Divago y afirmo que nunca se
construyó en país serio en manga corta.
Para eso, para construir el
dichoso país, hace falta justo lo contrario: una buena txupa, calzar zapatos de
abrigo y si es necesario, por los vientos y la nieve, llevar las orejas y la cabeza
gozosamente cubiertas con una gorrita de cuero.
De esta forma nos
aproximaremos más a los rusos y a todos esos habitantes de la extinta URSS.
Esta gente sí que se las gasta gordas. No van de broma. Ni se les ocurre. Estar
a 10º bajo cero, a la intemperie, con un frío que pela, en la céntrica Plaza de la Independencia, por
ejemplo, en Ucrania, protestando y diciendo la de dios-es-cristo contra el
régimen de quien toque, no es asunto para tomárselo a chirigota.
La rasca, y el pueblo ruso
sabe de eso un rato largo, convierte a cualquier arenga en algo mucho más
serio, en una cuestión, en muchos desgraciados momentos, de vida o muerte. Con
el frío todos nos atrevemos a más. Aunque sea por el noble y humano motivo de
entrar en calor.
Napoleón
sufrió en sus propias carnes esta seriedad
del pueblo ruso aterido por unas temperaturas glaciales. Y a Hitler le pasaría
años después más de lo mismo. El pueblo ruso es mucho pueblo. Basta echar un
vistazo a su historia reciente y pasada para echarnos a temblar aunque, en
nuestro caso, estemos tostándonos en una playita del Mediterráneo. ¿O tendríamos
que echar mano del Euromaidán o aquellas
violentas proclamas que, entre noviembre de 2013 y febrero de 2014, tuvieron
lugar contra el gobierno de Yanukóvich, contra el acuerdo con la Federación Rusa,
que movilizó a miles de ucranianos en la Plaza de la Independencia de
Kiev, todos-los-días, bajo un frío que pelaba la pana (aquí abajo os dejo como
homenaje a aquellos sufridos manifestantes la Batalla en el hielo
orquestada por Prokofiev para la película Alexander
Nevski, de Eisenstein: ¿bromas?, las justas)
y que, al final, se resolvieron, ¡cómo no!, con la
destitución de Yanukóvich por la Rada Suprema, y el establecimiento de un gobierno
interino a cargo de Oleksandr Turchínov.
Sí, con el frío, con los alientos y gritos ahumados por el vaho las cosas se
resuelven más seriamente, sin duda.
Y a esto es a lo que voy. Las
protestas que llevamos sufriendo de estos catalanes a 20, 22º de media durante
los últimos meses no me parecen serias, ni realmente peligrosas; un incordio, sí,
pero un incordio a lo sumo, un incordio que está llenando los telediarios
patrios con demasiada insistencia, poniéndonos un dolor de cabeza que para qué
nos contamos. Pero repito, incordio, porque cuando los manifestantes desfilan
en bermudas, manga corta, nikis a tutiplén, chancletas y bajo un solete súper a
gusto podría asegurar que nada de fuste va a salir de todo ello.
La Primavera Árabe, aunque con burkas y paños hasta los tobillos
enarbolando los puños a más de 30º, sería otro triste y palmario ejemplo de que
las revoluciones y los termómetros disparados hacia arriba siempre andarán
reñidos.
Es lo que tienen los calores
y las temperaturas hawaianas, que si invitan a la seriedad lo hacen siempre
hacia una seriedad entre comillas, una seriedad ma non troppo: el buen tiempo es capaz de relativizar, incluso,
cualquier cuestión de vida o muerte; y si a todo esto le añadiéramos, como es
el caso de esta Catalunya, los sones del más puro cachondeo o de la rumba de
Peret (aquel bailongo Barcelona es
poderosa, Barcelona tiene poder, ¿os acordáis también?-
las distancias con la música de Alexander
Nevski son tan evidentes),
el despiporre estará servido
más temprano que tarde, el chiringuito se colapsará hasta los topes, guiris y
playas llenas de chavales y chavalas de bandera (y no roja, precisamente), pero
de país, de construir un País En Serio
que nadie pretenda venir a hablarme.
… y así pasará el último
rasgueo y giro hortera de la guitarra rumbera y todos, más o menos, nos iremos
olvidando de estos revueltos tiempos de independencia. Los calores lo hacen
posible. Con ellos los vehementes e insistentes esfuerzos que estas ocasiones requieren no
son muy bien venidos y admitamos, además, que la manga corta, que tanto se
agradece con esos bochornos, tiene siempre una pésima memoria.
¿Apostamos algo?
PS,- El otro día leí que
Antonio Banderas decía que lo de Catalunya le recordaba a una película de
Berlanga; ciertamente, ¿habría algo más contrario al cine de Berlanga que el
cine ruso?
Jake LaMotta murió el pasado 19
de septiembre. Lo hizo sin mucho ruido, como en él NO era habitual, pero lo
años no perdonan. Tenía 95 y expiró en una confortable y triste, como todas,
residencia de ancianos. Su hermana publicó una nota en facebook y Robert De
Niro, que le interpretó en Toro salvaje,
de Scorsese, un bonito y sentido pésame, RIP,
champion. Era lo menos que se podía decir y hacer por él.
Y por lo que a mí respecta poco
más que añadir. Apenas un par de cosas. Rendir mi más sincera admiración hacia
el hombre que se metió entre las doce cuerdas ¡6 veces contra el gran Sugar Ray
(quizás, al decir de muchos entendidos, el mejor boxeador de todos los tiempos)!,
saliendo victorioso en una de esas peleas y recibiendo una monumental paliza en
la última, conocida en los mentideros boxísticos como La matanza del día de San Valentín, y donde Jake, que había jurado
aguantar a Sugar Ray 10 asaltos, consiguió que fueran 13 a pesar de que, al final de
la carnicería, se dudaba de que al Toro
algún hueso le quedara todavía entero. Pero creo que Jake era así: valiente y
terco. Ahora ya podrá discutir con Sugar
Ray todos los pormenores de esas seis peleas, y todo aquello que más les
apetezca. Porque prisas, ninguna. ¿Y tiempo?, todo el del mundo. Allá donde
están el “gong” ya no volverá a sonar. Y si lo hace acaso sea para anunciar que
la comida está, puntualmente, servida.
En 1980 Scorsese y De Niro
rodaron Toro salvaje, una película
que se basaba en la autobiografía de Jake. Para muchos, entre los que me
cuento, una de las grandes películas de todos los tiempos y, posiblemente, la
mejor de las que ha rodado Scorsese. Con ella bajo el brazo Jake podrá presumir
ante Sugar Ray. A este nunca la vida le hizo semejante regalo, y si se le recuerda para siempre es sus increíbles e
inigualables cualidades sobre el cuadrilátero del noble arte; a Jake sin
embargo, más modesto, los buenos aficionados lo retendremos por su coraje, por
su terquedad en mirar y en tirar siempre hacia delante, y porque un día un par
de jóvenes americanos quisieron inmortalizarle sobre el celuloide y nos
ofrecieron la que es también la mejor película que existe sobre el boxeo, con unos créditos iniciales al son del Intermezzo de la Cavallería rusticana, que para qué os cuento (sí, mejor os adjunto el enlace).
RIP, champion,
dejó escrito Robert De Niro cuando supo la noticia del fallecimiento de Jake
LaMotta. Me apunto. Y este fin de semana volveré a ver y a disfrutar con Toro salvaje. Sin duda que Jake se lo
merece.
Hoy quizás me apetezca ponerme pelín serio y escribir algo
sobre, sobre, por ejemplo,… la muerte de Dios. Porque nos guste o no (a Él me
imagino que no le gustará nada) este es un signo de nuestros tiempos; o mejor
aún, el signo de nuestros tiempos.
Porque si realmente Dios ha muerto, ¿quién nos puede decir ¡alto!, quién nos
puede frenar?, ¿quién puede impedirnos cabalgar a nuestras anchas? Si nadie nos
vigila desde allá arriba, Alguien
además que lo ve todo sin necesidad de usar prismáticos, ¿quién se va a cortar aquí abajo?
Y de momento lo dejaría ahí.
Porque este sería uno de los retos que debiéramos asumir para tratar de
enderezar el maltrecho estado de nuestras cosas: aprender a eso, a cortarnos, a
comportarnos sin necesidad de que nadie nos ande poniendo continuamente el ojo
encima.
Y con estas estaba, pajeándome con estas comeduras de tarro,
cuando terminé el otro día de leer El
paraíso perdido, de John Milton (no se me ocurre decir nada porque todo lo
que diga se quedaría corto), con esos increíbles versos finales donde se da
cuenta de la expulsión de Adán y Eva del Edén y… (hasta entonces no se me había
ocurrido) del fracaso de Dios y de su divino plan, ya que el Creador se quedará
solo en su mundo creado para el hombre y para que este lo poblara, y estoy
seguro que cuando ve a Adán y a Eva salir por patas, porque aunque no se escriba Él lo está viendo (¿alguien lo duda?), y si hubiera podido (tal vez
sea eso lo único que un dios no puede hacer) hubiera derramado las más tristes
y amargas lágrimas.
Y como a mí que gusta el cine, ¿lo sabéis, verdad?, si hubiera recibido el encargo de rodar esa secuencia final de El paraíso perdido (transcribo abajo los
versos finales en la impecable traducción que publicó la Editorial Abada)
hubiera situado, posiblemente, la cámara sobre el rostro acongojado de Dios
mientras observa (¿alguien lo duda?) a sus criaturas abandonando el Paraíso, sintiéndose igualmente
abandonado, traicionado por esos seres a los que insufló esperanzado la vida.
Y me vino a la cabeza entonces una grabación de El ocaso de los dioses, de Wagner, el
último título de su monumental Tetralogía
del Anillo, en la que se puede asistir durante su imponente final al
momento en que Wotan, el dios supremo (en la grabación que os dejo debajo, Wotan
está a la izquierda del plano y de espaldas), mira impotente el incendio que, al fondo,
consume el Walhalla, su querido y particular paraíso.
Y yendo a lo que voy, ¿no representarían ambos momentos un
preciso plano/contraplano de un mismo instante? En uno Dios (desde el fuera de
campo) miraría al hombre y a la mujer dejar el Paraíso mientras el fuego trepida y le hace ondular, escribe Milton; en el
otro con Wotan, en escorzo cinematográfico (desde el minuto 7, más o menos, en el enlace), serían el hombre y la mujer, seríamos
nosotros mismos, quienes asistimos a la muerte y soledad del dios (en escorzo)
mientras, al fondo, perece su Paraíso particular o Walhalla entre las
llamas, mientras suena majestuosa la orquestación de Wagner, mientras un telón oblicuo cae dejándole fuera de los asuntos terrenales.
La muerte de Dios, preconizada por ese inagotable e
imprescindible toca-pelotas que fue Nietzsche, da para estas cosas y muchas otras.
Porque quizás más que de una muertede Dios tuviéramos que referirnos entonces a una escisión definitiva entre ambos mundos, terrenales
y celestiales, entre el Cielo y la
Tierra, y hablar de soledades
también (en plural), aunque los resultados sigan siendo los mismos: el hombre solo sin Dios, pero Dios también solo sin todos nosotros,
expulsados del Paraíso y vagando, desde entonces, por aquí abajo, dando vueltas,
como moscardones mareados por un exagerado tufillo a caca.
El paraíso perdido, de John Milton (versos finales)
(…) Llegado el Ángel,
de la mano cogió a los desdichados;
por la puerta oriental, entre los riscos,
descendieron los tres a la llanura.
El Ángel se esfumó. Volvieron ellos
con tristeza a mirar el Paraíso,
hasta entonces su lugar afortunado,
que el fuego, al trepidar, ahora ondulaba.
La puerta se llenó de hoscos semblantes
que alumbraba el fulgor de su armamento.
Como era natural, un breve llanto
sus ojos enturbió, mas lo enjugaron.
Del Mundo la amplitud, delante de ellos,
permitía escoger cobijo y casa.
Prestábales su luz la Providencia.
De la mano los dos, con paso incierto,
a través del Edén se fueron solos.
El ocaso de los dioses, de Richard Wagner (la inmolación de
Brunilda, y final)
Si se parecen, yo creo que sí. A mí,
por lo menos, una me lleva a la otra: o el Tema
de Camille, que Georges Deleure compusiera para Le Mépris, la bonita película que Jean-Luc Godard rodara en 1963 a partir de una novela
de Alberto Moravia, con Michel Piccoli, Brigitte Bardot y el inmortal Fritz
Lang (¡casi nada!), y que el gusto impecable de Scorsese incluyó en su farragoso, para muchos (yo entre ellos), Casino, al profundo Adagio
para cuerdas que Samuel Barber arreglara en 1938 basándose en su primer Cuarteto de cuerdas.
Vosotros diréis aunque, ante todo, pienso que las dos piezas son razonablemente inolvidables.