lunes, 16 de abril de 2018

LOS HERMANOS LUMIERE Y LOS TIEMPOS LÍQUIDOS


 
El tiempo lleva un tiempo (y perdón por la reiteración) trayéndome por la calle de la amargura; bueno es un decir porque la calle de la amargura es, realmente para mí en esta ocasión, la calle de la reflexión (y ahora perdón por el pareado).

Y es que el  otro día, otro de esos martes de gloria con los que nos suele obsequiar el cineclub FAS (cineclubfas.com), tuve el placer de asistir a la proyección de Lumiere!, un imprescindible documental francés para todos los que presumimos de ser amantes del 7º Arte, firmado por Thierry Frémaux, director del Festival de Cannes, con la colaboración, entre otros, de Bertrand Tavernier y Martin Scorsese, y en el pudimos ver en magníficas copias restauradas 108 de las más de ¡1400! películas que produjeron o dirigieron los hermanos Lumiere, y los operadores de su particular y original Fábrica de Sueños, entre los años 1895 y 1900.

Y es que las películas, rodadas todas ellas en un blanco y negro majestuoso y con una profundidad de campo como para cortar el hipo de cuajo, casi mágica por increíble, incluso proyectadas las películas en este siglo XXI en el nos sigue tocando vivir (¡toquemos madera!), me dieron pie y cabeza para pensar un poco más en esto del “tiempo”, que ya lo decía antes, me tiene bastante perplejo.

Porque sostener que el tiempo contiene entre sus caracteres una parte fundamental de nuestros modos de vivir y, por lo tanto, de ser, es algo que a más de uno pudiera parecer lógico y normal, y hasta poca cosa, pero que si le damos un par de vueltas, enseguida veremos que lo de “lógico y normal” se queda corto-cortísimo.
 

Porque en una primera vuelta diría que, a partir del tamaño de los chasis que debían usar en su época los Lumiere, donde no entraban más de 50 segundos de celuloide, el género aparentemente documental al que podrían adscribirse sus primigenias Salida de la fábrica de los Lumiere en Lyon, La llegada de un tren a la Ciotat, El mar, etc.  no es tal, ya que esos benditos y raquíticos 50 segundos hacen que los planos, para que “quepan” en ellos todo lo que el arte de los Lumiere quisieron meter, deban estar cuidadosamente planeados y planificados, milimétricamente calculados en sus más pequeños detalles.

¿Y a qué puerta estarían llamando entonces los Lumiere con todo esto? Pues obviamente a la puerta de la manipulación, de la fabulación, a la puerta de la puesta en escena, de la ficción y no, como pudimos presuponer en un primer momento, a la puerta del documental.

Es decir, que de la misma manera que nuestro tiempo limitado por la muerte (¡toquemos madera, again!) fue, seguramente, aquello por que el ser humano empezó a filosofar, el tiempo limitado de los Lumiere, sus chasis de 50 segundos, y ni uno más, fue lo que necesariamente llevó a su cine, y por extensión al cine que todos continuamos disfrutando y sufriendo, las más de las veces, hoy en día, a la puesta en escena, a la trampa, al arte puro, a la ficción. Y a las dichosas palomitas, ¿por qué no reconocerlo?

Y además todo sea dicho, el tiempo, y con esto ya entraríamos en la segunda vuelta, desde el siglo anterior, el XX, el siglo de los Lumiere y el cine, ha incrementado su velocidad de paso hasta unos extremos alucinantes. El gran pensador y ensayista polaco Zygmunt Bauman, recientemente fallecido, acuñó hace unos años la expresión tiempos líquidos para referirse, entre otras cosas, a esta endiablada rapidez con lo que todo acontece en  nuestra época; una rapidez con la que nuestros antepasados ni soñaban despiertos. Al hilo de esto, y lo escribo entre paréntesis, siempre me ha hecho gracia esa anécdota que cuenta que a los pasajeros que viajaban en los primeros trenes, el ver a través de las ventanillas el paisaje que fugazmente se alejaba de su mirada, podía dañarles los ojos. ¡Qué duda cabe que, menos mal, que el tiempo también sabe poner a cada cosa en su sitio!
 

Y termino asegurando y jugándome, si es preciso, una cena en el envite, a que el cine es posiblemente el mejor hijo de estos tiempos líquidos baumanianos, tiempos a toda hostia, porque reto a que alguien me diga de algún otro arte que en el raquítico espacio de 32 añitos haya pasado de producir una obra como aquella Salida de la fábrica de los Lumiere en Lyon, en 1895, a esa joya y cumbre absoluta del cinematógrafo que es el Amanecer, de Murnau, en 1927, y que próximamente también tendremos oportunidad de ver en este imprescindible cineclub FAS, con el piano en directo del no menos imprescindible Josetxo Fernández de Ortega.

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