Otra para Wences; sin él nada de lo que sigue, hubiera seguido…
Hace unos años,
no demasiados tampoco, la editorial Beta III Milenio me publicó el ensayo Cállate la boca en el que trataba de
disertar sobre el silencio; el silencio versus
la palabra, ya que siempre me había llamado la atención que no en todas las
culturas la palabra tiene tanta importancia como en la nuestra, la Occidental, y
me sorprendía el profundo mutismo con el que, por ejemplo, muchas tribus
africanas pasan horas reunidos en torno, por ejemplo también, a un agradable
fuego o yendo de caza.
Y es que siempre me ha llamado la atención cómo lo que resulta una obviedad para nosotros; o sea, y en este caso, hablar hasta por los codos, no lo es tanto para otros pueblos que prefieren el silencio como saludable compañía. Pero así ha ocurrido desde que nuestro Dios creó el mundo a partir de la palabra, del recurrente en el Antiguo Testamento “Y Dios dijo: hágase la luz, y la luz se hizo”. La palabra no sólo como sonido articulado, sino como productora de sentido.
Esto mismo lo retomarían los griegos clásicos años más tarde, y en la palabra encontraron su particular y decisivo logos, la auténtica razón de ser de las cosas. Y ya sabemos que aquellos griegos fueron mucho griego. Aunque, siglos después todavía, nos apareciera Nietzsche que cambiaría el sesgo de los sonidos aludiendo a aquello que aprendió de otros filósofos como Schopenhauer o Wittgenstein, y que podríamos resumir, más o menos, en que cuando ya no nos quede nada por decir, sólo el silencio sabrá acompañarnos. Y al hilo de estos dimes y diretes (y valga la redundancia) escribía también en Cállate la boca sobre Hölderlin, el poeta o Antonioni, el cineasta: dos artistas a los que las circunstancias personales les hicieron familiarizarse con los sonidos del silencio. Y no hablo, precisamente, de Simon & Garfunkel.
Y tampoco es que pretenda ahora darme bombo ni platillo. Lo hecho y escrito, hecho y escrito está, y ahí seguís teniendo mi ensayo para aquél que quiera comerse el tarro a gusto, para aquél que quiera aprender algo sobre lo que no había caído y, en definitiva, para aquél que aprecie el silencio como algo más valioso de lo que cualquier voz pueda decir.
Y continuaría sin dejar de sorprenderme. Porque siempre que tratamos, y nos creemos, muy originales por haber puesto el dedo en una llaga que pensamos que nadie ha tocado nunca, salta la liebre y nos percatamos que ni somos tan originales, ni somos para-tanto. Porque, y circunscribiéndonos al silencio, ¿qué os parece la pieza 4´33´´ que John Cage compuso en 1952, y que aquí abajo os dejo en una interpretación de la Filarmónica de Berlín a las órdenes de su nuevo titular, Kiril Petrenko?
Sí, el compositor americano se me adelantó por cuatro minutos y treinta y tres segundos. Y, ¿qué opináis de la silenciosa meditación a secas, o de la meditación trascendental, practicada desde hace tiempo por muchísimas personas inquietas por experimentar, entre las que encontramos al mismísimo David Lynch o los “mudos” métodos que Braco The Gazer intenta usar para sanar los males que afectan a aquellos que creen en él y asisten a una de sus terapias? Porque el arte de Braco consiste, simplemente, en salir a un escenario y mirar (to gaze) en absoluto silencio al público presente. Y se cuenta que sus resultados son asombrosos (aunque a mí, de momento, y por mucho Cállate la boca, que me registren).
Pero más allá de la superchería o de la credibilidad que pudiera despertarnos Braco “The Gazer”, lo que a mí más me ha tocado la fibra y lo que, en cierta manera, conecta directamente con mi ensayo, es el hecho de que en una sociedad dominada por el ruido, la prisa y la palabrería, el silencio y el mirar a los ojos de otro ser humano sin abrir la boca son algo tan raro como el platino, tal y como escribía en su crónica uno de los periodistas que ha sacado a la luz el caso Braco.
Porque la sociedad de la palabra y del logos, la nuestra, ha pasado, sin duda, a ser la sociedad del mogollón, del ruido y es, irónicamente por esta misma razón, el lugar perfecto para que un hombre que te obliga a estar, simplemente, 10 minutos callado y observándole a los ojos, se convierta en una suerte de fenómenos paranormal, y él mismo en un bicho raro al que muchos parlanchines encerrarían en una jaula y tirarían después la llaves a cualquier río cercano… pero lo suficientemente profundo.
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