El tiempo lleva un tiempo (y
perdón por la reiteración) trayéndome por la calle de la amargura; bueno es un
decir porque la calle de la amargura es, realmente para mí en esta ocasión, la
calle de la reflexión (y ahora perdón por el pareado).
Y es que el otro día, otro de esos martes de gloria con
los que nos suele obsequiar el cineclub FAS (cineclubfas.com), tuve el placer
de asistir a la proyección de Lumiere!,
un imprescindible documental francés para todos los que presumimos de ser
amantes del 7º Arte, firmado por Thierry Frémaux, director del Festival de
Cannes, con la colaboración, entre otros, de Bertrand Tavernier y Martin
Scorsese, y en el pudimos ver en magníficas copias restauradas 108 de las más
de ¡1400! películas que produjeron o dirigieron los hermanos Lumiere, y los
operadores de su particular y original Fábrica
de Sueños, entre los años 1895 y 1900.
Y es que las películas,
rodadas todas ellas en un blanco y negro majestuoso y con una profundidad de
campo como para cortar el hipo de cuajo, casi mágica por increíble, incluso
proyectadas las películas en este siglo XXI en el nos sigue tocando vivir
(¡toquemos madera!), me dieron pie y cabeza para pensar un poco más en esto del
“tiempo”, que ya lo decía antes, me tiene bastante perplejo.
Porque sostener que el tiempo
contiene entre sus caracteres una parte fundamental de nuestros modos de vivir
y, por lo tanto, de ser, es algo que a más de uno pudiera parecer lógico y
normal, y hasta poca cosa, pero que si le damos un par de vueltas, enseguida
veremos que lo de “lógico y normal” se queda corto-cortísimo.
Porque en una primera vuelta
diría que, a partir del tamaño de los chasis que debían usar en su época los
Lumiere, donde no entraban más de 50 segundos de celuloide, el género
aparentemente documental al que podrían adscribirse sus primigenias Salida de la fábrica de los Lumiere en Lyon,
La llegada de un tren a la Ciotat , El mar, etc. no es tal, ya que esos benditos y raquíticos
50 segundos hacen que los planos, para que “quepan” en ellos todo lo que el
arte de los Lumiere quisieron meter, deban estar cuidadosamente planeados y
planificados, milimétricamente calculados en sus más pequeños detalles.
¿Y a qué puerta estarían
llamando entonces los Lumiere con todo esto? Pues obviamente a la puerta de la
manipulación, de la fabulación, a la puerta de la puesta en escena, de la
ficción y no, como pudimos presuponer en un primer momento, a la puerta del
documental.
Es decir, que de la misma
manera que nuestro tiempo limitado por la muerte (¡toquemos madera, again!) fue, seguramente, aquello por
que el ser humano empezó a filosofar, el tiempo limitado de los Lumiere, sus
chasis de 50 segundos, y ni uno más, fue lo que necesariamente llevó a su cine,
y por extensión al cine que todos continuamos disfrutando y sufriendo, las más
de las veces, hoy en día, a la puesta en escena, a la trampa, al arte puro, a la ficción. Y a las dichosas palomitas,
¿por qué no reconocerlo?
Y además todo sea dicho, el
tiempo, y con esto ya entraríamos en la segunda vuelta, desde el siglo
anterior, el XX, el siglo de los Lumiere y el cine, ha incrementado su
velocidad de paso hasta unos extremos alucinantes. El gran pensador y ensayista
polaco Zygmunt Bauman, recientemente fallecido, acuñó hace unos años la
expresión tiempos líquidos para
referirse, entre otras cosas, a esta endiablada rapidez con lo que todo
acontece en nuestra época; una rapidez
con la que nuestros antepasados ni soñaban despiertos. Al hilo de esto, y lo
escribo entre paréntesis, siempre me ha hecho gracia esa anécdota que cuenta
que a los pasajeros que viajaban en los primeros trenes, el ver a través de las
ventanillas el paisaje que fugazmente se alejaba de su mirada, podía dañarles
los ojos. ¡Qué duda cabe que, menos mal, que el tiempo también sabe poner a
cada cosa en su sitio!
Y termino asegurando y jugándome,
si es preciso, una cena en el envite, a que el cine es posiblemente el mejor
hijo de estos tiempos líquidos baumanianos, tiempos a toda hostia, porque reto
a que alguien me diga de algún otro arte que en el raquítico espacio de 32
añitos haya pasado de producir una obra como aquella Salida de la fábrica de los Lumiere en Lyon, en 1895, a esa joya y cumbre
absoluta del cinematógrafo que es el Amanecer,
de Murnau, en 1927, y que próximamente también tendremos oportunidad de ver en
este imprescindible cineclub FAS, con el piano en directo del no menos
imprescindible Josetxo Fernández de Ortega.
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