miércoles, 29 de mayo de 2019

NACIONALISMO ESCRITO SOBRE EL VIENTO

El cine clásico, y Escrito sobre el viento, el melodrama que Douglas Sirk dirigió en 1956 lo es por los cuatro costados, tiene estas cosas: que puedes verlo mil veces y durante cada una de esas mil veces encontrarás en él algo en lo que antes no habías reparado y que además es siempre algo que merece la pena. Y en esta ocasión, y ante la marabunta de elecciones que ha habido en España, la clásica Escrito sobre el viento me ha susurrado algo en el oído, algo que voy a tratar de trasladar a estas líneas.

Porque, durante este quinto (creo) visionado de la película de Douglas Sirk, sus fotogramas me han advertido que este excelente melodrama también nos habla sobre el… ¡nacionalismo! en su más peligrosa deriva, que no deja de ser uno de los caballos de batalla que debemos montar en esta Piel de Toro que nos re-coge. Y trato de explicarme lo antes posible, a riesgo que de no hacerlo pueda ser tachado de incurable lunático.

Y me defiendo como gato panza arriba. E insisto en mis “trece”. Porque, ¿no transcurre Escrito sobre el viento, casi en su integridad, en una localidad que rinde sumisa pleitesía a la “H” de Hadley, el patriarca, el ancestro intocable, cuya inicial está grabada en cada rincón de la ciudad, y que no habría sido sino el omnisciente y todopoderoso mandamás que, desde la nada, levantó la floreciente ciudad a partir de los yacimientos petrolíferos que en ella halló, y que tan pingues beneficios le ha reportado y le continuará reportando, me imagino, sine die, y a la que los personajes principales, Kyle Hadley (Robert Stark), hijo de Hadley, Mitch Wayne (Rock Hudson), su amigo y empleado (¡cómo no!) de la Hadley Oil Co., y la hermana de aquél, la atractiva y sensual Marylee Hadley (Dorothy Malone) aparecen atados de pies y manos, y de cabeza añadiría, como si todo su mundo se redujera a las lindes que marca la recurrente “H”?

Y no estaría divagando demasiado, ¿o si?, si equiparara, en toda su significación, esta inevitable “H” a la ikurriña vasca o a la estelada catalana, por ejemplo, que también, como esa “H” de Hadley en la localidad donde trascurre Escrito sobre el viento, puntúan todopoderosas cada balcón o ventana o rincón de nuestras queridas Euskadi o Catalunya.

Por esto decía que el melodrama de Sirk también me parece que habla del nacionalismo. Sus personajes conocen otras ciudades, pero “H” es la mejor. Sin duda. En “H” han nacido, en ella se han criado y en ella continúan viviendo ya de adultos. Claro que, por sus trabajos y sus altas posibilidades económicas, a menudo han viajado a otros lugares, pero siempre regresan a la “H”, como si la letra, o la ciudad que ésta representa, no les dejara olvidarla, escapar de ella definitivamente y les obligara, por el contrario, a volver a ella (aunque sea mental o sentimentalmente) como tirados por un irrompible hilo invisible que llevaran atado a la cintura, como si la “H” no les dejara fijar los ojos en otros horizontes, o en otras tierras, más allá de sus contornos que siempre serán reducidos al no haber ninguno más importante que ellos.

Y por esto, porque me interesaba esta nueva lectura que me ofrecía el clásico, tiré por ella. Y así descubrí que el personaje que pone en marcha la película no es otro que la atractiva Lucy Moore (Lauren Bacall) que viene, ¿casualmente?, de fuera de la “H”, y de la que se enamorarán los dos inseparables amigos, Kyle y Mitch, con lo que trama ya estaría montada. Añadamos, por si algo faltara, que Marylee, la hermana de Kyle, siempre ha querido, desde que era una niña, a Mitch y ha soñado (¡cuántas veces lo habrá soñado!) con ser su amantísima esposa, Marylee Wayne; sí, libre, por fin, del estigma de la “H”.
 
Pero el drama, y por eso Escrito sobre el viento es un melo-drama, a menudo representa un destino del que los humanos no podemos escapar tan fácilmente. Cierto es que, podríamos pensar, basta con desearlo, pero no menos cierto es, y en esto todos estaríamos de acuerdo, que los deseos no siempre se cumplen, y que escapar de la “H”, desanudarse de ese hilo invisible que nos rodea la cintura, no siempre es cuestión de “echar por patas” o de comprarse unas tijeras en cualquier mercería y “cortar” por lo sano. O que se lo pregunten sino a tantos vascos y vascas, o a tantos catalanes y catalanas, o... a Kyle y Marylee.

Porque sí, durante la partida o los minutos (apenas 95) que dura Escrito sobre el viento, Lucy se quedará con Mitch y ambos conseguirán escapar de todo lo que la “H” representa, pero con increíble sufrimiento. A Lucy la huída le cuesta un aborto y casi la vida, y a Mitch, un juicio que le hubiera condenado a muerte si no hubiera sido por la intervención in extremis de Marylee. Mientras, Kyle, por el contrario, se quedará para siempre en su tierra, en “H”, pero muerto de un disparo. Y la propia Marylee se confinará, igualmente, en la letra heredando la fortuna y los ricos yacimientos de su progenitor ya fallecido, amén de sus sacrosantos recuerdos, y una asexuada figura (sí, ella, Marylee).

Pero, ¿no tendríamos que pensar, y con fundadas razones, que escapar de una ciudad, o de una determinada región, debería ser tan fácil como abrir y traspasar una puerta moliente y corriente? ¿Acaso a los humanos no nos han puesto pies después de las piernas en lugar de raíces como a los árboles que nunca-se-mueven-de-su-sitio?

Así que nadie, ningún espectador, ¡ningún nacionalista de pro!, eche las campanas al vuelo, ni esboce una sonrisa porque el nacionalismo puro y duro, y Escrito sobre el viento con él, no de motivos, precisamente, para el cachondeo. Y la imagen final de la película con la vital, sensual y atractiva Marylee, solitaria, embutida en un frío traje, sentada en el escritorio y bajo el gran retrato del que fuera su padre, ¡la gran “H”!, acariciando (¡tanto amor desperdiciado!), cual si se tratara del más irónico icono sexual, la maqueta de una torre petrolífera, ¡la gran "H"! (ahora, metafóricamente hablando), no puede dejar lugar a la más mínima duda. A mí, por lo menos esta quinta vez (creo) que he visionado la película de Douglas Sirk, no me la ha dejado. Observo a Marylee, y cambio la mansión de los Hadley por cualquier caserío o masía de nuestros contornos más cercanos, y obtengo una ecuación que me pone los pelos de punta: cuando la tierra además de darnos tomates, caracoles (o petróleo) se convierte en un espacio pegajoso del que no se puede salir (emocionalmente, sí) y en el que los pies se nos van hundiendo poco a poco, transformándose en raíces … , cuando el hombre y el árbol se parecen más que nunca, cuando la tierra va adquiriendo las formas y la impermeabilidad de un peligroso pantano que no nos deja (a los hombres, claro) mirar nunca más allá... de la (misma)orilla de todos los días.






NB,- Refutando, y no me duelen prendas en reconocerlo, aquella (frívola) interpretación que apunté en alguna de las entradas en este mismo blog, sobre que las livianas y mayoritarias mangas cortas que vestían los catalanes durante sus primeras reivindicaciones independentistas, contrapuestas a los rudos abrigos que usan, por ejemplo y dado el-frío-que-pela por esas latitudes, los exaltados habitantes de las repúblicas ex-soviéticas, no iban sino a terminar, como las propias reivindicaciones, en agua de borrajas o en el simple cesto de la ropa sucia y sudada. Quizás no reparé en su momento, y dado el tiempo y el cariz que las cosas han adquirido desde entonces la sospecha no se me antoja sino una cruda realidad (textil), en que la misma liviandad de la  manga corta permite que los movimientos corporales (o nacionalistas) puedan ser tremendamente ágiles, escurridizos e… incansables.   
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miércoles, 1 de mayo de 2019

28A, LA PARTICIPACIÓN, LOS PARAGUAS Y EL CONCIERTO

 
Ahora que ya hemos pasado, en este país de marras, por la primera cita electoral del año- luego, como en cascada, se nos vendrán otras dos o tres encima- no puedo de dejar de congratularme por la alta participación que estos comicios han tenido. Más del 70%. Lo que no es una cifra despreciable y que, según lo que me apetece pensar, nos va acercando poco a poco a esos niveles de conciencia cívica y ciudadana tan necesarios para poder presumir de eso: de cívicos y ciudadanos. Y quiero creer que estamos en el buen camino. Lo que no quita, ¡no seamos tan ingenuos, por favor!, para que evitemos echar demasiadas alharacas y campanadas al vuelo, porque esta marcha (tan campante) hacia delante tendrá sus ingratos parones e, incluso, sus retruécanos, regresos y vueltas hacia atrás pero, como dicen ahora algunos eruditos, la serie histórica y yo no lo dudo, por lo menos, será positiva y seguirá tirando tiesa.
 

Pero si alguien quisiera contradecirme, para lo cual estaría en todo su derecho, ¡faltaría más!, yo le contaría entonces lo que el otro día me vi cuando fui a una Sala de Conciertos a disfrutar de una velada jazzística. Aunque ahora ni el género musical ni el grupo en cuestión me importen demasiado. Porque a lo que quisiera ir a parar es a lo que habría escrito antes, a la educación y al civismo, a nuestra educación y a nuestro civismo sobre los que aseguraba que vamos mejorando, lo que está muy bien.

Y si no, leed un poco más. Iba yo a la mencionada Sala, y entré en ella con tiempo, como siempre me gusta hacer. Además hacía una tarde de perros y llovía, como suele decirse, como si no hubiera llovido nunca en esta vida, Así que, qué mejor sitio para ponerse a cubierto que una moderna Sala de Conciertos. Se pudo ver a Noé regateando y comprando un paraguas a uno de esos negritos tan amables, tan  dispuestos y  tan oportunos siempre cuando los nubarrones hacen acto de presencia sobre nuestras cabezas. Pero esto es broma. A Noé no le vi por ningún lado.

Pero bueno y a lo que voy. Estaba yo ya dentro de la Sala. E iba viendo pasar a los futuros espectadores, uno detrás de otro (la Sala se llenó), con los paraguas empapados. Y entonces cual no sería mi sorpresa (porque debo decir que no entiendo nada de paraguas ya que, por una cuestión de principios- sobre la que no viene ahora a cuento que me explaye- yo nunca uso paraguas y, en su lugar, siempre me cobijo bajo un más elegante, pero más insuficiente también, sombrero), sí, cuál no fue mi sorpresa, cuando vi que todos, sí, todos sin excepción, y ojo, ¡y sin que ningún empleado de la Sala se acercara a ellos y les dijera nada!, cerraban sus paraguas empapados y los metían en las  maquinas embolsadoras, instaladas justamente a la entrada de la Sala.

Así da gusto, pensé. Así, los paraguas empapados y goteantes no mojan el suelo, ni lo encharcan con mojitos de agua, y así se evita el peligro de que alguien se resbale, se meta un trompazo contra el suelo y, a mal andar, y nunca mejor dicho, se disloque o se rompa algún hueso y haya que avisar y llamar al 112, y esperar, entre los nunca agradables aullidos y gestos de dolor del damnificado o damnificada, a que la ambulancia llegue, a que los sanitarios se apeen del vehículo y entren en la Sala y pregunten por la persona herida, que se dirijan a donde la víctima se encuentre y le practiquen los primeros auxilios, que mitiguen su dolor, que le inmovilicen aquellas partes de su cuerpo que presenten más claramente síntomas o una posibilidad de esguince o de algo peor, y esperar a que los camilleros entren en la Sala con la camilla, que acomoden al herido, ya más calmado, a la horizontal de la cama, bien sujeto, y a que, por fin, puedan entonces enfilar la puerta por donde han entrado, pero en sentido inverso, y que suban y encajen la camilla y, al herido con ella, en la trasera de la ambulancia y puedan, ¡¡¡ya!!!!, salir raudos y veloces hasta el Hospital de turno más cercano. Bajo, eso sí, el persistente y torrencial aguacero…

Pero todo esto, aquel día en que fui a la susodicha Sala a presenciar una sesión de jazz de un grupo de cuyo nombre no me acuerdo en estos momentos, no ocurrió. Por nuestra educación y civismo in crescendo, podría alegar. Y dentro de la Sala, yo y los futuros espectadores continuamos esperando el inicio del concierto que, afortunadamente y gracias a las embolsadoras de paraguas y a nuestra EDUCACIÓN y al CIVISMO in crescendo comenzó puntualmente, evitando todos estos contratiempos o resbalones (en este caso que me pre-ocupa) que se hubieran podido producir SIN EDUCACIÓN NI CIVISMO, con el más que posible retraso o cancelación del espectáculo dependiendo, seguramente, del daño sufrido por aquél o aquella que hubiera resbalado. Un engorro, vamos, una putada: devolución del importe de las entradas, decepción por no ver el concierto que durante tanto tiempo habíamos querido presenciar, aparte del daño y las consecuencias que hubiera podido sufrir el damnificado.

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Pero amigos yo, a riesgo de que me tachéis de ingenuote voy, de esta forma, confiando in crescendo en todos nosotros. El excepcional uso sin excepción de las embolsadoras de paraguas aquel día de concierto, la participación por encima del 70% en las elecciones del 28-A, me confirman que puedo hacerlo, lo que me llena, de paso, de energía y esperanza. La educación y el civismo abriéndose paso entre nuestras costumbres porque, vale, de acuerdo, aunque todavía sea de una manera no del todo consciente, y raquítica si se quiere, intuimos que tanto la una como el otro, la educación como el civismo van de la mano y son buenos para todos. Y si la persona que se hubiera partido un codo, por ejemplo, al resbalarse en la Sala de Conciertos por patinar sobre un charquito de agua formado por el puñetero goteo de un paraguas mojado no se partió, en esta ocasión, el codo fue porque no se resbaló, porque no había charquito de agua ni nada que se le pareciera, porque todo el mundo había metido- cívica y educadamente- su paraguas empapado en la consiguiente embolsadora. Y así, TODOS pudimos disfrutar del concierto. Porque si la educación y el civismo nos señala con en el dedo a CADA UNO, sus beneficios nos los repartimos entre TODOS. Y entender eso es, y lo creo de verdad, parte del progreso, uno de sus presupuestos más básicos: conseguir que la vida de los demás mejore, a partir de que mejoramos la nuestra propia.
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