española,...), porque en ella el director y brillante
guionista- sí, posiblemente demasiado brillante- cede su innata habilidad para la
construcción de diálogos y termina el film con un plano en el que su actor
principal apenas si emite un cariñoso silbido dirigido a su hermano que acaba
de lanzarle otra onomatopeya, esta vez un sentido ladrido.
Y con ello pienso
que Arévalo reconoce, con singular valentía (y de esta, nuestras películas no
andan muy sobradas, que digamos), su debilidad por los diálogos, sí, sí, muy
brillantes pero que, irónicamente (¿no hay, además, en su película una
discusión sobre las diferencias que separan a las “ironías” de las
“tonterías”?), representan también sus mayores insuficiencias: esa sensación
que, a menudo, me embarga viendo su cine de estar escuchando unos textos
excesivamente artificiales, excesivamente calculados y repasados, excesivamente
rígidos, hasta la extenuación del giro lingüístico, aunque con Diecisiete,
concediendo el privilegio de su final a un seco ladrido y a un silbido en
contra de la “esperada y brillante
perorata”, se me antoja que, humildemente, Arévalo nos comunica que él no es el
más listo de la clase, que además del juego de las palabras (que él dominaría
como el mejor), existe el juego de los sonidos, de los ruidos, de las voces
inarticuladas que, bien empleadas (como ocurre en este caso) pueden producir la
misma o mayor emoción, incluso, que las más certera y ocurrente de las réplicas. Y éste sería un logro que no habría dejar pasar de largo sin mencionarlo lo
menos… diecisiete veces, si fuera preciso.
Érase una vez en… Hollywood (2019) es la 9ª película de Quentin Tarantino. He leído por
algún lado que será su penúltima película porque él sólo piensa en dirigir 10,
y… luego retirarse. Yo, que suelo decir que no sé lo que voy a decir hasta que
lo digo, no le haría mucho caso, pero si cumple su promesa peor para él porque
se quedaría sin trabajo y porque, además, le daría la gana. Porque ésta su novena puerta, parafraseando el título
de la que es, posiblemente, la única mala película de Roman Polanski, y que tiene, y mucho, que ver (Polanski, por supuesto) con este Érase una vez en…es, ciertamente, una
espléndida película, y según mi modesta opinión uno de sus mejores films. Siempre
notable; a ratos, excelente, y con un final sublime que a mí, por lo menos, me
hizo soltar un par de sonoros y sinceros aplausos. Porque la película, y
más allá del siempre buen que hacer tarantiniano (reconozcamos que muy pocos
directores actuales saben rodar como él lo hace), me produjo más de una reflexión
de ésas con las que a mí tanto me gusta comerme el tarro. Porque tal y como se hace
referencia desde el título, desde ese nostálgico y con referencias a algo que, ¿desgraciadamente?,
ya-no-existe, Érase una vez en… se nutre con un sinfín (aunque dejo aparte la música, salvo al final de la entrada) de esas referencias (desde el obvio Érase una vez en América, la última entrega de su admirado Sergio Leone), ya
desaparecidas para siempre y con las que Tarantino se crió
desde las butacas de tantos cines, desde los programas-dobles, desde los
mostradores de su video-club (¿os suena?), desde el salón de su casa, desde los pequeños aparatos de televisión donde se emitían aquellas míticas y primerizas series que alimentaron, sin duda, su
inquieta mirada y su cabeza de futuro y brillante film-maker.
Pero sí, todo eso en 2019 ya se ha terminado. Ese mundo de ficciones en blanco y negro o de colores tutti-fruti se ha
retirado y desaparecido sine die tras las pesadas cortinas del tiempo, y hoy sólo quedaría él,
Tarantino, y su cine, para dar cuenta de que aquello realmente existió y de
que mereció la pena, ya que si hoy continuamos llenando las salas donde se
proyectan sus películas es, en parte, y en mucha parte, gracias a esas viejas
series televisivas, a aquellos programas dobles, a los chapuceros, y no tan
chapuceros, spaghetti westerns, y a todas
las pobres películas de serie B,
Z o J. En este sentido, Di Caprio sería en Érase una vez… un alter ego de todos aquellos actores y
actrices que poblaron aquel universo que entusiasmó a Quentin y a tantos otros
como él.
Aunque no contento con este sincero
homenaje, Tarantino va aún más lejos, y al asimilar la muerte de ese cine que
el tanto amó (por algo pienso que Érase una vez en… es, entre otras
muchas cosas, su película más sentida y entrañable) con la brutal muerte de
Sharon Tate a manos del sinsentido de Charles Mason, el director americano une
a esa muerte cinematográfica o televisiva, la muerte real de toda una época, la muerte (después del asesinato de
JFK) definitiva de cualquier tipo de inocencia. Por ello, no me resulta para nada casual
la ingenuidad con la que Tarantino dibuja al personaje de Sharon Tate, con esos aplausos
que escucha cuando como una adolescente entra en un cine a ver una de las últimas
películas que ha interpretado mientras, en el polo opuesto, Brad Pitt entra y se
pasea por las dependencias del rancho, donde otrora se rodara la exitosa serie
que protagonizara Di Caprio, y en la que ahora agoniza, en lamentables
condiciones, su invidente (¡todo un detalle!) director, y un silencio, un
escalofrío nos recorre el espinazo. En ese momento (ni ahora tampoco, ¿verdad?) no sabemos lo que va a ocurrir. Los habitantes
actuales del rancho no acertamos a ubicar de dónde han salido, lo que ruge en
sus atormentadas cabezas. Pero algo está pasando… Algo ha cambiado. Para siempre. El mundo, construido con otra pasta. Más turbia y mucho menos ingenua e inocente
que aquellas bravuconadas televisivas de Rick Dalton (Di Caprio, para más
señas) que tanta y tan sana admiración despertaban en los espectadores de la época (Tarantino, entre
ellos, sin falta).
Por eso, cuando en la aludida
secuencia final de Érase una vez en… Tarantino, como un verdadero mago circense, consigue
unir esas dos muertes, la ficticia que representa Rick Dalton por un lado, y la real que tiene a Sharon Tate como protagonista, la ecuación resulta digna de admiración, perfecta, y con ello, ¡¡¡más unas increíbles, sorprendentes y nada baladíes notas que remiten directamente a La semilla del diablo polanskiana!!!, la película de Tarantino saca los boletos necesarios para quedar, ella sí,
más allá de los años, como una de esas películas que siempre habríamos lamentado
no haber visto.
Iba a escribir sobre el Happy End (2017), de Michael Haneke,
pero al final como que me apetece más Annie Hall (1977),que también volví a ver el otro día y
que continúa siendo una de mis películas favoritas de Woody Allen, junto a Manhattan y Zelig, lo cual no deja de ser algo que me congratula, pues entiendo
que no todo cambia, y que siempre queda algo que permanece. Y esto, en estos tiempos donde se dice “digo” y al
momento “Diego”, es algo que se puede soportar perfectamente, creo.
Pero es que, además, con Annie
Hall (y con Manhattan y Zelig) me pasa que el resto de la
filmografía de Woody Allen, gustándome como me gusta bastante por regla general
(siempre tendremos con nosotros a Stardust
Memories o a Vicky Cristina Barcelona
para echarnos una buena cabezada), me suena a algo ya visto; vaya que, hoy por
hoy, quizás pudiera afirmar que Woody Allen ha dejado de sorprenderme.
Siempre admiraré su talento
como guionista, su directísima manera de plantear las tramas y su forma de ir
al grano, al meollo de las cuestiones que le preocupan, pero la frescura
(incluso las benditas irregularidades
a que esa frescura suele dar lugar), la valentía, el desparpajo que muestra en Annie
Hall (y en Manhattan y en Zelig) han desaparecido de su cine, y me
temo que para siempre. En este sentido, los años y la experiencia no perdonan.
Nos vuelven más serios, nos esclerotizan más. Y esto resulta fatal para los
modos que tiene Woody Allen de enfrentarse al cinematógrafo.
Cierto es, también, que el
salto que pegó Woody desde aquellas chorradas primerizas, que se llamaron Bananas o El dormilón o La última noche
de Boris Grushenko, hasta la realización de Annie Hall es una de las
volteretas más alucinantes, admirables y sorprendentes que he tenido ocasión de
ver sobre una pantalla de cine. Si en mis particulares calificaciones La última noche…, sin tirar más atrás, se
haría merecedora de un inmenso cero-carolo, Annie Hall, ¡sí, apenas 2
años después!, es sin embargo una excelente película, con momentos desternillantes,
con personajes de carne y hueso, con situaciones que emocionan y que consiguen
que, por lo menos a mí (y no es fácil), se me forme como un nudo en la
gargantacuando siento, por ejemplo, durante los fotogramas finales, mientras suena
el bonito y significativo It Seems Like
Old Times (ahí arriba está el clip)
que Annie y Alvy no volverán a estar juntos otra vez, y escucho sonriente,
triste pero sonriente (la película me ha atrapado), a Alvy contar aquello de que
cuando alguien le pide definir las relaciones humanas siempre recurre a ese
chiste del hombre que va al psiquiatra diciendo que su hermano se cree una
gallina, a lo que el médico contesta, ingréselo entonces en un manicomio, y el
hombre, tras unos segundos de duda, contesta muy serio, pero, doctor, yo necesito
los huevos.
Sí, no me cabe duda de que un
salto de las dimensiones, y a la velocidad con que lo dio Woody Allen en Annie
Hall debe pasar factura. Y se me ocurre por ello que esa sensación de dejá vu que siento ahora viendo sus
películas no es más que la cuota que el cineasta ha tenido que abonar por
pasarse, en un abrir y cerrar de ojos, de aquella infausta La última noche… ¿de quién? a esta imperecedera e inolvidable Annie
Hall.
¡Ah sí, y lo siento por Haneke y Happy
End!; que me perdonen y continúen esperando: que tampoco es tan grave…
Y otro día Los
paraguas de Cherburgo, la famosa película que Jacques Demy dirigió en
1964 con… dos cojones. No se me ocurre otra cosa a bote pronto. Y lo digo
quitándome el sombrero ante su indiscutible valentía. Ahí es nada realizar
una película enteramente musical donde ni los personajes ni nadie con labios en
la boca hablan, sino que sólo cantan y todo ello, además, con una estética
personalísima que bordea el mas puro kitsch u horterada o la más para
genialidad.
Ya se sabe aquello de que sobre
gustos nunca habrá nada escrito, y Los paraguas… son un meridiano
ejemplo (pocos se me ocurren ahora que puedan igualarlo) de esta afirmación. Y
lo que nadie podrá discutir al bueno de Demy, aparte de sus dos buenos c., son
las claras influencias que su cine, y esta película en concreto, ha ejercido en
otros cineastas como el sobrevalorado Leox Carax o en el no menos sobrevalorado
Pedro Almodóvar, cuya estética bebe sin asomo de rubor de los colores de Demy y,
sobre todo, de la sobrecogedora convicción,
más allá de las opiniones que pueda despertar su cine, de estar realizando
aquello que debe hacerse y que, por eso mismo, está en condiciones de tomarse a
sí mismo más en serio que nadie (por ahí, sin duda, podrían empezar a rastrearse
los intereses que el cine del manchego despierta en el país vecino: claro,
Jacques Demy es para los gabachos una figura icónica, maldita y sagrada; y ahí
es nada que en 1965 Los paraguas… fueron nominados en 4 categorías diferentes a los
hollywodienses Oscar, que un año antes ganara la Palma de Oro de Cannes, y
que ¡en el mismo año ya hubiera estado nominada como Mejor Película Extranjera en
los Oscar!). Es como si Demy hubiera susurrado al oído almodovariano esa
certeza de saber que la película que estás realizando depende tanto de ti, como
tú mismo dependes de ella, de la película que has imaginado, escrito y que,
ahora, estás rodando… Con esa absoluta confianza en el material que se trae
entre manos y que transmite al espectador en la secuencia, por ejemplo, de la
separación de la pareja en los andenes de la Estación de Cherburgo a
los sones de la "tremenda" (¡agárrate, curva!) y pegadiza orquestación de Legrand.
Vi el otro dia Nuestro tiempo(2018), la última película dirigida hasta el momento por el
realizador mexicano Carlos Reygadas. Anotar, simplemente y a bote pronto, que
el año pasado, o sea 2018, es también el año de producción de la multiaclamada
y multipremiada Roma, de Cuarón,
también mexicano el cuate, con lo que puedo quedarme un rato pasmado ante la
vitalidad y energía de la producción del país centroamericano, y más aún, si
después agacho la cabeza y miro lo que se hace (también cinematográficamente)
por nuestros desoladores lares.
Porque la película de Reygadas, más allá de sus
méritos y/o deméritos (que los tiene de ambos, aunque más, según mi humilde
criterio, de los primeros), llama la atención por su ambición, por sus
pretenciosas ambiciones que hacen que la película, y el cine por extensión,
cobre una importancia, y una seriedad que a mí, por lo menos, que me apasiona
el cine, siempre me congratula.
Y es que, efectivamente, esto de "hacer películas"
es una cosa muy seria, aunque muchos de nuestros compatriotas no se lo tomen así,
además de costoso tanto en esfuerzos como en dinero contante y sonante. Por lo
que, de entrada, mi admiración por Reygadas al tomarse su oficio como debe ser:
en serio. Pero es que si además el
director mexicano decide finalizar su película después, y ahí es nada, de 173
minutos con unos bellísimos planos de unos toros enfrentándose y pastando en su
dehesa mientras en la banda de sonido entra la majestuosa y sobrecogedora trompeta
del Islands, de King Crimson, ya me cuadro (abajo os dejo el enlace).
Sí, lo reconozco: en ese instante de Nuestro
tiempo me puse de pie y comencé a aplaudir. Porque me salió de pronto,
y desde muy dentro. Porque el detalle musical me cogió desprevenido; una
muestra que Reygadas es, más allá de sus méritos o deméritos, o por ellos
mismos, uno de los nuestros o de los míos, por no meter a nadie que no quiera
entrar en el saco, un realizador que merece la pena, cultivado, y con un
conocimiento del oficio, en todas las múltiples facetas que el cinematógrafo
engloba, fuera de cualquier duda. Nuestro tiempo me lo confirmó. Robert
Fripp y Islands siempre me han puesto
los pelos de punta, y ayer por la tarde, gracias a Reygadas, volvieron a
hacerlo.
De Novecento (1976), de
Bernardo Bertolucci, ¿qué decir que no se haya dicho ya? Pues una cosa que se bifurca en dos. O dicho de otra manera, que Novecento me recuerda a la última obra de Sergio Leone, a Érase una vez en América en dos puntos. El “A” es obvio: la bonita
música que Ennio Morricone compuso para ambas películas. Y el “B”, y el más
sorprendente: ambas películas salen ganando, y por mucho, cuando sus
protagonistas son niños o adolescentes. En este detalle posiblemente Morricone haya
influenciado lo suyo. ¡Qué duda cabe! que la música del italiano casa mejor con
todo aquello que haga referencia a los tiempos pasados, a la infancia, a la
nostalgia, a la pérdida irrecuperable.
Pero todo esto no debería bastar para reconocer que en Novecento, en cuanto aparecen los
adultos Gerard Depardieu, Robert de Niro o el mismo Donald Sutherland, la
película emprende un peligroso camino cuesta abajo, que hace que el lirismo de sus primeros momentos desaparezca como por arte de magia, y que yo me desconecte
de ella, y que los personajes no me interesen más que un cero coma.
De ahí que divague entonces sobre ese
crucial instante (que espero aún lejano) en que tumbado sobre mi lecho de muerte, un sacerdote o quien fuera me
estuviera a mi lado me dijera, Toni, si pudieras renunciar a
haber visto Novecento, yo te concedería 314 minutos más de vida, que es lo
que dura el mamotreto de Bertolucci. A lo que yo, rápido como una centella,
preguntaría, ¿dónde hay que firmar? Y en cuanto se me indicara la justa línea
de puntos, ahí mismo estamparía mi garabato particular. Y entonces este
comentario se acaba de golpe, porque nunca he visto Novecento
(1976), de Bernardo Bertolucci y si continúo, estaría hablando por hablar, o escribiendo por escribir.
Que Madre! (2017), de Darren Aronofski
es un pestiño es algo sobre lo que más de un@ (yo entre ellos) está de acuerdo,
luego tampoco voy a perder mucho el tiempo en desmenuzar las razones y las
profundidades que delatan un auténtico coñazo. Ya el viejo y grande John Ford
lo tenía clarito cuando hablaba de lo que debe tener una buena película:
personajes simpáticos en situaciones interesantes. Y punto: así de fácil o así
de… terriblemente complicado. Tanto que muchos aún no se habrían dado cuenta. Y
el bueno de Darren, sin duda, sería uno de ellos. Y su Madre!, un ejemplo
palmario. Ni Bardem, ni Lawrence, ni Harris ni Pfeiffer se habrían enterado de
nada, y de este forma se lo habrían hecho saber a sus personajes, que pululan por la película más perdidos que Pulgarcito
en el bosque del cuento. Y sobre las situaciones, ¿qué decir? Puro disparate,
rozando, cuando no cayendo de lleno, en la más absoluta inverosimilitud; sí, el
auténtico cáncer terminal de toda película.
Aunque lo peor de todo
todavía estaría reservado para el final cuando, espantados, descubrimos que el
plomizo de Darren se toma en serio su propio pestiño maternal y quiere que saquemos papel y boli y tomemos notas sobre
todo lo que nos está queriendo trasmitir, y que según él es muy importante, y que
según yo, tiene la importancia de un bostezo. Y entonces cuando Darren pretende
colocar este bostezo a la altura de, por ejemplo, La semilla del diablo (por citar una buena película- ver el
comentario en esta misma entrada- a la que él en la suya rinde más que alguna
desgraciada referencia, cuando no algún más que vergonzoso plagio) ya salto de
la butaca y me dejo de contemplaciones, porque rodar un fracaso es una cosa que
a todos nos puede pasar, pero rodar un fracaso y, lejos de reconocerlo y
agachar las orejas, tratar de envolverlo en las túnicas de la arrogancia y de
la pretenciosidad y del “yo soy más listo que nadie”, es algo ya que no me trago.
Y desconecto. Y a otra cosa.
Pero entonces, y por continuar
pensando siempre en positivo, y sin salirnos de madre yo recomendaría la siempre (¡desde 1926!) excelente Madre, de Pudovkin o, incluso, la Madre,
del cortometraje de Sorogoyen, o ya puestos, la Madre,
de Silvio Rodríguez con la que aquí os dejo para escucharla y borrar el mosqueo
que os haya podido dejar la mamá!, de
Aronovski que, en el fondo, tampoco debería ir a ningún sitio sino al cubo de
la basura. Aunque eso sí, después bajar la tapa y lavarse bien las manos.
Que Green Book (2018) iba a resultarme
una peliculita es algo que, en realidad, no debería haberme cogido por
sorpresa. Viniendo de quien viene el regalito,
o sea de Peter Farrelly, el de Algo pasa
con Mary o Dos tontos muy tontos,
sin ir más lejos, cualquier otra cosa hubiera sido un milagro. Y los milagros,
ya sabemos, brillan por su ausencia…
Pero lo curioso del caso, o de este caso en concreto,
es que Farrelly, aparte de su innata y reconocible ineptitud para dirigir
películas (otra historia es porqué sigue dirigiéndolas, o a quién coño le cae
en gracia), se ha metido con Green Book en el desagradable y, a
menudo, poco gratificante terreno de las “historias basadas en hechos reales”
de las cuales yo suelo huir como de la peste, pero que si en esta ocasión no lo
he hecho ha sido por el doble motivo del Oscar que Hollywood le ha concedido y
que hace que siempre me pique la curiosidad por ver cuál es la película elegida
por la todopoderosa industria cinematográfica estadounidense para distinguir,
nada más y nada menos, a la Mejor Película
del Año, y ya en segundo lugar, por desconocer totalmente (quizás así me luzca
el pelo) que Green Book estaba basada en esos hechos tan reales.
Porque lo de peliculita también viene por esto. Y esto es lo que más me interesa y sobre
lo que escribiré las siguientes líneas. Porque creo que los hechos reales son
más o menos los que siguen: un pianista negro, homosexual, formado en los
conservatorios de la extinta Unión Soviética, junto a otros dos músicos rusos,
luego en formato trío, realiza una gira no solo por el profundo Sur de los
Estados Unidos sino tocando en las residencias más selectas y lujosas, donde
residen los blancos más acérrimamente blancos, adinerados, poderosos, retrógrados,
racistas y homófonos que nos cabría imaginar y, por si fuera poco, durante los
meses de noviembre y diciembre de 1962, luego en plena resaca de la crisis de
los misiles, del tenso enfrentamiento entre los Estados Unidos y la URSS, que a punto estuvo de
desencadenar la III Guerra
Mundial, y a 11 meses vista del asesinato de JFK que, según mi opinión, iba a
cambiar, sin remedio ni vuelta atrás, el mundo y su “edad de la inocencia”, por
usar ahora del título de la magnífica novela de Edith Wharton.
Sí, éstos serían los hechos, su señoría, que diría
cualquier abogado. Y su señoría puntualizaría, pura dinamita, ¿no le parece,
señor abogado? A lo que yo, por lo menos, respondería, sí, su señoría, purísima
dinamita. Negros-homosexualidad-rusos- Sur de los Estados Unidos-1962-etc. y
etc… Y entonces voy y veo Green Book y, ¿con qué me encuentro?
¿Dinamita? Nada de nada. Y en su lugar, con una peliculita hecha por cobardes
para cobardes, con un pastelito (por usar el enésimo diminutivo) cocinado para
abuelitas (itas) que no deben asustarse mucho (no vaya a ser que les dé un
pampurrio), con una peliculita perfecta… para echarse una siestecita (ita) un
domingo por la tarde, después de una buena panzada y revolucionar el
vecindario… con unos reparadores y ruidosos ronquidos, con una tiernísima
historia de amistad (entre negro y blanco italianini o entre Mahershala- Oscar
al canto, ¡faltaría más!- y Viggo), tan llena de buenas intenciones como vacía
de todo aquello que huela a peligro.
Pero, ¿no hablábamos de “dinamita”? Sí, pero con los hechos reales en la
mano, no con Green Book en la retina. Y de ahí, de esta gigantesca
disparidad nace mi decepción ante la diminuta película de Farrely. Sí, los
hechos reales de Green Book se merecían otra ficción. Aunque también sea verdad
que no habría porqué escribir tanto y montar tanto follón, ya que desde su
primer cartón, donde Dreamworks (¿una
filial de la “peligrosa” Disney y del
“terrorífico” Pato Donald?) se anuncia como la Productora y dueña de
todo el cotarro, ya debería haberme esperado lo que luego vi durante 130 minutos.
Así que tampoco nos tiremos de los pelos. Porque, ¿cómo era aquello? Sí,
aquello de que quien avisa no es traidor…
Sobre Roma (2018), la peli de
Cuarón no he escrito nada hasta hoy porque me parece que o no hay nada que
decir, con lo cual lo mejor es callar, o que hay mucho que decir, con lo cual
necesitaría bastante tiempo para aclarar qué decir y qué no decir; o sea, un
pequeño galimatías romano que, por
ahora, intentaré resolver diciendo simplemente algo- no-mucho. Y escribiendo,
por ejemplo, que no me hace ninguna gracia que el título de la película, Roma,
sea el mismo de la magnífica (ésta sí) Roma,
del gran Federico Fellini.
¿Tanto les hubiera costado,
pienso yo, a los productores o al mismo Cuarón encontrar otro título y dejar al
maestro de Rimini tan tranquilo con sus cosas y sus películas? Pero vaya, se ve
que la modestia no es una de las virtudes del director mexicano ni de sus
financieros, porque, como excusa, se cuenta que la película de Cuarón
transcurre en el barrio donde se crió y que éste se llama Roma. Pero este
detalle al espectador, y a mí con él, nos la trae floja, y a la película todavía
más ya que en ella las referencias al nombre del barrio natal de Cuarón más
bien brillan por su ausencia, con lo cual bien podríamos haber zanjado la
cuestión y referirnos a la película con otro título más original.
Por otro lado, y según lo que
el mismo director suscribe, Roma, de Alfonso Cuarón, es una
película autobiográfica. Y esto es una verdad a medias y una mentira, a medias.
Porque la verdadera y única protagonista de esta Roma es Cleo, la joven
sirvienta de la familia. Y esto a mí ya me empieza a oler a chamusquina: al
poderoso e imprescindible hoy-en-día movimiento #metoo frotándose las manos al dar el arte, en este caso
cinematográfico, pábulo a otra fémina abnegada, marginada, silenciosa pero súper
curranta como la que más y, por supuesto, nunca reconocida en su papel… hasta
la llegada salvadora de obras como Roma y de las huestes, en este caso,
de Netflix. Y yo lo soporto, y voy a
ver la película, pero que nadie me pida que eche cohetes, porque la maniobra me
suena a triquiñuela, a requiebro conocido, a cierta trampa con la que los mass media nos llevan achicharrando durante
los últimos meses: me too.
Aunque todo esto no pasaría
de ser un punto de vista, que se puede compartir o, ¡faltaría más!, arrojar al
cubo de la basura. Pero lo que no me trago ni con miel son las formas, la
estética con la que Cuarón ha rodado y montado su película. Un plano general
detrás de otro, y solo planos generales, planos generales y planos generales y
con esto, me temo que el director mexicano incurre de lleno en un flagrante
error. Porque a mí, por lo menos, la generalidad
me saca de la trama y los personajes me resultan, literalmente, irreconocibles.
Vaya, que si me encuentro, por ejemplo, con el actor que interpreta alpadre de la familia tomando un vinito en
cualquier tasca del barrio, es que ni le pido un autógrafo porque ni sabría quién
es. Y esto ya no tiene tanta gracia. Porque si no le reconozco, no empatizo con
él, y si no empatizo con él, me importa un rábano lo que le ocurra en la
ficción al susodicho padre y, entonces (lo peor de todo), desconecto y Roma
se me desmorona ante los ojos y entre las manos.
Además pregunto, ¿qué sentido
tiene rodar una película autobiográfica, con lo que esto debiera suponer de
emotividad, de cercanía, con una planificación basada en planos generales, que
si algo transmiten es justo lo contrario, frialdad y desapego ante lo que se
cuenta en ellos, cercenando, de paso, cualquier atisbo de implicación con los
personajes, a los que apenas si distinguimos como puntitos sobre la pantalla?
Creo, por ello, que Cuarón se
ha equivocado.. Si los planos generales no se mezclan con otros diferentes, más
cortos, esa generalidad, de la que
hablaba antes, pierde toda su efectividad y pasa a convierte en un puro
manierismo, en una simple manía con la que, a los diez minutos, me encuentro
hasta los c. de achinar los párpados tratando de discernir si este hermano era,
realmente, el pequeño o el mayor de los cuatro, o… el del medio, no el del
medio no, porque ése era chica, como si Cuaron me estuviera obligando a mirar
el paisaje (su película) con los prismáticos colocados del revés. Y me aburre
esperar tanto tiempo para darles la vuelta…
¡Ah, sí! Pero por lo que leo
y me cuentan por ahí Cuarón quiere con Roma dar voz a personajes
tradicional y realmente ninguneados, como Cleo, y que por ello elige el plano
general, para que el personaje esté también ninguneado en la pantalla. Forma =
fondo, correcto pero, si lo analizamos bien, de esta manera están filmados todos
los personajes de Roma, los marginados y los no marginados. Así que la
explicación no me cuela, Alfonso y tu película, a pesar de los méritos, que los
tiene pero sobre los que hablaremos otro día, y a pesar de la valentía que has
demostrado rodándola casi toda entera con esos angulares y focales cortas, no,
no termina, por lo que llevo escrito, de convencerme para nada. Luego, arrivederci Roma, y me sigo quedando con Biutiful.
Sobre Disobedence (2017), de Sebastián
Lelio, apunto un par de cosas o… tres:
. La película no es una
película sencilla y sí una más que digna cinta (a pesar de que también hará las delicias del #MeToo) y que niega esas calamidades tan
propias, muchas veces, de los directores de cine no anglosajones que, a cuenta
del éxito de su penúltima película (en el caso de Lelio Una mujer fantástica, y el Oscar a la Mejor Película Extranjera),
pasan a realizar su debut en las todopoderosas (presupuestariamente, sobre
todo, para qué engañarnos) filas del cine anglosajón con más miedo que
vergüenza y más despistados que el clásico pulpo en un garaje. Pero gracias a
Dios, borrando algunos minutos de un metraje que se me hace, a veces, excesivo y algunas dudosas
secuencias y giros del guión (sobre todo en el 3º acto), éste no es el caso y voy a quedarme con lo bueno que no es, precisamente, poco. Porque Disobedence
es, por momentos, una excelente película, y confirma el magnífico pulso
narrativo que atesora la intensa puesta en escena del cineasta chileno y su
soberbia capacidad para dirigir actrices que, por si no lo confirmaba la
presencia de Daniela Vega en Una mujer fantástica,
aquí tendríamos taza y media de esa capacidad con las excelentes Rachel Weisz y
Rachel McAdams.
. Además me reitero
en el impecable trabajo de Lelio como creador de atmósferas inquietantes y turbias
o sintamos, sobre todo al inicio de
la cinta, cómo tras de la aparente normalidad que rodea los movimientos del personaje de
Rachel Weisz se intuye todo un fondo de oscuras premoniciones que, sin que la
película nos las muestre de momento, van dejando su turbio poso sobre las
imágenes, orientándonos hacia la intuición que, detrás de esa normalidad, se
esconde algo más.
. Pero me gusta también, y no
puedo dejar de mencionarla, la lectura que Disobedence hace Lelio de la
globalización, contraponiéndola a ese círculo cerrado y represivo que se
representa la pequeña comunidad judía. Porque si uno de los caracteres de la
globalización estriba en derribar fronteras, las protagonistas de Disobedence
podrán viajar en el Metro londinense dando apenas un par de pasos que Lelio
convierte, simplemente, en un cambio de plano a corte, tal y como ha hecho,
previamente, con el viaje de Rachel Weisz desde su residencia de Nueva York a su
viejo hogar judío en Londres. La globalización consigue que apenas distingamos
la geografía de una y otra ciudad. No así, los edificios y calles del barrio
judío que, de esta sutil manera, se nos muestran menos globalizados y más al margen del mundo.
. Y todo ello sin dejar de admirar la
grata sorpresa con la que Lelio evita el clásico y temible, a todas luces, flash-back, en b/n de las dos protagonistas
de la película con 14 añitos iniciándose en sus jueguecitos sexuales. Le basta a
Lelio con la mirada de Rachel McAdams
siguiendo desde el pasillo a las jóvenes y actuales alumnas del colegio
atendiendo la clase; y con la excelente secuencia que, bajo la envolvente melodía
diegética del Love Song de The Cure, los suaves, sugerentes y
silenciosos movimientos de las dos protagonistas no dejan lugar a la duda sobre
sus relaciones pasadas; momento, además, con el que Lelio no se deja llevar, como
hubiera sido lo facilón, sino que corta por lo sano, frustrando las
expectativas del espectador pero anticipando, con ello, que la historia de amor entre las
dos mujeres no fructificará y se quedará en eso: en un recuerdo imborrable e
inolvidable, como una bonita canción de
amor.
. Y por último cito la
maestría con la que Lelio y su guión resuelven el conflicto entre las dos
mujeres enamoradas y el marido de una de ellas, futuro rabino de la comunidad, haciendo
que las posturas enfrentadas se acerquen hasta fundirse en un punto en común,
tal y como Steven Pinker comenta en En
defensa de la Ilustración,
un buen libro donde aboga por resolver las diferencias que pudieran plantearse durante
una enquistada negociación con la cesión de un mínimo por parte de una de las
partes y la correspondiente cesión de otro mínimo por parte de la segunda parte
en conflicto, y así operar hasta que las dos posturas pudieran aproximarse hasta un máximo.
De esta forma, Alessandro Nivola, el futuro rabino, cede y con-cede la libertad
a su mujer para actuar como mejor crea que debe hacerlo; y la mujer, ya libre
de las ataduras de su unión, cede a su vez y con la libertad recién ganada
acepta quedarse con su marido y renunciar al amor que ha vivido con su amiga.
Lo siento, La
favorita (2018), de Yorgos
Lonthinos me coña, y a una velocidad que
sólo sus a menudo ilegibles subtítulos (a-la-velocidad-del-rayoooo) alcanzan. Sí, una pena, pero qué vamos a
hacerle. No me esperaba semejante patinazo del joven director griego, pero
también es lo que suele pasar cuando los directores europeos no anglosajones se
pasan al cine de gran presupuesto en inglés (que se lo pregunten si no a Wim
Wenders con su Hammett debajo del
brazo). Y eso que a mí, aunque a veces no lo parezca, me gusta mucho el cine, y
tanto que incluso llevo hasta bien películas como ésta que terminan, después de
2 horitas, haciéndome volver la cabeza hacia el luminoso letrero “Exit”, con sus
inteligentísimos (sic) personajes y
su atosigante y pesada banda sonora, y su pesadillesco (¿existe esta palabra?)
clavicordio, aunque éste parezca ser el sonido que debe acompañar necesariamente
a toda película que se desarrolle en el siglo XVIII desde aquellos lejanos años
de la excelente (ésta sí) Barry Lyndon,
de Stanley Kubrick.
Pero yo con esta Favorita,
y yendo a lo mío, o sea, olvidándome de la multitud de premios y nominaciones
que ha atesorado, no dejo de ver las sombras de las activistas del #MeToo por todas sus esquinas o fotogramas.
Porque para la trama sólo cuentan las mujeres: la reina de Inglaterra Anne que se
debate entre los amores que le inspira su amiga Lady Sarah, auténtica
gobernanta del país, y la nueva sirvienta que entrará a trabajar en el Palacio
Real y por la que pronto sentirá una cálida atracción. Y así, la rivalidad
entre estas dos mujeres por ganarse los favores de la todopoderosa reina ocupa
la totalidad del metraje de la cinta.
Todo, muy original (otro sic).
Éste es, sin duda, el empeño de Lonthinos, el nuevo enfant terrible del cine europeo, pero a mí, después de su más
lograda y original (ésta sí también) Langosta,
todo me suena a trampa y cartón. Lo original de La favorita es lo de siempre.
O lo de casi siempre en estos tiempos nuestros, los del siglo XXI: mujeres que
se lo saben todo, moralmente fuertes o fortísimas, seguras o segurísimas de sí
mismas, tanto que la debilidad, la vulnerabilidad que pienso que nunca deben
eliminarse en el retrato de un personaje, si queremos que éste nos toque, nos
llegue, nos diga “algo”, brillan por su ausencia; o más bien, por decreto #MeToo. Y ya esto de los decretos o de las
togas judiciales, de los martillazos sobre la mesa no va conmigo, porque como
diría un buen amigo, de tan list@s que son estos personajes, me temo que nada
voy a aprender con ell@s. Y así es. Después de ver La favorita salí del cine
igual de espabilado o igual de tonto.
Que El reino (2018), de
Rodrigo Sorogoyen, se llevará un montón de Goyas el 2 de febrero del año en curso es algo que no debería extrañar
a casi nadie. A mí no me extrañaría, por lo menos. El cine español siempre anda
haciendo, según ya una vieja costumbre, reverencias a diestro y siniestro y, más aún, cariñosos guiños y visages a la fotogénica colina
de Hollywood.
Campeones se cayó de las
quinielas y en la carrera hacia las posibles nominaciones hollywodienses, y en los Goya, creo, pagará
este tropezón. Y, aunque yo prefiera Petra, y aunque El reino ni siquiera fuera elegida en su día por
la Academia
para representar a nuestro cine en aquellas tierras al otro lado del océano,
resulta que el propio Sorogoyen ha recibido la nominación definitiva, la que
dictamina a los candidatos finales a recibir el preciado Oscar, por un
cortometraje que escribió y dirigió antes de su reino, Madre (2017) que me parece una
excelente propuesta, una pequeña película, pero sólo si consideramos su duración,
porque el resto es cine con mayúsculas, cine con palabras mayores o cine con
pantalones largos (por continuar con la jerga en la que últimamente me estoy
enredando y en la que incluyo al 90% del cine que se hace en este país; esto es,
cine para niños o cine con pantalones cortos, y cine para
mayores o con pantalones largos).
Y es que en Madre veo pantalones largos, tensión, nervio
o pulso narrativo, y también inquietud, cuando no puro y doloroso terror. Y estos
no son objetivos nada fáciles de conseguir. El propio Sorogoyen lo habrá
experimentado en sus propias carnes ya que El reino me resulta una película,
comparándola con Madre, decididamente decepcionante, una película donde el
nervio se resuelve en atropellamiento, donde la inquietud y los aires malsanos
y turbios que azotan los fotogramas de Madre brillan por su ausencia, donde
todo me parece haberlo visto ya y en cualquiera de los noticiarios con los que, a
diario, nos atosigan las televisiones, y con un estilo formal que me retrotrae al
siglo pasado, o al Scorsese de Uno de los
nuestros. O sea, y lo escribo con cierta tristeza habida cuenta de las expectativas que me había hecho albergar Madre, viendo El reino que nadie se espere que la
originalidad se siente a su lado en el cine.
Y sin embargo, la nominación de
Madre
cambia las cosas. Por lo que estoy seguro que la Academia premiará a El reino, aparte de por
los valores que esos académicos piensen que tiene (yo no demasiados, pero ya lo
he escrito), como un decidido (y justísimo, éste sí) apoyo a Madre. Y sin haber echado un ojo a las otras candidatas (Detainment, Fauve, Marguerite, Skin- aunque cuidado con Marguerite-jeje),
apuesto porque Sorogoyen se traerá el Oscar para casa. Incluso el título, Madre,
le acompaña. Y más que Marguerite, que no deja de ser un nombre de pila Y el chiste fácil: que Óscar se acueste en
los brazos de su Madre. Y por
si todavía faltara algo, seguro que a las activistas del #MeToo que andan por todas partes y son,
sin duda, las nuevas vacas sagradas de nuestros tiempos, no les desagrada el Óscar a esta
magnífica Madre que bien podría ser la madre de cualquiera de ellas (ni el Óscar a Roma con su abnegada sirvienta, auténtica protagonista de la película de Cuarón, o a La favorit@, del griego Lonthinos).
Dogman (2018), del italiano Matteo Garrone, el que fuera director de la polémica y
aclamada, pero menor (¡qué le vamos a hacer!), Gomorra, ha sido para mí la película del año que acaba de irse.
Creo que tiene lo que toda buena película debe tener: garra, verosimilitud,
interés, y eso que hace que, mientras la estás viendo, la cabeza no deje de
darte vueltas y te sumerja en un mundo que nada, ¡o que todo!, tiene que ver
con el que has dejado a la entrada del cine, y con el que cuando vuelvas a
reencontrarte, 102 minutos después, sabrás apreciar y mirar con otros ojos, sin
duda, otros ojos mássabios. Pero es que además con Dogman
he vuelto a compartir mi tiempo con el mejor cine italiano, el gran cine
italiano del que nos hablaba Godard en sus imprescindibles Historias del cine, porque a mí, por lo menos, Dogman se me antoja como una
inteligentísima y moderna versión de la magistral y demoledora strada felliniana (también en su momento me la recordó la excelente El sueño de Ellis, de James Gray, tal y como escribí en este mismo blog). Sí, y no he bebido una gota desde hace meses. Pero el bruto Simone, ¿no podría ser un alter ego del Zampanó (Anthony Quinn,
sí) de la película de Fellini?, o el propio y frágil Marcello, ¡¿un trasunto de
Gelsomina (la gran Giuletta Masina)?! Claro, que los papeles estarían
cambiados. Por eso hablo de “versión”. Pero el resultado acaba derivando en las
mismas consecuencias. Con Fellini Zampanó mata (aunque no directamente) a Gelsomina y acaba en una
desolada playa llorando la pérdida de su compañera de fatigas, llorando una
soledad que parece que se prolongará sine
die. Y con Dogman también sucede algo similar. Pero al revés, repito. ¿O
no mata en ésta el inocente Marcello (Gelsomina) al brutal Simone (Zampanó),
que le ha hecho la vida imposible a pesar de haber mantenido con él una
indudable y peculiar amistad, pero que al final, en una última secuencia,
cargando con el cadáver de Simone sobre los hombros, en una noche y en una
plaza (con un inequívoco aroma felliniano) tan desolada como la playa última de La
strada, termina la película llorando, llorando su miseria y su soledad,
porque Simone está muerto pero él, Marcello, se ha quedado, sin su compañía,
irremediablemente solo? Sí, cosas como éstas hacen que sienta que el cine
todavía merece la pena, que la vida merece la pena, y que sólo por esto Dogman
permanecerá en mis recuerdos, en mi amarcord
particular (por seguir hablando del gran Fellini y del gran cinema italiano) como la mejor
película que tuve ocasión de ver en 2018.
Sobre El hilo invisible (2017),
de Paul Thomas Anderson (¿otro de esos falsos prestigios a los que el cine
moderno parece tan aficionado?) no voy a extenderme demasiado... Seguramente
fuera perder el tiempo. Con arrogantes y pretenciosos como el propio Anderson o Day-Lewis siempre
tengo esta ingrata sensación. Así que quizás recurra a una pequeña boutade para
aclarar, en esta ocasión, mis "malsanas" ideas, "¡ojala además del hilo, la película entera
(Phantom Movie?) hubiera sido invisible!" Aunque, hace poco, ha aparecido como nominada a Mejor Película Extranjera Visible en los Goya 2019. Pero, a estas alturas, no vamos a dejar asustarnos por estos fantasmas, ¿verdad?
Le Mepris (1963), de Jean-Luc Godard me hace soñar. Y la última vez soñé
que era una película que me hablaba sobre una película imposible, sobre una
película que jamás se estrenará; y lo hacía, y aquí pienso que reside una parte
de su genialidad, usando los últimos materiales que logran alcanzar esas
películas imposibles, que no son otros sino los copiones del rodaje, esos
planos sueltos que, en su libertad,
sin embargo, apenas representan algo más que imágenes.
Porque la película,
llamémosla, posible, o seaLe Mepris, siempre me ha parecido
una película realizada como una unión de copiones, recién salidos del
laboratorio y de las cabinas de proyección, como si todavía estuvieran todas
ellas sin editar.
Con ello, no obstante, se
produce un maravilloso y difícil milagro porque ésta sería la manera que tiene Le Mepris,
y por extensión Jean-Luc Godard, de hermanarse con La Odisea,
¡y por extensión con Fritz Lang! (que llevaba tres años sin rodar y que ya- cruelmente
premonitoria Le Mepris- no volvería a hacerlo); con esa odisea que intenta en la ficción dirigir el gran director alemán y
que no llegará a materializarse nunca, que siempre se quedará en eso: en un
copión de imágenes que no encontrarán un montador que las de sentido. No
casualmente, Jack Palance, el productor en la ficción de Le Mepris, en la ficción de La Odisea,
muere durante la secuencia final en un accidente de automóvil…
… aunque yo continuaré
soñando, soñando con que Fritz Lang termina La Odisea(1963), la obra que, así, sucedería en
su filmografía a su extraordinaria Los crímenes
del doctor Mabuse (1960), y que Le Mepris, después de todo, y además
de un conjunto de copiones re-unidos, es también una grandísima película.
La semilla del diablo (1968), de Roman Polanski. Como estaba de aniversario, medio
siglo, volví a echarla un vistazo. Las mejores expectativas se me confirmaron.
Yo suelo decir en plan coña, por ejemplo, de un director o directora X, no tiene una
película mala. Y luego añado, todas son de puta pena. Pero con Polanski la
frase es cierta. Polanski no tienen una película mala. Todas tienen “algo”. Y
todas merecen, en un sentido o en otro, la pena. La semilla del diablo no es
una excepción. Se conserva muy bien con sus 50 años encima, además de haber
(casi) inaugurado lo que yo llamaría el “terror urbano”. La secuencia inicial
de créditos, que incluyo más abajo, no deja lugar a la duda. Así desde esta
semilla, los edificios, apartamentos, los vecinos que viven en ellos, o sea,
nosotros mismos, ya no serán totalmente inocentes. Nadie lo es. Un reflejo sobre una tostadora de
pan puede resultar inquietante. O una confortable butaca. O la mirilla de una
puerta. O una lámpara. O un armario arrastrado y colocado contra una esquina
absurda. O una bonita ventana, con bonitas vistas, desde la que una mujer cae
al vacío dejando detrás una nota de suicidio. O una pareja desnudándose y
haciendo el amor en un salón vacío de muebles. O un ascensor con cierre de
rejilla. O el ascensorista. O el conserje también. O una vecina plomazo. Polanski no deja
títere con cabeza. TODO puede ser objeto de terror si mira bien. O mal… Depende
del ojo.
Esto me lo cuenta La semilla del diablo. Y supongo,
además, que si, en los meses previos al rodaje, algún periodista curioso le
preguntó a Polanski, ¿de qué va a tratar su próxima película, señor Polanski?,
él pudo haber contestado, sobre una secta de adoradores del diablo que reside
en Nueva York. Y entonces el periodista, contumaz, insistiendo, pero eso es una
paranoia, señor Polanski. Y Polanski respondiendo, sí, por supuesto, es que la
película también tratará sobre eso. Porque los vecinos de Rosemary, ¿son
realmente una secta de adoradores del diablo o la película es, simplemente, la
alucinación o la paranoia de una mujer que espera, entusiasmada pero también
asustada, a su primer hijo? Polanski nunca deja indiferente a nadie. Su cine no
es una encuesta. Lanza preguntas. Pero no siempre encuentra respuestas…
El otro día vi ,¡por primera
vez! West Side
Story (1961), de Robert Wise. Pero ¡cómo la
vi!: con la
Orquesta Sinfónica de Bilbao, 87 musicazos a las órdenes de las manos (no empleó la batuta) de
un experto director en estas lides(Ernst van Tiel), interpretando en directo, y bajo la pantalla donde se
proyectaban las imágenes, la música de Bernstein: un auténtico lujo.
La película, ya me lo
imaginaba (estas superproducciones hollywoodensenses, con tanto Oscar, bueno,
son lo que son), tampoco fue para tirar cohetes. Pero sí que me llamaron la
atención un par de detalles.
En 1961, año de producción de
la película, ya se habla de que en casa de uno de los protagonistas se fuma
marihuana, la madre de otro de ellos ejerce de prostituta y se patea las calles
del barrio, y el padre de otro de los chicos consume heroína. ¡Toma ya! Por
estos lares en 1961 nos hartábamos de escuchar a Joselito o a Manolo Escobar. ¡Menudas
diferencias! Que todavía andamos pagando, padeciendo y aprendiendo a calibrar
lo que cuesta remontar desde los últimos puestos de la fila hasta los puestos
delanteros. Y ahora me refiero al país, a España. ¿Cuánto tiempo, esfuerzos y
sinsabores nos costará lograr esta proeza? Sí, también eso nos lo contará el
tiempo algún día o el viento, donde están todas las respuestas, según nos
cantaba Dylan.
Pero más detalles: West
Side Story es una perfecta radiografía sobre el devenir de las
sociedades occidentales. Por un lado y en concreto, de sus especimenes más jóvenes.
La película, y la música lo recoge, cambia radicalmente desde la muerte de Riff
y Bernardo, los primeros jefes que comandaban los Sharks y los Jets. Hasta
ese momento los chicos son más gamberretes de barrio que otra cosa. Pero a
partir de sus muertes la película se endurece y los gamberros pasan a ser violentos
e irracionales peligros públicos. Surgen y se utilizan las armas de fuego y la
violencia ya no responde a una causa concreta, sino que es fruto de un malestar
general, al que todavía hoy, no le encontramos explicación. A todos nos vienen
ejemplos a la cabeza o a la vista cuando leemos la prensa o vemos los
telediarios. Escuchemos los últimos y graves "gongs" con los que termina la partitura de Bernstein. A buen entendedor, las palabras sobran.
Y más aún: el papel que la
mujer va a comenzar a jugar en nuestras sociedades occidentales. El movimiento
#metoo podría constituir un último ejemplo, y West Side Story nos lo cuenta,
repito, ¡en 1-9-6-1!, a partir del
personaje de Natalie Wood. Verla rezando, ¡mantilla incluida!, por la suerte de
su querido Toni y verla, al final, ante el cadáver del propio Toni (las
oraciones no han dado resultado), levantándose y lanzando un reto furioso a
toda esta sociedad injusta, me parece toda una declaración de principios. Sin duda
que el cine, incluso en películas insuficientes como este West Side Story, también
vale para aprender muchas cosas.
Que poco me esperaba de La
forma del agua (2017), de Guillermo del Toro era una pura realidad a
tenor de los comentarios que me habían llegado de diferentes fuentes. A veces los
rumores no aciertan, cierto, pero éste no ha sido el caso. Incluso se han quedado
cortos. Porque la película de del Toro, con su León de Venecia y con sus
múltiples Óscar a cuestas, es un verdadero pestiño. Quizás represente
posiblemente, y con esto si me paso me he pasado, aquello que más aborrezco
cuando me siento a ver una película, y que no es otra cosa que encontrarme con una
cinta mansa, ñoña a más no poder, disfrazada de cuento, eso sí, pero como si
este género admitiera la ñoñería como virtud cuando, en realidad, la ñoñería
debiera ser el principal adjetivo a desterrar de cualquier manifestación
artística que quisiera merecer la pena, al tener incluida, entre sus caracteres,
la tóxica particularidad de que sus ñoñas consecuencias desbaratan el resto de
posibles excelencias que la película (en este caso) pudiera tener.
Esto es, la ñoñería arruina
las interpretaciones de los actores y actrices, las relaciones entre los
personajes, las vicisitudes de la historia; la propia película, en definitiva,
que termina interesándome menos que cero y a la que, entonces, no dejo de
ponerle reparos mientras asisto, junto a la abuelita de turno sorbiendo el
chocolatito, a su proyección: el monstruo amazónico me parece inverosímil: una
chapuza (verle acodado en su bañera como si estuviera en la barra de un bar me
parece un cachondeo), los malos, tanto los rusos como los patéticos americanos,
son como de guiñol, una broma que, además, nunca me hace reír (y ya se sabe
aquello que decía Hitchcock sobre los “malos”, que cuanto mejores sean éstos,
mejor será la película; o sea que aquí, al revés) y más tarde, cuando recuerdo
que la anterior película de del Toro fue la superior El laberinto del fauno ,pues eso, que me parece que esta forma
del agua no es más que una plúmbea continuación de aquélla, pero afrancesada,
en lugar de “españolizada” (¿o no asoma, sin ningún
tipo de vergüenza torera, Ameli- ¡sin
olvidarnos de la oscarizada música de Desplat!- por los cuatro costados de sus
fotogramas?). Si luego, además, la película no se corta un pelo y pretende colarnos un pretencioso mensaje sobre lo que es diferente y, por lo tanto, discriminado, etc. y etc., pues ya voy y me cago.
Así, que lo siento. No niego que han habido decenas de críticos que han
alabado La forma del agua, pero cada vez estoy más convencido de que,
en cierta manera, venimos a este mundo genéticamente programados y con la
mochila, si no llena, sí con algunas cosas en su interior. Serían, tal vez,
aquellas ideas del Mundo de las Ideas del que nos hablaba Platón. Porque a mí
sin que nadie me diga nada, me emociona el Adagio
assai del Concierto para piano,
de Ravel y nunca sabré porqué. Y, sin embargo, La forma del agua, por
ejemplo, y sin que nadie me explique nada tampoco, me produce un empacho de la
peor sensiblería. Vamos, que la abuelita y el tazón de chocolate no me interesan
nada. ¿Que ha cosechado la película muchos reconocimientos allá por donde se ha
proyectado? OK. Pero eso no sería más que otra muestra del muy lamentable
estado de nuestras cosas de hoy.
Por eso, un consejo, si alguien quiere conocer la verdadera forma del agua, que escuche, por ejemplo, True Love Waits, el hipnotizador tema que cierra A Moon Shaped Pool, el disco de Radiohead, y que se aleje de estas chorradas de Guillermo.
El capitán (2017), de Robert Schwentke se presentó en la última edición
del Zinemaldia y obtuvo el premio al
Mejor Director; digo yo, por darle algo, porque la película no deja de ser un
más de lo mismo, un más, de lo que yo, por lo menos, estoy hasta la coronilla
de ver: 2ª Guerra Mundial, blanco y negro, atrocidades y más atrocidades,
disparos a quemarropa, ajusticiamientos masivos y sin motivo, enterramientos a
motrollón y en cal viva (que no se nos olvide incluir algún planito en que el
supuesto cadáver está todavía vivo); o sea, terrible, terrible y terrible, pero
tan terrible que los personajes se quedan también atrapados y anulados en esas
atrocidades. Van y vienen sin que nadie acierte muy bien a explicarnos para
qué.
Un palo ya que la película
venía precedida con algunas buenas y fiables críticas. Aunque su estreno ¡un
año después! de su pase por Donostia, no auguraba nada decente. Y no me
equivocaba. Además los nazis, el Heil
Hitler, los taconazos, las cruces gamadas, los brazos en alto, la fotografía
grisácea (como si al horror le sentara bien la humedad y el siri-miri), ya me aburren
como los discos rayados.
Me pasa, y perdón por la
comparación y por la frivolidad, lo que me pasa con las películas pornográficas:
después de tantos polvos, de tanto posturno acrobático, también sin-sentido, el
efecto se vuelve defecto, y me levanto de la butaca y me pongo un cafecito, y
como si no me hubiera enterado de nada.
Claro que, volviendo a El capitán, hemos sido y continuamos
siendo malos, muy malos. Aunque yo, más que verlo una y otra vez hasta el
hartazgo, me pregunto si no va ya siendo hora de que alguien nos diga porqué,
porqué coño somos así. Eso sí que podría despertar mi interés.
¡Ah! y por cierto el
protagonista de El capitán tiene sólo
19 años. Tampoco hubiera estado mal que la película se hubiera centrado y
excavado un poco en esa juventud monstruosa, en lugar de tener que esperar al
último fotograma para enterarnos de que el supuesto capitán tenía tan sólo 21
años (¡ah, sólo tenía 21 años!) cuando fue apresado y ajusticiado por sus
crímenes, como Dios manda.
Me he entretenido con las dos últimas películas de Martin
McDonagh. Para qué voy a negarlo. Y también me han dado pie para un par de
reflexiones. La primera salta a la vista viendo Siete psicópatas (2012)
cuyo protagonista es, o aspira a ser, un escritor de cine. Y es que la trama
deja bien a las claras, como pocas veces tendremos ocasión de sentir, las
enormes y diabólicas dificultades que encierran la creación y redacción de un
guión cinematográfico. Al final Colin Farrell, el guionista en cuestión, después
de innumerables y alucinantes experiencias, consigue armar y terminar la
película, que no es sino la propia Siete psicópatas, abonando el
mefistofélico precio de contar con la perpetua presencia de uno de los
psicópatas que dan nombre a la película, pisándole literal y hichcockianamente sus
talones, por el hecho de que Farrell olvidó la promesa que le había hecho
acerca de impresionar un determinado número de teléfono sobre los fotogramas de
la película. Te noto cansado, distinto, le dice Tom Waits, el psicópata,
durante la última conversación telefónica que le vemos a hacer a Farrell. ¿Ha
sidotan duro?, le pregunta refiriéndose
a la redacción del guión. No te lo puedes imaginar, sentencia, más o menos,
Farrell.
Cierto, el guión puede convertirse en un satánico y fundamental trabajo, sobre todo en lo
que apunta a ciertas producciones norteamericanas marcadas con el tufillo a lo
Tarantino (como estos Siete psicópatas) o a los Coen Bros.
(como en Tres anuncios en las afueras (2017), la siguiente, multiaclamada
y multipremiada película de McDonagh; aunque habría que anotar en este caso
cómo sería el músico Carter Burnell quien aúna los aromas de esta película con Muerte
entre las flores, por ejemplo, con la espléndida secuencia del intento de
asesinato de Albert Finney a los sones de Danny
Boy- sentid entonces los
parecidos, también, razonables entre ambas películas), donde los guiones,
escribía sobre ellos, y sus enrevesadas idas y vueltas, sus brillantes puntos
de giro y sus más brillantes diálogos, se convierten en los reyes de la función
como, por otra parte, cabría esperar de películas que construyen sus armazones
desde de las canteras del cómic y del pulp
fiction.
Porque es ahí, donde nacen los principales méritos de
las películas (en los guiones, sí), donde residen irónicamente, al menos para
mí, sus principales defectos. Y sería ésta la segunda reflexión a la que
apuntaba líneas arriba. Porque los guiones, además de ser los reyes de la
fiesta (sí, a veces en estas películas todo parece una gran función de guiñol,
cómic-a), actúan como una terrible bola de nieve que fuera rodando cuesta abajo
a toda velocidad y haciéndose, a cada segundo, más y más grande hasta acabar
engullendo en suenormidad a todo
aquello que no sea brillante e inolvidable, y en especial, a los propios personajes
que acaban ahítos de tanta brillantez, de tanto ingenio, de tanta personalidad:
demasiado perfectos, tan perfectos que terminan pareciéndome poco humanos, demasiado poco interesantes, y esto último es una
verdadera faena. ¿O no es esto lo que le ocurre lamentablemente a Frances
McDormand durante los Tres anuncios…?
Call
Me by You Name (2017), de Luca
Guadagnino. Siempre he pensado que el
arte de hacer películas, porque digámoslo sin rodeos ya: el cine es un arte, es
una de las cosas más complicadas en la que los seres humanos nos empeñamos en
meternos de vez en cuando. Y Call Me by Your Name es un ejemplo claro
de todo esto.
Creo que la película de por
sí, y a bote pronto, presenta dos serias dificultades. Una de ellas es la
presencia permanente de un actor, y más en este caso, un joven actor en (casi)
todas las escenas del film. Así, los logros de la cinta película están, en gran
medida, en las manos y en las aptitudes de ese joven actor para construir
verosímilmente su personaje, y en las empatías que, con ello, puede despertar
sobre el espectador. Pero en este sentido, con esta primera dificultad, respirar
tranquilo, nada que decir. Apenas si quitarme el sombrero. Porque el trabajo de
Timothée Chalamet me parece impecable, lírico y seguro a parte iguales, y con
una personalidad que se desborda en cada plano de la película.
Pero sin embargo, de la
segunda dificultad la película no sale tan airosa. Con ésta me estaría refiriendo a
que cuando en el argumento sobresale una trama con demasiada fuerza, el resto de tramas y subtramas, el resto de
los personajes involucrados en ellas, corren el serio peligro de resultar
intrascendentes, de ser una mera excusa para llegar hasta las dos horas que los
productores han decidido que dure la película. Y con esta segunda dificultad la
película no puede, da su brazo a torcer o sucumbe, lo que para los espectadores
o para mí, por lo menos, quiere decir que acaba aburriendo, que las dos horas se
me acaban haciendo eternas, y a eso a pesar del espléndido, sostenido, largo y
complicado (para el joven actor, sí, hasta el final Timothée se parte el pecho
con las dificultades del papel saliendo airoso de todas ellas) plano fijo con
el que la película se cierra.
Pero, ¿qué demonios es eso de
una trama condemasiada fuerza? Serían esas tramas que tienen por protagonistas,
por ejemplo, a jóvenes maltratadas o
violadas por sus padres, a soldados que padecen terribles torturas por parte de
sus captores durante una guerra o escaramuza cualquiera, a mujeres que tienen
que apechugar por sí solas con una embarazo no deseado, o al personaje
angustiado que acaba de perder su empleo y sabe que las oportunidades de
conseguir otro similar o, incluso, peor remunerado le harán dar más vueltas que
una barraca o personajes, en fin (como es el caso de Timothée), que se
enamoran, por primera vez, durante su agitada adolescencia de un hombre culto,
mayor que ellos y en los que despierta una pasión que a esos hombres les pilla
con el pie cambiado.
Y en esta trama con demasiada fuerza me centro. Porque
en Call
Me… esta historia de amor, entre el joven Elio y el no tan joven Oliver,
hace que la película, ¿inconsciente y necesariamente?, vaya dejándose por el
camino otras tramas y subtramas que no afectan directamente a esa trama con demasiada fuerza. Y así, por
ejemplo, el interés por las relaciones de los padres de Elio, o las mismas
relaciones del padre con el hijo, se van al garete, ¿o quién se acuerda del
personaje de Marzia?, ¿o de los maduros homosexuales que visitan la casa de Elio?,
¿o de esa verborreica pareja que habla de Buñuel, de cine y hablan por los
codos?...
Y así, por ejemplo, y en
estas condiciones, la supuesta (e inolvidable) conversación final de Elio con
su padre, al haberse quedado éste reducido a un interés cero coma, pierde cualquier
atractivo y su confesión de que en su juventud también sintió atracción por
algunos hombres se queda en eso, en una especie de, ¡¿ahora me vienes con
ésas?! Y es cuando me asalta la desazón de que Call Me… apenas si me
habla de esa cantidad de personas que, por diferentes circunstancias y motivos,
vive y continuará viviendo dentro del armario. Pero esto ya lo sabíamos casi
todos antes de entrar en el cine, ¿verdad? Así que tampoco Call Me… da para tantos
elogios aunque descubramos, repasando los créditos, el nombre del viejo James
Ivory firmando el guión de Call Me… Y es que el Ivoy sigue
teniendo un pulso magnífico para retratar esos hermosísimos ambientes italianos
(o volver a visionar sino su sobrevalorada, a pesar de todo, Una
habitación con vistas) y un agudo e incurable (por lo que también se ve
en Call
Me…) parkinson para tratar esas relaciones que no siempre se sitúan del
lado de lo políticamente correcto (o volver a ver ahora, sino, la mediocre y
soporífera Maurice).
Una mujer fantástica (2017), de Sebastián Lelio, es la película que ganó el Oscar a la Mejor Película Extranjera el
año pasado; el primero que gana Chile, aunque, qué duda cabe, que la película
venía bien arropada: coproducción chilena, española, alemana y estadounidense.
¡Casi nada al aparato! Sí, con una inmejorable posición en la parrilla de
salida para cualquier carrera en la que se dispusiera a participar.
Y el Oscar es el Premio
Gordo. Ahí participa casi todo quisqui, por lo que podríamos también decir que Una mujer fantástica es la Película del Año 2017. O
por lo menos, una de ellas, que tampoco son tantas. Algo de lo más importante entre lo que se proyectó el año pasado
sobre las blancas pantallas de cine que hay extendidas por todo el mundo.
Claro que la película, ya
desde su título, nos anuncia que su absoluta protagonista es un transexual, una
mujer, Marina Vidal, papel que interpreta, y con mucha solvencia y mérito,
Daniela Vega. Como además no tengo dudas que, si año 2017 puede pasar a la Historia por algún motivo,
ése no sería otro que la reivindicación del papel central que la mujer ocupa ya en las sociedades modernas, Una mujer fantástica sería una película
que vendría a ese año 2017 como anillo al dedo. Por ello, seguramente, los
importantes premios recibidos por la cinta, desde su pase por la Berlinale alemana,
apenas si han levantado alguna timidísima voz en su contra.
Pero yo a lo que querría ir
es que a mí, más allá del convincente retrato que traza la película sobre el
personaje de Marina y más acá de sus
dudosas escenas-con-canción que poco más hacen más que hacer bonito, es a la
triste reflexión que nos lanza sobre las relaciones humanas. Orlando Oneto es
un hombre de 57 años y la pareja de Marina, que podría ser su hija al decir de
algunos. Pero los dos se quieren. Se quieren, por lo menos, hasta que Orlando
sufre un aneurisma mortal. Porque desde entonces, como hemos señalado, la
película se centra en Marina, y el retrato de Orlando va quedándose en las
vaporosas nieblas de los recuerdos, de los sueños de Marina al que Orlando se
le aparece silenciosamente en los
lugares más insospechados: en un túnel de lavado de coches, en una discoteca,
en el crematorio,… Pero Orlando no habla. Sólo mira. Es un enigma post mortem. Incluso para Marina que
ignora las causas de esa continua presencia.
Al final, la llave del
casillero de una sauna, que frecuentaba Orlando, nos va a dar esa clave que a
mí sí hace que la película, más allá del Oscar, más allá de la Berlinale, me interese.
Y es que cuando Marina consigue acceder a la sauna y abrir el casillero de
Orlando, se encuentra con que allí dentro no hay nada, salvo una inmensa y
gruesa oscuridad. Y esto sí que me va. Orlando es un desconocido, un agujero
negro para todos, incluso para los que le han querido y compartido su vida con
él: su hermano, su ex, sus dos hijos e, incluso, para Marina que, tal vez, ante
la visión de ese casillero vacío acierte a comprender que el ser humano sea el
animal más enigmático que a Dios se le ha ocurrido poner sobre la Tierra. Ella misma,
su condición sexual no dejaría, entonces, de ser otro más, otro enigma más.
Como Orlando. Como tú. Como yo. Y con esto nadie puede ser discriminado. Todos
seríamos enigmáticamente iguales, agujeros negros que, igual que se habrían "tragado" los pasajes para la visita a las idílicas cataratas de Iguazú, habrían aprendido a
caminar erguidos.
Perfectos desconocidos (2017),
de Álex de la Iglesia.
Sin duda fue una de las películas españolas más rentables del
año pasado; el clásico salvavidas que mantiene a flote, a última hora, las maltrechas
arcas de nuestro cine. Aunque sólo sea por eso bienvenida sea. Y también
porque, sinceramente, me parece una de las mejores películas de Álex junto con,
los no tan apreciados, crímenes de Oxford. Y si lo pienso así es
porque en estas dos películas parece que, por fin, Álex se anima a
realizar películas para mayores, y se olvida de sus tebeos, de sus
gamberradas que no aportan nada más que cansancio y no van a ninguna parte (ese inenarrable personaje del Pobre de El bar, por ejemplo; ¿o quiere Álex "colarnos" que es un alter ego del mismísimo diablo que al final se lleva al Barbas (sic), o sea, a Jesús al pozo del Infierno? ¡Ala ya, seamos serios!) y,
en definitiva, de su cine de chupete y pantalones cortos. Se casó con ese pibón que es Carolina Bang, seguramente su sueño desde que devoraba aquellos viejos Pumby, y eso ya debe ser más que suficiente.
Cierto es que tanto Los crímenes...
como estos Perfectos desconocidos son encargos y parten de ideas
ajenas y que esta última es, en concreto, la adaptación de un
taquillazo italiano, servido en bandeja por el espabilado de Vasile. Pero tal
vez el secreto esté en eso. Porque así parece que Álex se pone de puntillas,
y da un estirón (para arriba, no seamos malos). Y si no ahí están para
demostrarlo los buenos personajes que construyen, sobre todo, el infalible
Eduard Fernández o Belén Rueda. Cierto es también que Álex no se quita de encima
las tonterías de los mayas, los eclipses y cosas como ésas que ni falta
que le hacen para justificar lo que no necesita justificación, porque los seres
humanos somos así: perfectos desconocidos los unos para los otros y punto.
Y si queremos solucionar el entuerto de una "eterna recaída en los
mismos errores" echamos mano de la solución que se inventó Don Luís Buñuel
en El ángel exterminador y el problema se acabó. Y menos súper
terrazas, y menos tufillo a Pedro Almodóvar.
Blade Runner 2049 (2017), de Denis Villeneuve.Que
esta secuela de la mítica Blade Runner que dirigiera Ridley Scott en 1982 tenga
su mérito, no es moco de pavo. La empresa tenía su “aquél”. ¡35 años ha tardado la Industria del Entretenimiento en hincarle el diente! Sí, la película de Scott se ha convertido en uno de los iconos de la moderna
cultura. Es uno de sus santus santorum.
Que a nadie se le ocurra decir ni hacer nada contra de ella. Hasta el punto que parece que, incluso, ese gran traidor que es el tiempo
juega a su favor, vista la creciente cantidad de seguidores e influencias que
día a día va ganando la película.
Por todo esto la tarea de
Villenueve se las traía. Su trabajo iba a ser mirado con lupa, y ¡ay! si
fallaba o si cometía algún error de bulto o si, simplemente, no estaba a la
altura del "santo", Pero en eso Villenueve y sus guionistas pueden
respirar tranquilos. Blade Runner 2049 no desmerece al lado de Blade Runner a secas. Lo
que no es poco decir.
De entrada, Villeneuve se toma las cosas muy en serio. Como no podía ser de otra forma. Su película es
sesuda, con un arriesgado y valiente ritmo lento, y un trabajadísimo y
brillante guión que utiliza el argumento del primer Blade Runner
como excusa original y perfecta para poner en marcha esta secuela de la que los
efectos especiales no se adueñan en ningún momento, como pudiéramos temer y como
ocurre, desgraciadamente, muy a menudo; esto es, cuando el envoltorio lo es todo y su interior apenas si esconde
un regalo miserable.
Pero no aquí; en 2049 no nos encontramos con nada
parecido, y eso que la secuela de Villenueve dura ¡157 minutos!, ¡una hora más
que la cinta de Ridley Scott! Así que otro tanto más a apuntar en su casillero. A nadie se le escapa que cuanto más se alarga el metraje de
una película mayores son los riesgos se corren y mayores las posibilidades de que el tinglado se eche a perder y terminemos enfangados en cualquier esquina del camino, o ya que estamos, del guión. Pero
en eso podemos, y sin que nos tiemble la voz, proferir los típicos tres hurras por Denis y quedarnos tan
tranquilos. No nos habremos equivocado.
Aunque, para terminar, añadiría
que si antes he escrito que este Blade Runner 2049 no desmerece al lado del original, tampoco lo supera. Y podría aburrir al apuntador, y enumerar
detalles que no acaban de convencerme, así que no iré por ahí, pero no puedo
callar una pequeña boutade que se me ocurrió según iba viendo la película, Y es que, como si Harrison Ford pretendiera defender (a capa y
espada) la excelencia y superioridad de su
primigenio Blade Runner, cada vez que el envejecido actor hace acto de presencia en Blade Runner
2049 la película desciende a grandes zancadas unos cuantos peldaños en cuanto a calidad e interés.
Decir que Harrison Ford es lo
peor y más lamentable de Blade Runner 2049 es, quizás, quedarse corto y
resultar demasiado bruto, pero es que el personaje del viejo Deckard es una castaña impropia de los méritos de la película de Villenueve que, posiblemente,
no supo que al enemigo lo tenía en casa y que éste iba a hacer todo lo posible
porque suBlade Runner, el de 1982, continuara reinando en el Olimpo de la Modernidad por encima
de todo y, sobre todo, por encima de este Blade Runner 2049 que está muy bien, pero que cuenta con el propio Harrison
para estropear el pastel y conseguir que esas bondades y excelencias no se
pasen de la raya. A Harrison Ford nada ni nadie va a estropearle sus “lágrimas en la lluvia”, aunque no
fuera a él sino a Nexus 6 y a muchos espectadores a quienes se nos encharcaran los ojos.
La assassin o La asesina (2017) es una película taiwanesa, china, hong-kongonesa (si se dice así) y francesa dirigida por Hou Hsiao-Hsien, y la verdad es que me resulta más fácil pronunciar el nombre de su realizador que ver la propia película.
El título, en español y por esos avatares extraños de nuestra distribución, es el mismo de aquella película que John Badham realizó hace 24 años con la siempre agradecida Bridget Fonda y con el soseras de Gabriel Byrne, aquel actorzuelo al que los hermanos Coen le regalaron el papel de su vida en aquella maravilla que se llamó por estos lares Muerte entre las flores, y al que todavía debería oírsele dándoles las gracias y pisando por donde pisan a los brothers se les ocurra pisar.
Y a su vez, la película de Badham es un remake de Nikita, la cintaque había dirigido el otrora prometedor y afamado Luc Besson tres años antes, en 1990, con esa otra gozada de mujer que es Anne Parillaud.
Así que si tiramos, en orden cronológico para arriba, diré que Nikita es un ameno pasatiempo, con el que Besson nunca pretendió ir más allá. Y que, por lo tanto, con el remake de Badham me sucede como con los chistes (y no muy buenos) que me cuentan por segunda vez: me aburren a tope.
Pero a favor de estas dos películas también tendría que añadir que ninguna de las dos intenta engañar a nadie. Son lo que son, y las tomas o las dejas. Así que yo, salvo a sus protagonistas, prefiero dejarlas.
Pero con La assassin no pasa lo mismo. La assassin se toma a sí misma demasiado en serio. demasiado para lo que, realmente, nos está contando y que no sería sino el argumento de un pequeño cómic dilatado, a ritmo de spaguetti-western, hasta los 105´.Y entonces siento que la broma está yendo demasiado lejos. Cuando alguien te cuenta una tontería, puede pasar. Nadie está obligado a ser un sesudo contador de historias. Faltaría más. Pero si ese alguien, de nombre casi impronunciable, me está contando una tontería y, muy en serio, me obliga a sacar papel y boli y a tomar notas, me levanto y le digo en taiwanés, en chino, en hong-kongnés o en francés si hace falta, que se vaya a tomar el pelo a un calvo que se peine con la raya en medio.
Eso sí, la fotografía de La assassin es alucinante. Aunque eso es como si te preguntan por la cena y contestas que muy bien, que la cubertería, los manteles, el servicio y el local me han dejado con la boca abierta. Fences (2016), de Denzel Washington. Con Fences tenía únicamente la curiosidad de echar un vistazo a una de esas películas que estuvieron nominadas a los Oscar del año pasado. Sin esperar gran cosa de ella. Pero me equivoqué porque algo aprendí. Por ejemplo aprendí cómo no debe hacerse nunca una adaptación cinematográfica de un texto teatral.
Porque con viendo Fences estoy continuamente frustrado. Lo que ocurre fuera de la pantalla, en el off visual, que es bastante, al tratarse de un texto teatral, eso que los espectadores de la película que no tenemos ocasión de ver, resulta muchísimo más interesante que lo que veo. Me gustaría conocer a Alberta, la muchacha de la que se ha enamorado el personaje de Denzel Washintong y pata: Alberta no aparece por ningún lado. Me gustaría conocer algunos de los pormenores de los hijos de Troy (Denzel) y para qué quejarnos. Ni a uno le vemos tocar con su grupo de jazz ni al otro enrolarse con marine para la guerra de Corea. Y así ad infinitum. con lo cual a la carpintería teatral que rezuma la película, la acabo cogiendo por el cuello, porque una película, sea una adaptación teatral o lo que demonios quiera ser, debe resultar autosuficiente, debe valernos por sí misma; no podemos estar añorando que no veamos tal cosa, o a tal o cual personaje, porque entonces a lo que sí se nos la oportunidad de asistir se devalúa por comparación con lo "ausente" y si, además a todo esto le añadimos que entre lo que sí se ve, se encuentra un reparto bastante discutible (¡ese impresentable hermano de Troy al que le falta alguna que otra clavija!), entonces para qué seguir. Mejor esperamos a que la película termine y a otra cosa mariposa.
Silencio (2016), de Martin Scorsese. Después de ver y sufrir
la verborrea incontenible e insustancial, ¿para qué vamos a engañarnos?, del
Scorsese de El lobo.., tenía ganas de echar un vistazo a su Silencio, la
película que rodó un tiempo después basándose en un relato sobre los
jesuitas que pululaban por Japón allá por el siglo XVII con ganas, sí, eso,
ganas no les faltaban, de evangelizar al pueblo nipón.
Y el caso es que, por lo
menos a mí, el silencio me salió por la culata y tuve que reconocer que los
problemas del último Scorsese no se circunscriben a la verborrea o al silencio
sino que van mucho más allá y se trata, simple y llanamente, de que el cine del
otrora bueno de Martin ha perdido el punch del que hacía gala en El
último vals, Toro salvaje, El rey de la comedia, incluso en ¡Jo,
que´noche! o en Uno de los nuestros, e incluso todavía, y
contando con sus numerosos errores en La edad de la inocencia (aunque
yo recomendaría, por amplia goleada, la lectura de la fantástica novela de
Edith Wharton). Porque estos errores de La edad..., por ejemplo, me
parecen fallos pero fallos que comete aquél que intenta ir a por todas y se
queda a medio camino; las insuficiencias del valiente y, ante eso, yo digo nada
o si digo, diría lo de Jack Lemmon en la secuencia final de Con faldas y a
lo loco, aquello de que nadie es perfecto.
Sin embargo, todo esto
en Silencio brilla por su ausencia. La película rezuma antipatía (la constante presencia de un mediocre actor como Andrew Garfield- ¿¡quién?!- me desconecta de la función), morosidad, pesadez, casposo
clasicismo y, sobre todo, una estomagante reiteración, del minuto 1 ¡al 159! todo es lo mismo una y otra vez, las dudas del jesuita ante el silencio de Dios, las torturas boca abajo, crucificados contra la marea, las celdas de madera, u ¿os habéis
molestado en contar cuántas veces el Inquisidor pone en el suelo un retrato de Jesucristo
para que los sufridos jesuitas y Kristians lo pisoteen y proclamen así
su renuncia al credo católico? Yo perdí la cuenta, y aún así, concedo que la historia de Silencio pueda resultar apasionante, pero de lo que nadie me va a convencer es que
la forma que Scorsese ha elegido para contárnosla solo me hace soltar un súper bostezo y
abrir la boca hasta las costas de Japón. Sí, quizás aquel que una vez "fuera uno de los
nuestros" se haya cansado de seguir perteneciendo a nuestra cuadrilla.
¡Que se le va a hacer!
Amarcord (1973), de Federico Fellini. El otro día cayó en
Bilbao la de dios-es-cristo: una nevada como hacía tiempo que no se veía. Y a
eso de las 8 abrí la ventana. Las calles, blanquísimas… y un silencio
sobrecogedor. Claro, ni niños, ni autobuses escolares, ni tráfico, ni nada ni
nadie que se atreviera a partir el hielo. Y me acordé entonces, desde la ventana
de mi casa, de la nevada que también cae sobre el pueblo de Fellini durante una
increíble secuencia de Amarcord. Como
esa mañana en Bilbao, también en Amarcord,
de repente, el mismo sobrecogedor silencio con permiso, o gracias al eco contra el que las voces de los jóvenes, de los vitelloni, de Gradiska han rebotado invernales, y que la aparición
majestuosa del pavo real hace de él algo mágicamente corpóreo (¿para cuándo un libro sobre
los silencios de Fellini?); sin duda, uno de esos momentos inmortales que
nos ha dado el cine. Y se me ocurre que esa forma que Fellini tiene de retener
y mostrarnos sus recuerdos es algo prodigioso, porque sus recuerdos son suyos
pero, a la vez, sabe hacerlos universales. Nieve, silencio, y al final, como guinda
del pastel, como la firma del imperecedero artista que es Fellini, ese pavo
real que despliega, entre la nieve apilada en las aceras, su espectacular y
soberbio plumaje. Los jóvenes, los vitelloni, Gradiska y Fellini con ellos y con su película, apenas si
pueden contener un admirado “¡oh!, sabiendo que están asistiendo a algo que
permanecerá imborrable en sus recuerdos. Y yo no me quedo atrás. Y me acuerdo
de esos hombres y mujeres que deberían tener prohibido eso que hacemos el resto
de los humanos, morirnos, y que nos dejan con su arte tan alucinados como esta
mañana de Bilbao o aquella otra mañana mágica, que algunos vimos en Amarcord.
El
lobo de Wall Street(2013), de Martin
Scorsese. Ritmo, vertiginoso. Como Uno de los nuestros, como Casino. Sobre eso nada que decir.
También Jordan Belfort, su protagonista, es vertiginoso a su manera. Luego
fondo y forma coinciden. Como debe ser, según los cánones. Pero las pegas vienen
a renglón seguido. Porque si los ritmos de la película y de Jordan obedecen,
entre otras cosas, a las cantidades ingentes de coca que esnifan el celuloide y
sus narices, es entonces cuando El lobo…
me recuerda a esos momentos en los que un amiguete, al que hace años que no
vemos, se nos cuelga de la chepa, y puesto de cocaína hasta arriba, nos come la
oreja mientras nos cuenta su vida o sus últimas hazañas, a toda-súper-hostia,
mientras las palabras salen atropelladas de sus labios como en una enloquecida sucesión
que apenas nos deja tiempo para decir “¡para!”. Y eso le ocurre a Ellobo….
Es como ese amiguete: un torbellino que nos cuenta muchísimas cosas. Algunas
cachondas y divertidas, otras aburridas como el cántaro que se va a la fuente a
dar una vuelta. Y al final de la función o de la noche, me pregunto, ¿tanto
interés tiene todo esto que el amiguete o la película nos cuentan? Y sin más
remedio agacho la cabeza, y reconozco que no, que lo que más me apetece es
salir de la macrodiscoteca o del cine, ya que he entrado a ver El lobo…, pisar la calle y respirar aire
puro, por favor. Porque, siendo sincero, en el fondo lo que he visto y escuchado
durante tres horas apenas si me interesa un cero coma algo.