Con el tema de estos parecidos razonables recurro
casi siempre a dos de las expresiones artísticas que más me apasionan. Lo
habéis podido comprobar quienes seguís, con mayor o menor asiduidad, este blog.
Aunque estas dos expresiones no dejarían de ser, realmente, una sóla: la
música, sólo que, por un lado y por así decirlo, la música compuesta para ser
tocada y escuchada en una Sala de Conciertos, vaya, la música clásica, y la
otra, música para ser grabada y escuchada, durante la proyección, y como una importantísima
parte de una película.
Y de esta forma ha ido calando en mi cabeza, a lo
largo de los años, la idea, que no me gusta una mierda, porque a mí el cine me
gusta muchísimo más que una mierda, de que la música de cine no deja de ser,
lamentablemente, una música de segunda
división; salvo honrosísimas excepciones (cfr,- Nino Rota). Y es que demasiado
a menudo viendo, o mejor, escuchando una película cualquiera me asalta la
sensación de que su banda sonora me suena a…, me recuerda a… tal o cual pasaje
músical, más o menos, (des)conocido. Vaya que, en el fondo, los rutilantes
compositores de música para cine, muchos de ellos muy bien pagados, no dejan de
ser excelentes “oídos” para, aprovechándose de la casi-nula cultura musical
clásica del espectador medio que acude a un cine, rescatar y basándose en otras
partituras, casi siempre de mayor calidad, ir picando de aquí y allá como un
buen gorrón en cualquier surtido ágape y componer con esos “picoteos” esa banda sonora que va a encantar al cinéfilo
de turno, ignorante de sus andanzas entre plato y plato cocinando en su mente
el “plagiete” o los parecidos razonables de turno y, de paso, , rellenando sus cuentas
corrientes con unas bonitas cifras compuestas
por un montón de ceros.
Y en éstas estaba, durante estos meses de
confinamiento, cuando he tenido ocasión de comprobar más “parecidos razonables”
que pueden encontrarse, por ejemplo, entre la música de John Williams para La guerra de las galaxias, y la 1ª
sinfonía de William Walton, compuesta casi 60 años antes, o, en el caso que nos
ocupa, entre la popularísima y aclamada banda sonora que Bernard Herrmann, al que ya tenemos echado el oído (ver la entrada Psicosis & Shostakovich en este mismo blog), hizo para la sublime Vértigo, de Alfred Hitchcock en 1958 y,
no ya el Tristán e Isolda wagneriano
que Herrmann fusiló para el tema de amor de la mencionada película, y que ya es vox populi, sino ahora, y para el tema principal de Vértigo con el
inicio de la segunda escena del Prólogo del magnífico Boris Gudonov, la ópera que Modest Musorgski, sí un compositor
ruso, ¿se acuerda alguien de él?, compuso en… ¡1874! 84 años antes… que se
cuentan pronto.
Y con esto no quiero decir nada, o sí que quiero; querría,
sin ir muy lejos, aconsejar a todos los que se dedican a este noble 7º Arte que
intenten bajarse del pedestal de la soberbia e idolatría en el que, tan a
menudo, están instalados y “tan subidos”, y quizás empezando por los compositores de las
bandas sonoras que, por muy bonitas y “tarareables” que nos resulten, no dejan
de ser, en muchos casos, auténticas “apropiaciones indebidas” o, cuanto menos,
“apropiaciones no reconocidas”. Eso: un poquito
de humildad nunca nos viene mal pero hoy se me aparece como una
indispensable vacuna (ya que andamos con esto de la Covid-19) para todo este
gremio que forman los artistas (¡ohhh!) del celuloide.
Y termino, y a lo que iba y me callo, y nunca mejor dicho. Aquí
os van Vértigo y Boris Gudonov. Y vosotros, ¡cómo no!, tenéis la última palabra. Yo sólo os busco la
boca.
Vértigo,
de Bernard Herrmann
Boris
Gudonov, de Modest Musorgski
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