Ayer volví a ver Tiburón, la archifamosa película que Spielberg rodó en 1975. Hacía como mil años que no me encontraba en la pantalla o en la tele con el terrorífico escualo blanco de casi 10 metros de longitud. Y como ocurre en estos casos en los que el tiempo interviene y anda enredando, se me ocurrieron durante el visionado ciertas cosas que, tened por seguro, que con más pelo sobre la cabeza, jamás habría pensado.
Y pensé, sin ir más lejos, que Tiburón es, principalmente, un enfrentamiento a muerte entre el animal y Quinn, ese cazador que ha entregado su vida a la búsqueda y matanza de tiburones desde aquella infausta noche en que su barco, después de depositar la Bomba Atómica en suelo japonés, cuando regresaba a su base fue hundido por un submarino y sus tripulantes sobrevivientes quedaron chapoteando sobre la superficie del mar a merced de los tiburones que fueron apareciendo y dándose un fabuloso festín con sus huesos. Cuando los tripulantes del Indianapolis, que así se llamaba el barco, fueron rescatados horas después de sus más de 1000 marineros apenas si quedaban con vida 300. Quinn era uno de ellos y, desde entonces, posiblemente juraría venganza eterna contra todos los tiburones. Una especie de misión que le hace compartir los rasgos del capitán Ahab de Moby-Dick, la maravillosa e inmortal novela de Melville.
Y pensé también en que en Tiburón, el escualo, bien podría ser el monstruoso asesino que representa los últimos estertores de aquel terrible III Reich. Pero el Indianopolis, con su bomba ha conseguido derrotar a Japón y, por extensión, a la Alemania hitleriana, aunque no de manera definitiva, como podría esperarse en un primer momento. Aún quedan especímenes, tanto humanos como animales, que continúan y continuarán presentando batalla y negándose a dar su brazo a torcer. El tiburón, que Spielberg imagina y diseña desde su atormentada mente judía, me parece sin duda uno de esos especímenes. Incansable atraviesa los mares y provoca la muerte allá donde menos se le espera, como en esa apacible población costera y veraniega en la que el director sitúa su película. Y Quinn siempre detrás. Por el Indianápolis, y… ¿por la democracia?
O fijémonos, sino,, en cómo estos dos antagonistas irreconciliables, Quinn y el tiburón, después de 30 años, vuelven a encontrarse y el animal acaba con su implacable cazador pero no sin quedar mortalmente tocado, él también, por la muerte. Con esa bombona de oxígeno que se le ha enganchado entre los dientes como la puñetera piel de una nuez que uno no pudiera quitarse con la lengua. Porque ya sólo hará falta que el sheriff Brody, cuando el tiburón, en un último ataque, sin duda, suicida embista contra el maltrecho barco de Quinn, le dispare en la boca y haga explosionar la bombona y con ella al mal bicho y a la ideología en la que le he subsumido en estas líneas y ambos salten, literalmente, por los aires.
Las correrías y tribulaciones en las que se ven envueltos durante un día el ex-torero Jacinto (Antonio Vico) y su sobrino Pepote (Pablito Calvo) cuando aquel, y sin él saberlo, aparece en el cartel de una corrida que, en realidad, es una bufonada (tipo Bombero-Torero, para entendernos), son una crónica acertadísima de los tiempos que corren y de lo que nos va a costar remontar el vuelo desde ellos, porque despegamos desde muy, muy abajo.
Por eso nadie, viendo a este ejemplar Jacinto debería llevarse las manos a la cabeza cuando en las crónicas de los telediarios aparece lo aparece y nuestros políticos se empeñarse en liarse a tortas (de momento verbales) componiendo un panorama que a mí, por lo menos, me provoca, ya desde hace años, vergüenza ajena o... "vergüenza torera", ya que estamos hablando sobre un torero de cine, aunque éste, en su más honda y dolorosa miseria, despliegue a lo largo de toda la cinta una dignidad como pocas veces he visto retratada; una dignidad que, por momentos, sobrecoge cuando en la plaza, mientras torea, se desencadena un temporal que arruina la fiesta mientras los payasos que le acompañan en la farsa lucen, más que nunca, sus tristes sonrisas de cartón piedra (el gran Federico Fellini no queda aquí tan lejos).
Y así Mi tío Jacinto queda como una película sobre esa dignidad en su estado más puro (¿o no es excelente la escena en la que Pepote y Jacinto, éste clavando la punta de su paraguas como el taurino más diestro, van recogiendo colillas del suelo para después vender el tabaco que sacan de ellas?), y también sobre esa triste España de los 50, y sobre el porqué seguimos así 70 años después, además de ser el retrato de dos personajes que a muchos se nos quedará grabado en la memoria mucho más que 70 años; sí, hasta que mi memoria los pueda recordar, me imagino.
El otro día vi The Farewell (2019), una peliculita dirigida por la cineasta china Lulu Wang. Y si digo “peliculita” es porque la cinta no molesta, se ve con agrado y sin especial entusiasmo, y es tan inofensiva como un recién nacido. Y yo, con mis pajotas mentales a cuestas, la valoré con un 1 sobre 10. Sí, con un uno porque la peliculita tiene una cosa que a mí, que soy un auténtico hipocondriaco, me llamó la atención. Y me hizo pensar en una máxima con la que, a veces, creo estar muy de acuerdo.
El
caso es que The Farewell trata sobre una familia china, residentes desde
hace años en Nueva York, que decide volver a China porque la matriarca se
encuentra enferma de cáncer y con unas perspectivas no precisamente halagüeñas.
Pero aquí entra lo que me interesó de la cinta; la única cosa, pero con su
importancia. Porque la familia decide ocultar la enfermedad a la abuela y por
seguir, según lo que se cuenta, con una tradición muy arraigada en el país
asiático; esto es ocultar al paciente, siempre que se pueda claro, la gravedad
de la enfermedad que padece porque, parece demostrado, que cuando se es
conocedor de ella, mata antes el miedo a la muerte que la propia enfermedad.
Sí, y mucho me temo que yo soy uno de esos grandes “cagetas”.
Por eso The Farewell me interesó. E hizo que algunos interrogantes se
abrieran en mi cabeza.
Vuelvo a estar durante estos días visionando películas españolas, estrenadas durante los últimos 12 meses, para realizar mi particular elección de aquellas candidatas al Premio José María Forqué a la Mejor Película Española del Año. Y tal y como tenía previsto, y más a cuenta del maldito covid, la cosecha ha sido particularmente ruinosa. Pero como siempre aconsejo, no tiremos la toalla o que, por lo menos, sea la toalla el último trapo que tiremos, porque siempre hay algo que merece la pena. El desastre absoluto no existe, Aunque muchos se empeñen en que sí, en que ya está aquí, a nuestro lado, tocándonos las pelotas. Pero no. No quiero exagerados a mi lado. Y si para muestra vale un botón, aquí os traigo Las niñas, la película que Pilar Palomero ha realizado este año, su ópera prima, lo cual no deja de sorprenderme todavía más y muy gratamente, porque la cinta tiene un pulso, una medida, una madurez, una valentía (no hay música, por ejemplo, que aligere sus planos a los oídos del espectador facilón; sólo música diegética, o sea, aquella que suena en el interior de la película) como hacía tiempo que no tenía ocasión de ver (y menos aún en una película española).
Así, Las niñas nos cuenta las peripecias de una cría de 11 años, Celia (Andrea Fandós, una estupenda sorpresa, un rostro y unos ojos para recordar), durante los primeros años 90, mientras cursa sus estudios en un clásico y rígido colegio de monjas. La habilidad y el talento de los que hace gala Pilar Palomero, más allá del ya soporífero #metoo, para hacernos sentir a nosotros, o a mí por ejemplo, ya como adultos, la gravedad que para Celia tienen los problemas en los que se ve envuelta y que irá descubriendo en el trascurso de la película, nos son mostrados con una calma y sensibilidad que no recordaba haber visto (en nuestro cine, repito) desde los primeros tiempos de Erice y su espíritu de la colmena, que ya sé, que es mucho decir pero que, aún así, lo digo aunque haya muchos que, de inmediato, me tilden de exagerado, pero es que esos avatares son para Celia cuestión de vida o muerte; circunstancias que nosotros (más viejos, más sabios y más aburridos) ya hemos averiguado que, apenas pasados unos añitos, dejarán de ser tan trascendentes y severas.
Así que no es sencillo lo que Pilar Palomero logra
con Las
niñas: hacer que los espectadores ya mayores (porque, no olvidemos, que
es para éstos para los que está realizada la película) sientan la importancia
que para una niña puede tener, por ejemplo, el rostro sufriente de un Jesús crucificado, de
una mirada que la juzga desde las alturas, que quizás la esté
condenado a los infiernos o, al menos eso cree Celia,, cuando en un abrir y cerrar de ojos pronto descubrirá
que en ese infierno ni tan siquiera se fríen patatas.
Tenía ganas de hincarle el diente a un buen Buñuel (el mejor director de cine nacido en este país, y punto-pelota). Y a un Buñuel de esos viejunos, en b/n, a ser posible de su etapa mexicana, ¿por qué, no? Y me acordé de Subida al Cielo, la película que rodó en 1952, después de las endebles Gran Casino y El gran calavera, y las ya imprescindibles Los olvidados, en 1950, y Susana, del 51 que, por cierto, también me encanta. Pero Subida al Cielo tiene otro punto, otro gran tanto a su favor: dura ¡75 minutos!, y en estos tiempos donde las películas rarísima vez bajan de las 2 horas (y además para no contar, la mayoría, más que nada-de-nada y aburrir al apuntador), esto es un lujazo y una excusa para hacerle la ola más sincera y gamberra.
Porque la
pendiente escarpada de Subida al Cielo no tiene
desperdicio. En ella está el gran Buñuel, el puñetero, el socarrón y jodido, el
crítico, el que no deja de meterte el dedo en el ojo, el que te agita de los
hombros para que espabiles y empieces a darte cuenta de las cosas, que ya va
siendo hora, el inconfundible Buñuel y rindiendo a todo trapo.
Y Subida al Cielo nos habla del Méjico más a ras de tierra, más empobrecido (aunque los bueyes sacarán al autobús del río, y no el tractor), de sus humildes pobladores, de sus sueños y también, y sobre todo, de la muerte. Alucinante esa escena en la que se recoge el ataúd donde reposa la pequeña que ha sido mordida por una víbora, y otra niña le pide a su padre que le deje ver su carita muerta. El padre levanta, por unos instantes, la tapa, y la pequeña se muestra a través del cristal quieta, en paz, como dormida, pero realmente muerta. Son detalles maestros. Como la zancadilla que le propina, en un descuido, el hombre con la pata de palo a un compañero de fatigas. O el surrealista sueño que tiene el recién casado Oliveiro con la sensual Raquel y que le hará entregarse a ella y, muy posiblemente, llegar tarde a las últimas palabras de su madre moribunda.
Dos castañas por el precio de una. Éstas sí que son dos "grandes" películas, y dos críticas tan pequeñas como ellas lo son de "grandes". Y es que no voy a comerme mucho el tarro por Joker (2019), de Todd Phillips ni por Mujercitas (2019), de Greta Gerwig A la primera le quitas las espléndidas, éstas sí, Taxi Driver y El rey de la comedia, ambas de Scorsese y, ¿qué le queda? Sinceramente creo que nada. León de Oro en Venecia, nominaciones al Oscar, ¿y qué? Nada de nada.
¿Y a las Mujercitas de los años del Metoo#? Sinceramente creo que un más de lo mismo; o sea, nada de nada: inofensiva como una canción de cuna, noñita como una mecedora e inútil como el aeropuerto de Castellón. Que también él costó mucho dinero. Para nada. Sí, cosas que tiene esta vida, ¿qué le vamos a hacer?
Comento una peli a la que tenía ganas de hincarle el diente; creo que desde que el mítico, y mi crítico de referencia, Jose Mª Latorre (qepd), la calificó en una vieja página del no menos mítico Dirigido por..., de excelente; cosa que para el bueno de José Mª (y para mí por extensión) no era nunca moco de pavo. Y debo decir que en esta ocasión, tampoco lo ha sido.
La película es El jugador, dirigida en 1974 por Karel Reisz, uno de los integrantes de aquel Free Cinema inglés con el que sus integrantes pretendían dar una buena sacudida y un vuelco al viejo y apolillado, según ellos lo veían, cine de las islas, tal y como previamente se había hecho en Francia con la Nouvelle Vague o se haría, posteriormente, en Alemania con el Nuevo Cine Alemán y, después, en el resto de las principales cinematografías europeas. Entre los integrantes del Free Cinema estuvieron, por otra parte y además de Reisz, Tony Richardson, Richard Lester, etc y, dadas las facilidades que suponía compartir el idioma, muchos de ellos cruzaron el charco e hicieron notables incursiones en la todopoderosa cinematografía estadounidense. Karl Reisz fue uno de ellos, y El jugador, una de las películas que rodó en Hollywood, con un excelente James Caan, recién salido de los primeros Padrinos de Coppola, al frente del reparto.
Y la verdad, y a pesar de visionarla en una copia no del todo católica, la película no me ha dejado indiferente. José Mª Latorre rara vez fallaba el tiro, y esta ocasión no iba a ser una excepción. La película tiene pulso, garra, y trata del juego, y de un personaje adicto a él, y lo hace sin trampa ni cartón (y valga la expresión), a pecho descubierto, porque El jugador es una película sobre el juego, hecha con los materiales del "juego": casinos, prestamistas, tramposos, promesas de dejarlo, imposibilidad de hacerlo y retratando un submundo casi desconocido; un mundo que, como diría el anuncio aquel de la colonia, sería otro mundo, pero que está en éste.
Además la película nos pone en contacto con los severos e inolvidables acordes del 3º movimiento de la Sinfonía 1ª de Gustav Mahler, los relacionados con la llamada marcha fúnebre y con unos aires muy italianos, muy "padrinos", y que Jerry Fielding utiliza con buen criterio para componer su banda sonora, y que para mí, y no lo oculto, siempre serán una debilidad. Porque si José Mª Latorre habría sido mi primer y más fiel guía por estos senderos del 7º Arte, la primera sinfonía de Mahler, posiblemente, fuera la primera partitura que me hizo escuchar la música clásica con oídos limpios y renovados.
Por todo esto El jugador siempre habría formado parte de mi particular "educación sentimental", aunque hasta el otro día no la hubiera visto, pero la tenía "dentro", invisible, y cuando por fin la he visionado no he podido sino acordarme de Latorre y Mahler y agachar la cabeza "mirando al cielo" y transmitirles mis más hondas y sinceras gracias: El jugador es una gran película.
Claro, me podrá soltar alguien, este George nunca ha sido gran cosa. Y estoy de acuerdo. Aquellos que quisieron en sus primeros días equipararle con un nuevo Cary Grant estaban, efectivamente, de parranda o se habían colocado una mascarilla (por esto de la Covid) bien ajustada sobre los ojos. Pero es que, además, y dado sus escasísimos recursos interpretativos, al haber prestado su imagen a la plúmbea y monótona serie de archi-conocidos spots que lanza, cada tres por cuatro, una conocida marca de café,, ha provocado o, al menos, me ha provocado a mí que, cada vez, que el bueno (por decir algo) de George aparece en la pantalla piense que va a venderme una tacita de café (a ser posible, Nespresso) y que me lo tome tan en serio como a un chiste de Chiquito. Claro, después de ¡Ave, César! me levanté de la butaca y me tomé un té negro, rico-de-cojones, con un par de galletas de cacao, y que a George y a los hermanos, por esta vez, les den (y a pesar de que reconozca que, siempre, tienen los brothers en sus películas un par de puntazos realmente brillantes; cfr,- la secuencia rodada y montada a los sones de la barcarola).
Burning (2018), de Lee Chang-Dong me pareció una de las mejores películas que tuve ocasión de ver en 2019. Y lo escribo añadiendo que, cosa excepcional en mí, y por diferentes circunstancias, la he visto después otras dos veces en seis meses. Y puedo decir que en cada uno de los visionados he ido descubriendo en ella cosas diferentes, lo que me confirma la calidad de la película surcoreana. Y es que Burning tiene misterio. No se sabe bien qué pasa en ella. A veces parece que consigues atrapar su argumento con la razón, y otras se te escurre como el agua entre los dedos. Porque no creo que Burning esté hecha para ser-pensada sino más bien para sentirla. Por eso también me recuerda al cine de Antonioni y esto ya es mucho cine.
Incluso he llegado a sentir que su último significado quizás se encuentre en una de suss primeras secuencias cuando en una cafetería dos de sus protagonistas, Jongsu y Haemi comparten una mesa, y ella le cuenta que está aprendiendo mimo, y para demostrárselo simula que pela una jugosa mandarina para después comérsela. Claro, ni Jongsu ni nosotros, los espectadores, vemos nada. Ni la mandarina, ni su piel, ni sus gajos ni a Haemi metiéndoselos en la boca. Aunque si vemos cómo la chica disfruta con la fresca y deliciosa fruta invisible. Jongsu mira a Haemi entre desconcertado y divertido. Y ella le explica, entonces, que a partir de sus gestos Jongsu puede imaginar lo que mejor se adapte a la mímica. Son los sentidos de Jongsu, nuestra mirada de espectadores, los que deberán inventar la historia. Y así es Burning. Por eso cada vez que la he visto he creído ver en ella una película diferente. Y eso no es nada fácil de conseguir. A Antonioni y a su Blow-up, por ejemplo, no les costaría mucho confirmárnoslo.
Por lo que aconsejo ver La linterna roja, de Zhang Yimou (una de esas 86 películas que me enseñaron a amar la vida) para comprobar cómo el director chino capea y sortea este error. Pero claro, La linterna… es una obra maestra, y este Retrato… una peliculita de quita y pon. Y el segundo apunte, y con el que ya termino, sería que este Retrato… contiene la que es, posiblemente, la secuencia más lamentable y torticera que he tenido ocasión de presenciar en una sala de cine durante los últimos años. Incluso los Pedro Lázaga y/o Masó se habrían enrojecido. Y me refiero a la escena en la que la Sophie, la sirvienta de Héloise, acude a abortar a la cabaña de una humilde y vieja campesina. La vieja le manda tumbarse en una cama, levantar y abrir las piernas mientras ella introduce y hurga con sus manos en su sexo y ¡mientras dos niños de apenas 2 años de edad, ajenos a la tragedia, juguetean en la cabecera de la cama! Cuando se produce un cambio de plano vemos a la doliente Sophie sufriendo ¡con uno de los niños sonriendo a la derecha de su rostro! Creo que, en ese momento, la evidencia raya directamente con el mal gusto, la grosería y las arcadas. Tomar a los espectadores por imbéciles nunca me ha parecido la mejor virtud de un director o directora de cine. Así que a imágenes o palabras necias, ojos u oídos sordos. Y me quedo con Polanski y deseando que esto del #metoo vaya calmándose y volviéndose más sabio y atractivo o reafirmándome, mientras tanto, en el #Idonot.
Y ayer volví a ver Vértigo (1958), la inagotable peli de Hitchcock sobre la que apenas voy a decir que sólo ella daría para escribir un libro. Por lo que aquí no voy a hablar más que de su magnífico plano final que recoge a un James Stewart asomado en un campanario (foto a la derecha) y curado de su afección a las alturas, y que nos traslada la última lección de ese niño malo (otra desconocida) que fue el genial director inglés: cuando su personaje se ha curado y es normal, a Hitch ya no le interesa y da carpetazo a su inagotable película.
El otro día volví a ver Carta de una desconocida, la película que el gran Max Ophuls dirigió en 1948, y volví a flipar con ella; esto es, volvió a decirme cosas que no sabía y que no había visto antes. Como por ejemplo que la película nos habla de las dificultades de hacerse mayor, tal y como le ocurre al pianista y ex -niño prodigio Stefan Brand (Louis Jordan), que pasea su falta de compromiso hasta que al final, después de leer esa carta de una desconocida, decide hacer frente a sus actos (esto es ser mayor) y acude, contra sus pretensiones iniciales, al duelo que, posiblemente, acabará con su vida.
Llegan las horas de recapitular. El año se termina, y como el Sombrero Loco de Alicia en el País de las Maravillas ando para arriba y para abajo (mentalmente, claro) pensando en eso típico que suele incluirse bajo la pregunta, ¿qué ha sido lo mejor del año? Y ya que venimos de hablar de cine, y de cine español, con ello me quedo de momento.
Y si la anterior “pequeña crítica” fue para la buena (y es un decir) de Isabel Coixet, ahora le toca el turno al bueno (y es otro decir) de Pedro Almodóvar, porque a mí el director manchego, al igual que Coixet, siempre me ha parecido un cineasta de corto alcance, una castaña folklórica, pero ¡ojito! que, de repente, como el mago que se saca una paloma de la chistera, Almodóvar se ha sacado Dolor y gloria de la suya.
Porque Dolor y gloria (2019) no sólo me parece su mejor película, y con diferencia, sino que me parece la mejor película española del año, y también con diferencia. Y si en la próxima edición de los Goya le dieran todas las estatuillas a las que está nominado me parecería, sin ninguna duda, lo más justo y necesario. Y es que con Dolor y gloria Almodóvar juega, por fin, en
Elisa y Marcela (2019), de Isabel Coixet. Me faltan las palabras, así que os dejo una foto de lo que pensaba mientras la veía. En mi modestísima opinión Coixet sigue sin rodar una película mala, todas son horribles.
Dear o Querido James Gray, menuda y sorprendente castaña este Ad Astra (2019) tuyo. ¿Qué te ha pasado: un mal sueño, una digestión pesada? Porque la originalidad brilla por su ausencia. Todo suena a un terrible dejá vu: Conrad y su corazón de las tinieblas, Apocalipse Now, claro, 2001 (y su mono, incluido, aquí, explosionando como un globo lleno de agua, eso sí, en una de las pocas secuencias que “atrapan”), un poco de Blade Runner que tampoco falte, ni de la insípida Gravity tampoco. Añadamos la alucinante falta de verosimilitud que rezuma toda la historia: ¡ese increíble regreso a casa de Brad Pitt desde Neptuno impulsado por una explosión atómica que parece que trae su nave desde la vuelta de la esquina o desde Amorebieta, por ejemplo; una nave que, Dios sabrá porqué- quizás porque a alguno de sus guionistas le habrá dado la gana-, se ha quedado sin combustible ni propulsión o la colada de Brad, de "extranjis", en la súper-secreta expedición "neptúnica" con las mismas dificultades que si entrara en una iglesia!...
Fue Dublineses (1987) la última película de John Houston y es todavía, para mi gusto, una de sus dos o tres mejores obras: quizás con El halcón maltés y Fat City, por ejemplo. Pero lo que ahora quisiera destacar es que, realmente, se trata, no sólo del testamento cinematográfico de un artista, sino de una película que nos habla sobre los muertos (The Dead es su título original) o, mejor, sobre el paso del tiempo que nos coloca a todos, sin excepción, frente a un desgaste y un deterioro físico que culmina con la muerte.
Sí, nadie podrá decir nunca que
Y me estaría refiriendo al último plano de Diecisiete (2019), la película de Daniel Sánchez Arévalo (Azul oscuro casi negro, La gran familia española,...), porque en ella el director y brillante guionista- sí, posiblemente demasiado brillante- cede su innata habilidad para la construcción de diálogos y termina el film con un plano en el que su actor principal apenas si emite un cariñoso silbido dirigido a su hermano que acaba de lanzarle otra onomatopeya, esta vez un sentido ladrido.
Y con ello pienso que Arévalo reconoce, con singular valentía (y de esta, nuestras películas no andan muy sobradas, que digamos), su debilidad por los diálogos, sí, sí, muy brillantes pero que, irónicamente (¿no hay, además, en su película una discusión sobre las diferencias que separan a las “ironías” de las “tonterías”?), representan también sus mayores insuficiencias: esa sensación que, a menudo, me embarga viendo su cine de estar escuchando unos textos excesivamente artificiales, excesivamente calculados y repasados, excesivamente rígidos, hasta la extenuación del giro lingüístico, aunque con Diecisiete, concediendo el privilegio de su final a un seco ladrido y a un silbido en contra de la “esperada y brillante perorata”, se me antoja que, humildemente, Arévalo nos comunica que él no es el más listo de la clase, que además del juego de las palabras (que él dominaría como el mejor), existe el juego de los sonidos, de los ruidos, de las voces inarticuladas que, bien empleadas (como ocurre en este caso) pueden producir la misma o mayor emoción, incluso, que las más certera y ocurrente de las réplicas. Y éste sería un logro que no habría dejar pasar de largo sin mencionarlo lo menos… diecisiete veces, si fuera preciso.
Iba a escribir sobre el Happy End (2017), de Michael Haneke, pero al final como que me apetece más Annie Hall (1977), que también volví a ver el otro día y que continúa siendo una de mis películas favoritas de Woody Allen, junto a Manhattan y Zelig, lo cual no deja de ser algo que me congratula, pues entiendo que no todo cambia, y que siempre queda algo que permanece. Y esto, en estos tiempos donde se dice “digo” y al momento “Diego”, es algo que se puede soportar perfectamente, creo.
Y otro día Los paraguas de Cherburgo, la famosa película que Jacques Demy dirigió en 1964 con… dos cojones. No se me ocurre otra cosa a bote pronto. Y lo digo quitándome el sombrero ante su indiscutible valentía. Ahí es nada realizar una película enteramente musical donde ni los personajes ni nadie con labios en la boca hablan, sino que sólo cantan y todo ello, además, con una estética personalísima que bordea el mas puro kitsch u horterada o la más para genialidad.
Porque la película de Reygadas, más allá de sus méritos y/o deméritos (que los tiene de ambos, aunque más, según mi humilde criterio, de los primeros), llama la atención por su ambición, por sus pretenciosas ambiciones que hacen que la película, y el cine por extensión, cobre una importancia, y una seriedad que a mí, por lo menos, que me apasiona el cine, siempre me congratula.
Y es que, efectivamente, esto de "hacer películas" es una cosa muy seria, aunque muchos de nuestros compatriotas no se lo tomen así, además de costoso tanto en esfuerzos como en dinero contante y sonante. Por lo que, de entrada, mi admiración por Reygadas al tomarse su oficio como debe ser: en serio. Pero es que si además el director mexicano decide finalizar su película después, y ahí es nada, de 173 minutos con unos bellísimos planos de unos toros enfrentándose y pastando en su dehesa mientras en la banda de sonido entra la majestuosa y sobrecogedora trompeta del Islands, de King Crimson, ya me cuadro (abajo os dejo el enlace).
Sí, lo reconozco: en ese instante de Nuestro tiempo me puse de pie y comencé a aplaudir. Porque me salió de pronto, y desde muy dentro. Porque el detalle musical me cogió desprevenido; una muestra que Reygadas es, más allá de sus méritos o deméritos, o por ellos mismos, uno de los nuestros o de los míos, por no meter a nadie que no quiera entrar en el saco, un realizador que merece la pena, cultivado, y con un conocimiento del oficio, en todas las múltiples facetas que el cinematógrafo engloba, fuera de cualquier duda. Nuestro tiempo me lo confirmó. Robert Fripp y Islands siempre me han puesto los pelos de punta, y ayer por la tarde, gracias a Reygadas, volvieron a hacerlo.
De Novecento (1976), de Bernardo Bertolucci, ¿qué decir que no se haya dicho ya? Pues una cosa que se bifurca en dos. O dicho de otra manera, que Novecento me recuerda a la última obra de Sergio Leone, a Érase una vez en América en dos puntos. El “A” es obvio: la bonita música que Ennio Morricone compuso para ambas películas. Y el “B”, y el más sorprendente: ambas películas salen ganando, y por mucho, cuando sus protagonistas son niños o adolescentes. En este detalle posiblemente Morricone haya influenciado lo suyo. ¡Qué duda cabe! que la música del italiano casa mejor con todo aquello que haga referencia a los tiempos pasados, a la infancia, a la nostalgia, a la pérdida irrecuperable.
Que Madre! (2017), de Darren Aronofski es un pestiño es algo sobre lo que más de un@ (yo entre ellos) está de acuerdo, luego tampoco voy a perder mucho el tiempo en desmenuzar las razones y las profundidades que delatan un auténtico coñazo. Ya el viejo y grande John Ford lo tenía clarito cuando hablaba de lo que debe tener una buena película: personajes simpáticos en situaciones interesantes. Y punto: así de fácil o así de… terriblemente complicado. Tanto que muchos aún no se habrían dado cuenta. Y el bueno de Darren, sin duda, sería uno de ellos. Y su Madre!, un ejemplo palmario. Ni Bardem, ni Lawrence, ni Harris ni Pfeiffer se habrían enterado de nada, y de este forma se lo habrían hecho saber a sus personajes, que pululan por la película más perdidos que Pulgarcito en el bosque del cuento. Y sobre las situaciones, ¿qué decir? Puro disparate, rozando, cuando no cayendo de lleno, en la más absoluta inverosimilitud; sí, el auténtico cáncer terminal de toda película.
Pero, ¿no hablábamos de “dinamita”? Sí, pero con los hechos reales en la mano, no con Green Book en la retina. Y de ahí, de esta gigantesca disparidad nace mi decepción ante la diminuta película de Farrely. Sí, los hechos reales de Green Book se merecían otra ficción. Aunque también sea verdad que no habría porqué escribir tanto y montar tanto follón, ya que desde su primer cartón, donde Dreamworks (¿una filial de la “peligrosa” Disney y del “terrorífico” Pato Donald?) se anuncia como
Sobre Roma (2018), la peli de Cuarón no he escrito nada hasta hoy porque me parece que o no hay nada que decir, con lo cual lo mejor es callar, o que hay mucho que decir, con lo cual necesitaría bastante tiempo para aclarar qué decir y qué no decir; o sea, un pequeño galimatías romano que, por ahora, intentaré resolver diciendo simplemente algo- no-mucho. Y escribiendo, por ejemplo, que no me hace ninguna gracia que el título de la película, Roma, sea el mismo de la magnífica (ésta sí) Roma, del gran Federico Fellini.
Sobre Disobedence (2017), de Sebastián Lelio, apunto un par de cosas o… tres:
Que El reino (2018), de Rodrigo Sorogoyen, se llevará un montón de Goyas el 2 de febrero del año en curso es algo que no debería extrañar a casi nadie. A mí no me extrañaría, por lo menos. El cine español siempre anda haciendo, según ya una vieja costumbre, reverencias a diestro y siniestro y, más aún, cariñosos guiños y visages a la fotogénica colina de Hollywood.
Campeones se cayó de las quinielas y en la carrera hacia las posibles nominaciones hollywodienses, y en los Goya, creo, pagará este tropezón. Y, aunque yo prefiera Petra, y aunque El reino ni siquiera fuera elegida en su día por
Y es que en Madre veo pantalones largos, tensión, nervio o pulso narrativo, y también inquietud, cuando no puro y doloroso terror. Y estos no son objetivos nada fáciles de conseguir. El propio Sorogoyen lo habrá experimentado en sus propias carnes ya que El reino me resulta una película, comparándola con Madre, decididamente decepcionante, una película donde el nervio se resuelve en atropellamiento, donde la inquietud y los aires malsanos y turbios que azotan los fotogramas de Madre brillan por su ausencia, donde todo me parece haberlo visto ya y en cualquiera de los noticiarios con los que, a diario, nos atosigan las televisiones, y con un estilo formal que me retrotrae al siglo pasado, o al Scorsese de Uno de los nuestros. O sea, y lo escribo con cierta tristeza habida cuenta de las expectativas que me había hecho albergar Madre, viendo El reino que nadie se espere que la originalidad se siente a su lado en el cine.
Dogman (2018), del italiano Matteo Garrone, el que fuera director de la polémica y aclamada, pero menor (¡qué le vamos a hacer!), Gomorra, ha sido para mí la película del año que acaba de irse. Creo que tiene lo que toda buena película debe tener: garra, verosimilitud, interés, y eso que hace que, mientras la estás viendo, la cabeza no deje de darte vueltas y te sumerja en un mundo que nada, ¡o que todo!, tiene que ver con el que has dejado a la entrada del cine, y con el que cuando vuelvas a reencontrarte, 102 minutos después, sabrás apreciar y mirar con otros ojos, sin duda, otros ojos más sabios. Pero es que además con Dogman he vuelto a compartir mi tiempo con el mejor cine italiano, el gran cine italiano del que nos hablaba Godard en sus imprescindibles Historias del cine, porque a mí, por lo menos, Dogman se me antoja como una inteligentísima y moderna versión de la magistral y demoledora strada felliniana (también en su momento me la recordó la excelente El sueño de Ellis, de James Gray, tal y como escribí en este mismo blog).
Sí, y no he bebido una gota desde hace meses. Pero el bruto Simone, ¿no podría ser un alter ego del Zampanó (Anthony Quinn, sí) de la película de Fellini?, o el propio y frágil Marcello, ¡¿un trasunto de Gelsomina (la gran Giuletta Masina)?! Claro, que los papeles estarían cambiados. Por eso hablo de “versión”. Pero el resultado acaba derivando en las mismas consecuencias. Con Fellini Zampanó mata (aunque no directamente) a Gelsomina y acaba en una desolada playa llorando la pérdida de su compañera de fatigas, llorando una soledad que parece que se prolongará sine die. Y con Dogman también sucede algo similar. Pero al revés, repito. ¿O no mata en ésta el inocente Marcello (Gelsomina) al brutal Simone (Zampanó), que le ha hecho la vida imposible a pesar de haber mantenido con él una indudable y peculiar amistad, pero que al final, en una última secuencia, cargando con el cadáver de Simone sobre los hombros, en una noche y en una plaza (con un inequívoco aroma felliniano) tan desolada como la playa última de La strada, termina la película llorando, llorando su miseria y su soledad, porque Simone está muerto pero él, Marcello, se ha quedado, sin su compañía, irremediablemente solo?
Sí, cosas como éstas hacen que sienta que el cine todavía merece la pena, que la vida merece la pena, y que sólo por esto Dogman permanecerá en mis recuerdos, en mi amarcord particular (por seguir hablando del gran Fellini y del gran cinema italiano) como la mejor película que tuve ocasión de ver en 2018.
Sobre El hilo invisible (2017), de Paul Thomas Anderson (¿otro de esos falsos prestigios a los que el cine moderno parece tan aficionado?) no voy a extenderme demasiado... Seguramente fuera perder el tiempo. Con arrogantes y pretenciosos como el propio Anderson o Day-Lewis siempre tengo esta ingrata sensación. Así que quizás recurra a una pequeña boutade para aclarar, en esta ocasión, mis "malsanas" ideas, "¡ojala además del hilo, la película entera (Phantom Movie?) hubiera sido invisible!" Aunque, hace poco, ha aparecido como nominada a Mejor Película Extranjera Visible en los Goya 2019. Pero, a estas alturas, no vamos a dejar asustarnos por estos fantasmas, ¿verdad?
Esto me lo cuenta La semilla del diablo. Y supongo, además, que si, en los meses previos al rodaje, algún periodista curioso le preguntó a Polanski, ¿de qué va a tratar su próxima película, señor Polanski?, él pudo haber contestado, sobre una secta de adoradores del diablo que reside en Nueva York. Y entonces el periodista, contumaz, insistiendo, pero eso es una paranoia, señor Polanski. Y Polanski respondiendo, sí, por supuesto, es que la película también tratará sobre eso. Porque los vecinos de Rosemary, ¿son realmente una secta de adoradores del diablo o la película es, simplemente, la alucinación o la paranoia de una mujer que espera, entusiasmada pero también asustada, a su primer hijo? Polanski nunca deja indiferente a nadie. Su cine no es una encuesta. Lanza preguntas. Pero no siempre encuentra respuestas…
El otro día vi ,¡por primera vez! West Side Story (1961), de Robert Wise. Pero ¡cómo la vi!: con
Por eso, un consejo, si alguien quiere conocer la verdadera forma del agua, que escuche, por ejemplo, True Love Waits, el hipnotizador tema que cierra A Moon Shaped Pool, el disco de Radiohead, y que se aleje de estas chorradas de Guillermo.
Cierto, el guión puede convertirse en un satánico y fundamental trabajo, sobre todo en lo que apunta a ciertas producciones norteamericanas marcadas con el tufillo a lo Tarantino (como estos Siete psicópatas) o a los Coen Bros. (como en Tres anuncios en las afueras (2017), la siguiente, multiaclamada y multipremiada película de McDonagh; aunque habría que anotar en este caso cómo sería el músico Carter Burnell quien aúna los aromas de esta película con Muerte entre las flores, por ejemplo, con la espléndida secuencia del intento de asesinato de Albert Finney a los sones de Danny Boy- sentid entonces los parecidos, también, razonables entre ambas películas), donde los guiones, escribía sobre ellos, y sus enrevesadas idas y vueltas, sus brillantes puntos de giro y sus más brillantes diálogos, se convierten en los reyes de la función como, por otra parte, cabría esperar de películas que construyen sus armazones desde de las canteras del cómic y del pulp fiction.
Call Me by You Name (2017), de Luca Guadagnino. Siempre he pensado que el arte de hacer películas, porque digámoslo sin rodeos ya: el cine es un arte, es una de las cosas más complicadas en la que los seres humanos nos empeñamos en meternos de vez en cuando. Y Call Me by Your Name es un ejemplo claro de todo esto.
Perfectos desconocidos (2017), de Álex de
Cierto es que tanto Los crímenes... como estos Perfectos desconocidos son encargos y parten de ideas ajenas y que esta última es, en concreto, la adaptación de un taquillazo italiano, servido en bandeja por el espabilado de Vasile. Pero tal vez el secreto esté en eso. Porque así parece que Álex se pone de puntillas, y da un estirón (para arriba, no seamos malos). Y si no ahí están para demostrarlo los buenos personajes que construyen, sobre todo, el infalible Eduard Fernández o Belén Rueda. Cierto es también que Álex no se quita de encima las tonterías de los mayas, los eclipses y cosas como ésas que ni falta que le hacen para justificar lo que no necesita justificación, porque los seres humanos somos así: perfectos desconocidos los unos para los otros y punto. Y si queremos solucionar el entuerto de una "eterna recaída en los mismos errores" echamos mano de la solución que se inventó Don Luís Buñuel en El ángel exterminador y el problema se acabó. Y menos súper terrazas, y menos tufillo a Pedro Almodóvar.
La assassin o La asesina (2017) es una película taiwanesa, china, hong-kongonesa (si se dice así) y francesa dirigida por Hou Hsiao-Hsien, y la verdad es que me resulta más fácil pronunciar el nombre de su realizador que ver la propia película.
El título, en español y por esos avatares extraños de nuestra distribución, es el mismo de aquella película que John Badham realizó hace 24 años con la siempre agradecida Bridget Fonda y con el soseras de Gabriel Byrne, aquel actorzuelo al que los hermanos Coen le regalaron el papel de su vida en aquella maravilla que se llamó por estos lares Muerte entre las flores, y al que todavía debería oírsele dándoles las gracias y pisando por donde pisan a los brothers se les ocurra pisar.
Y a su vez, la película de Badham es un remake de Nikita, la cinta que había dirigido el otrora prometedor y afamado Luc Besson tres años antes, en 1990, con esa otra gozada de mujer que es Anne Parillaud.
Así que si tiramos, en orden cronológico para arriba, diré que Nikita es un ameno pasatiempo, con el que Besson nunca pretendió ir más allá. Y que, por lo tanto, con el remake de Badham me sucede como con los chistes (y no muy buenos) que me cuentan por segunda vez: me aburren a tope.
Pero a favor de estas dos películas también tendría que añadir que ninguna de las dos intenta engañar a nadie. Son lo que son, y las tomas o las dejas. Así que yo, salvo a sus protagonistas, prefiero dejarlas.
Pero con La assassin no pasa lo mismo. La assassin se toma a sí misma demasiado en serio. demasiado para lo que, realmente, nos está contando y que no sería sino el argumento de un pequeño cómic dilatado, a ritmo de spaguetti-western, hasta los 105´.Y entonces siento que la broma está yendo demasiado lejos. Cuando alguien te cuenta una tontería, puede pasar. Nadie está obligado a ser un sesudo contador de historias. Faltaría más. Pero si ese alguien, de nombre casi impronunciable, me está contando una tontería y, muy en serio, me obliga a sacar papel y boli y a tomar notas, me levanto y le digo en taiwanés, en chino, en hong-kongnés o en francés si hace falta, que se vaya a tomar el pelo a un calvo que se peine con la raya en medio.
Eso sí, la fotografía de La assassin es alucinante. Aunque eso es como si te preguntan por la cena y contestas que muy bien, que la cubertería, los manteles, el servicio y el local me han dejado con la boca abierta.
Fences (2016), de Denzel Washington. Con Fences tenía únicamente la curiosidad de echar un vistazo a una de esas películas que estuvieron nominadas a los Oscar del año pasado. Sin esperar gran cosa de ella. Pero me equivoqué porque algo aprendí. Por ejemplo aprendí cómo no debe hacerse nunca una adaptación cinematográfica de un texto teatral.
Porque con viendo Fences estoy continuamente frustrado. Lo que ocurre fuera de la pantalla, en el off visual, que es bastante, al tratarse de un texto teatral, eso que los espectadores de la película que no tenemos ocasión de ver, resulta muchísimo más interesante que lo que veo. Me gustaría conocer a Alberta, la muchacha de la que se ha enamorado el personaje de Denzel Washintong y pata: Alberta no aparece por ningún lado. Me gustaría conocer algunos de los pormenores de los hijos de Troy (Denzel) y para qué quejarnos. Ni a uno le vemos tocar con su grupo de jazz ni al otro enrolarse con marine para la guerra de Corea. Y así ad infinitum. con lo cual a la carpintería teatral que rezuma la película, la acabo cogiendo por el cuello, porque una película, sea una adaptación teatral o lo que demonios quiera ser, debe resultar autosuficiente, debe valernos por sí misma; no podemos estar añorando que no veamos tal cosa, o a tal o cual personaje, porque entonces a lo que sí se nos la oportunidad de asistir se devalúa por comparación con lo "ausente" y si, además a todo esto le añadimos que entre lo que sí se ve, se encuentra un reparto bastante discutible (¡ese impresentable hermano de Troy al que le falta alguna que otra clavija!), entonces para qué seguir. Mejor esperamos a que la película termine y a otra cosa mariposa.
Silencio (2016), de Martin Scorsese. Después de ver y sufrir la verborrea incontenible e insustancial, ¿para qué vamos a engañarnos?, del Scorsese de El lobo.., tenía ganas de echar un vistazo a su Silencio, la película que rodó un tiempo después basándose en un relato sobre los jesuitas que pululaban por Japón allá por el siglo XVII con ganas, sí, eso, ganas no les faltaban, de evangelizar al pueblo nipón.
Y el caso es que, por lo menos a mí, el silencio me salió por la culata y tuve que reconocer que los problemas del último Scorsese no se circunscriben a la verborrea o al silencio sino que van mucho más allá y se trata, simple y llanamente, de que el cine del otrora bueno de Martin ha perdido el punch del que hacía gala en El último vals, Toro salvaje, El rey de la comedia, incluso en ¡Jo, que´noche! o en Uno de los nuestros, e incluso todavía, y contando con sus numerosos errores en La edad de la inocencia (aunque yo recomendaría, por amplia goleada, la lectura de la fantástica novela de Edith Wharton). Porque estos errores de La edad..., por ejemplo, me parecen fallos pero fallos que comete aquél que intenta ir a por todas y se queda a medio camino; las insuficiencias del valiente y, ante eso, yo digo nada o si digo, diría lo de Jack Lemmon en la secuencia final de Con faldas y a lo loco, aquello de que nadie es perfecto.
Sin embargo, todo esto en Silencio brilla por su ausencia. La película rezuma antipatía (la constante presencia de un mediocre actor como Andrew Garfield- ¿¡quién?!- me desconecta de la función), morosidad, pesadez, casposo clasicismo y, sobre todo, una estomagante reiteración, del minuto 1 ¡al 159! todo es lo mismo una y otra vez, las dudas del jesuita ante el silencio de Dios, las torturas boca abajo, crucificados contra la marea, las celdas de madera, u ¿os habéis molestado en contar cuántas veces el Inquisidor pone en el suelo un retrato de Jesucristo para que los sufridos jesuitas y Kristians lo pisoteen y proclamen así su renuncia al credo católico? Yo perdí la cuenta, y aún así, concedo que la historia de Silencio pueda resultar apasionante, pero de lo que nadie me va a convencer es que la forma que Scorsese ha elegido para contárnosla solo me hace soltar un súper bostezo y abrir la boca hasta las costas de Japón. Sí, quizás aquel que una vez "fuera uno de los nuestros" se haya cansado de seguir perteneciendo a nuestra cuadrilla. ¡Que se le va a hacer!
Amarcord (1973), de Federico Fellini. El otro día cayó en Bilbao la de dios-es-cristo: una nevada como hacía tiempo que no se veía. Y a eso de las 8 abrí la ventana. Las calles, blanquísimas… y un silencio sobrecogedor. Claro, ni niños, ni autobuses escolares, ni tráfico, ni nada ni nadie que se atreviera a partir el hielo. Y me acordé entonces, desde la ventana de mi casa, de la nevada que también cae sobre el pueblo de Fellini durante una increíble secuencia de Amarcord. Como esa mañana en Bilbao, también en Amarcord, de repente, el mismo sobrecogedor silencio con permiso, o gracias al eco contra el que las voces de los jóvenes, de los vitelloni, de Gradiska han rebotado invernales, y que la aparición majestuosa del pavo real hace de él algo mágicamente corpóreo (¿para cuándo un libro sobre los silencios de Fellini?); sin duda, uno de esos momentos inmortales que nos ha dado el cine. Y se me ocurre que esa forma que Fellini tiene de retener y mostrarnos sus recuerdos es algo prodigioso, porque sus recuerdos son suyos pero, a la vez, sabe hacerlos universales. Nieve, silencio, y al final, como guinda del pastel, como la firma del imperecedero artista que es Fellini, ese pavo real que despliega, entre la nieve apilada en las aceras, su espectacular y soberbio plumaje. Los jóvenes, los vitelloni, Gradiska y Fellini con ellos y con su película, apenas si pueden contener un admirado “¡oh!, sabiendo que están asistiendo a algo que permanecerá imborrable en sus recuerdos. Y yo no me quedo atrás. Y me acuerdo de esos hombres y mujeres que deberían tener prohibido eso que hacemos el resto de los humanos, morirnos, y que nos dejan con su arte tan alucinados como esta mañana de Bilbao o aquella otra mañana mágica, que algunos vimos en Amarcord.
El lobo
cobre una importancia
ResponderEliminarNo he visto películas con DiCaprio en mucho tiempo. Quiero elegir el correcto, es interesante aquí, para comparar, ¿cuál https://peliculasonline4k.net/ me puede recomendar?
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