El pasado 25 de agosto se
cumplieron los 100 años del nacimiento de Leonard Bernstein, posiblemente el
compositor americano más famoso de todos los tiempos (en lo que a la música
clásica se refiere no tendría duda alguna al respecto). Pero Lenny, como era
conocido entre sus amigos y amigas, no fue un grandísimo pianista. Ni un
grandísimo director de orquesta. Ni tan siquiera un grandísimo compositor. En
su época, en cada una de las categorías que he mencionado, hubo músicos mejores
músicos que él. Seguramente no demasiados, pero sí algunos. Pero en lo que
ninguno habría podido superarle, ni siquiera acercársele a los talones, fue en
popularidad.
Y es que Bernstein no paraba
quieto. En todos los sentidos. Era el prototipo de americano hecho para comerse
el mundo y no dejar ni una miga sobre el mantel. Nada parecía detenerle y
desbordaba una vitalidad que transmitió tanto a las orquestas a las que tuvo
que dirigir, como a los hombres y mujeres que se cruzaron por su vida, que no
fueron pocos ni anónimos.
Al final, sin embargo, como
nos ocurrirá, tarde o temprano, a todos los mortales, Lenny murió. Tenía 72
años. Era un otoñal 14 de octubre de 1990. Y expiró en su residencia de Nueva
York, en el mítico (también este inmueble lo es) edificio Dakota (¿no se
cargaron ahí a John Lennon?, ¿no rodó también ahí Polanski su semilla del diablo hace hoy justo medio
siglo?- que el que quiera lea la crítica en la entrada grandes películas, pequeñas críticas). Desde entonces, desde que Lenny no
está entre nosotros, la partitura de la Quinta Sinfonía de Gustav
Mahler, uno de sus autores favoritos, descansa junto a su cuerpo: una buena
compañía para emprender ese siempre enigmático viaje a la eternidad.
Aunque si estoy escribiendo
sobre Bernstein lo hago, además de por los obvios motivos de su centenario, por
otra circunstancia en la que, tal vez, no todo el mundo haya reparado. Y es que
pienso que Bermstein se presentó al mundo musical, y al mundo en general, como
un alter ego, eso sí, con todas las
diferencias que quisiéramos atribuirle, al también mítico Herbert von Karajan. Yo,
por lo menos, siempre les he encontrado físicamente parecidos, aunque personal
y musicalmente siempre se posicionaran en las antípodas el uno del otro. Si uno
era blanco, por decir algo, el otro negro. Si Karajan era un espíritu teutón:
serio, distante, arrogante (¿no afirmó aquello de que cuando muriera no se le
enterrara, porque si Jesús resucitó al tercer día él no esperaría tanto?),
Bernstein era más popular, cercano, casi “de andar por casa”: puro estilo “Gran
Manzana”. Y si Bernstein reinó en América, Karajan lo hizo en Europa. Karajan, más
volcado en las grabaciones discográficas, Bernstein, más (¡cómo no!: This
is America) en la televisión, donde difundiría sus conocimientos
musicales con grandes cifras de audiencia, como demuestran sus Conciertos para Jóvenes, grabados cuando
era ya titular, lo era desde 1958, con apenas 40 años, de la Filarmónica de Nueva
York, y que continúan siendo, al día de hoy, el programa cultural de mayor
éxito en la Historia
de la televisión.
Y si hablo de los dos, aparte
de sus parecidos físicos razonables (por lo menos para mí), es porque sus características
me retrotraen a esos años de la Guerra Fría,
donde si había, pongo por caso, un ajedrecista eminente a este lado del charco,
y pronúnciese Karpov, los americanos producían otro a su estilo, al american way of life, pronúnciese ahora
el controvertido y espectacular Bobby
Fisher (¿cuántos reportajes y películas no se habrán producido sobre su esquiva
figura?); y, del mismo modo, donde habría en la vieja Europa un aclamado director
de orquesta, éste sería, Karajan, los americanos sabrían oponerle puntualmente
su réplica correspondiente, o sea, Bernstein.
Y si Karajan nunca anduvo
lejos de los centros de poder, no sólo musicales sino políticos, Bernstein
tampoco los esquivaría. Sólo que a estos añadiría los aromas de esa atractiva
popularidad que le acompañaba allá por donde fuera: compuso una Misa por encargo de la familia Kennedy, aunque
también celebraría un concierto multitudinario con motivo de la caída del Muro
de Berlín, con su salud hecha ya unos zorros, consecuencia, ¡cómo no!, de
excesos de todo tipo. Llegó a fumar más de cuatro paquetes de tabaco diarios,
asiduo consumidor de todo tipo de pastillas, y practicante del sexo sin
demasiados miramientos. Tuvo relaciones con casi todos los miembros de sus
orquestas. Tanto hombres como mujeres. Y con famosos de su tiempo, que podrían
rellenar una inmensa lista de agraciados. Cuentan que Marlon Brandon andaría entre
las líneas de su pentagrama.
Luego ni que decir tendría
que en un hipotético enfrentamiento entre Bernstein y Karajan hoy, pisando ya
el 2018, el ganador, y por k.o. técnico, sería el músico americano. Qué duda
nos debería caber que, en ese hipotético cuadrilátero de la fama, el espíritu
televisivo, follarín, alegre y animoso de Lenny levantaría los brazos
triunfante. Hoy todos quisiéramos parecernos a él: culto, pero popular y desinhibido.
Mientras que Karajan se nos habría quedado trasnochado. Culto, sí, muy culto,
pero frío como un susto, seco como una nuez, adusto como un carraspeo…
Y es que en estos tiempos
baumanianamente líquidos, sí, y populacheros como una romería, los ademanes y
la entrepierna juguetona de Lenny serían otro ejemplo de esas actitudes
ganadoras que derrotan a la solidez, a la rigidez de Karajan, a sus ojos
entornados, casi ausentes, mientras la orquesta sigue, sin perderse una coma,
el dictado que surge de sus prodigiosas y geniales manos.
Así que aquí os dejo con el Adagietto de la 5ª de Mahler, con el que
Lenny cubre su pecho, pero en una versión ejecutada por Karajan porque, después
de sus razonables parecidos (físicos), que haya también, y a pesar de sus
diferencias, buen rollete entre estos dos genios de la música.
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