El cine clásico, y Escrito
sobre el viento, el melodrama que Douglas Sirk dirigió en 1956 lo es por
los cuatro costados, tiene estas cosas: que puedes verlo mil veces y durante
cada una de esas mil veces encontrarás en él algo en lo que antes no habías
reparado y que además es siempre algo que merece la pena. Y en esta ocasión, y
ante la marabunta de elecciones que ha habido en España, la clásica Escrito sobre el viento me ha susurrado
algo en el oído, algo que voy a tratar de trasladar a estas líneas.
Porque, durante este quinto (creo) visionado de la película
de Douglas Sirk, sus fotogramas me han advertido que este excelente melodrama
también nos habla sobre el… ¡nacionalismo! en su más peligrosa deriva, que no deja de ser uno de los
caballos de batalla que debemos montar en esta Piel de Toro que nos re-coge. Y trato de explicarme lo antes posible, a riesgo
que de no hacerlo pueda ser tachado de incurable lunático.
Y me defiendo como gato panza arriba. E insisto en mis
“trece”. Porque, ¿no transcurre Escrito
sobre el viento, casi en su integridad, en una localidad que rinde sumisa
pleitesía a la “H” de Hadley, el patriarca, el ancestro intocable, cuya inicial está grabada en cada rincón de la
ciudad, y que no habría sido sino el omnisciente y todopoderoso mandamás que, desde
la nada, levantó la floreciente ciudad a partir de los yacimientos petrolíferos
que en ella halló, y que tan pingues beneficios le ha reportado y le continuará
reportando, me imagino, sine die, y a
la que los personajes principales, Kyle Hadley (Robert Stark), hijo de Hadley,
Mitch Wayne (Rock Hudson), su amigo y empleado (¡cómo no!) de la Hadley Oil Co., y la hermana de aquél, la atractiva y
sensual Marylee Hadley (Dorothy Malone) aparecen atados de pies y manos, y de
cabeza añadiría, como si todo su mundo se redujera a las lindes que marca la
recurrente “H”?
Y no estaría divagando demasiado, ¿o si?, si equiparara, en
toda su significación, esta inevitable “H” a la ikurriña vasca o a la estelada catalana, por ejemplo,
que también, como esa “H” de Hadley en la localidad donde trascurre Escrito sobre el viento, puntúan todopoderosas cada
balcón o ventana o rincón de nuestras queridas Euskadi o Catalunya.
Por esto decía que el melodrama de Sirk también me parece
que habla del nacionalismo. Sus personajes conocen otras ciudades, pero “H” es
la mejor. Sin duda. En “H” han nacido, en ella se han criado y en ella
continúan viviendo ya de adultos. Claro que, por sus trabajos y sus altas
posibilidades económicas, a menudo han viajado a otros lugares, pero siempre regresan
a la “H”, como si la letra, o la ciudad que ésta representa, no les dejara
olvidarla, escapar de ella definitivamente y les obligara, por el contrario, a volver a ella (aunque sea
mental o sentimentalmente) como tirados por un irrompible hilo invisible que
llevaran atado a la cintura, como si la “H” no les dejara fijar los ojos en
otros horizontes, o en otras tierras, más allá de sus contornos que siempre
serán reducidos al no haber ninguno más importante
que ellos.
Y por esto, porque me interesaba esta nueva lectura que me
ofrecía el clásico, tiré por ella. Y así descubrí que el personaje que pone en
marcha la película no es otro que la atractiva Lucy Moore (Lauren Bacall) que
viene, ¿casualmente?, de fuera de la “H”,
y de la que se enamorarán los dos inseparables amigos, Kyle y Mitch, con lo que
trama ya estaría montada. Añadamos, por si algo faltara, que Marylee, la
hermana de Kyle, siempre ha querido, desde que era una niña, a Mitch y ha
soñado (¡cuántas veces lo habrá soñado!) con ser su amantísima esposa, Marylee Wayne; sí, libre, por fin, del estigma de la
“H”.
Porque sí, durante la partida o los minutos (apenas 95) que dura
Escrito sobre el viento, Lucy se
quedará con Mitch y ambos conseguirán escapar de todo lo que la “H” representa,
pero con increíble sufrimiento. A Lucy la huída le cuesta un aborto y casi la
vida, y a Mitch, un juicio que le hubiera condenado a muerte si no hubiera sido
por la intervención in extremis de
Marylee. Mientras, Kyle, por el contrario, se quedará para siempre en su
tierra, en “H”, pero muerto de un disparo. Y la propia Marylee se confinará,
igualmente, en la letra heredando la fortuna y los ricos yacimientos de su
progenitor ya fallecido, amén de sus sacrosantos recuerdos, y una asexuada figura (sí, ella, Marylee).
Pero, ¿no tendríamos que pensar, y con fundadas razones, que
escapar de una ciudad, o de una determinada región, debería ser tan fácil como
abrir y traspasar una puerta moliente y corriente? ¿Acaso a los humanos no nos
han puesto pies después de las piernas en lugar de raíces como a los árboles que nunca-se-mueven-de-su-sitio?
Así que nadie, ningún espectador, ¡ningún nacionalista de pro!, eche las campanas al vuelo, ni esboce
una sonrisa porque el nacionalismo puro y duro, y Escrito sobre el
viento con él, no de motivos, precisamente, para el cachondeo. Y la imagen final de la película con la vital, sensual y
atractiva Marylee, solitaria, embutida en un frío traje, sentada en el escritorio
y bajo el gran retrato del que fuera su padre, ¡la gran “H”!, acariciando (¡tanto amor desperdiciado!), cual si
se tratara del más irónico icono sexual, la maqueta de una torre petrolífera,
¡la gran "H"! (ahora, metafóricamente hablando), no puede dejar lugar a la más mínima duda. A mí, por lo menos esta quinta vez
(creo) que he visionado la película de Douglas Sirk, no me la ha dejado.
Observo a Marylee, y cambio la mansión de los Hadley por cualquier caserío o
masía de nuestros contornos más cercanos, y obtengo una ecuación que me pone
los pelos de punta: cuando la tierra además de darnos tomates, caracoles (o
petróleo) se convierte en un espacio pegajoso
del que no se puede salir (emocionalmente, sí) y en el que los pies se nos van hundiendo poco a poco,
transformándose en raíces … , cuando el hombre y el árbol se parecen más que nunca, cuando la tierra va adquiriendo las formas y la
impermeabilidad de un peligroso pantano que no nos deja (a los hombres, claro) mirar nunca más allá... de la (misma)orilla de todos los días.
NB,- Refutando, y no me duelen
prendas en reconocerlo, aquella (frívola) interpretación que apunté en alguna
de las entradas en este mismo blog,
sobre que las livianas y mayoritarias mangas
cortas que vestían los catalanes durante sus primeras reivindicaciones
independentistas, contrapuestas a los rudos abrigos que usan, por ejemplo y
dado el-frío-que-pela por esas latitudes, los exaltados habitantes de las
repúblicas ex-soviéticas, no iban sino a terminar, como las propias
reivindicaciones, en agua de borrajas o en el simple cesto de la ropa sucia y
sudada. Quizás no reparé en su momento, y dado el tiempo y el cariz que las
cosas han adquirido desde entonces la sospecha no se me antoja sino una cruda
realidad (textil), en que la misma
liviandad de la manga corta permite que
los movimientos corporales (o nacionalistas) puedan ser tremendamente ágiles,
escurridizos e… incansables.