Ahora que voy a pronunciar
una conferencia sobre los 30 de Robocop,
de Paul Verhoeven, se me ocurre que otra buena fecha para el arranque de estos
caminos por los que discurre el cine actual, sería su archifamosa Instinto básico.
Se dan en ella dos características
que vertebran, como un santo y seña, nuestro cine de hoy en día. Posiblemente
incluso, de nuestra misma sociedad de la que el cine no dejaría de ser una
parte consustancial y un reflejo de la misma.
Y me referiría con estas
características, primero, a los personajes femeninos o supermujeres (¿dónde se habrá
quedado aquel Superhombre que preconizaba Nietzsche?) que se las saben todas o,
como suelo decir yo, que se han aprendido el guión de memoria y no les pilla
por sorpresa nada de que pueda pasar en
los siguientes minutos de la película; o sea, que esta primera característica
hace de ellas una especie de demiurgos, omniscientes de todos los avatares que
en la película se van a suceder.
Y en segundo lugar, o segunda
característica, unos guiones tan enrevesados, tan epatantes en sus giros y
retruécanos que provocan la admiración de los espectadores más fácilmente
impresionables, de los críticos a los que se les van las manos para bajar
estrellitas del cielo y ponerlas sobre el papel, al final de sus sesudas (sic) críticas, pero que empapuzan, digo
los guiones, a los propios personajes de la película hasta hacer de ellos meras
marionetas al servicio de unas tramas que terminan por engullirles en sus
propias complicaciones, y haciendo de ellos medios
al servicio de las alucinantes (sic)
historias y nunca verdaderos fines a
los que las historias, los guiones deberían servir.
Porque desde Instinto básico el guionista es el rey de
la función antes de que la función o la película sea filmada; después, son las
otras, las féminas, las reinas del cotarro.
Claro, diréis algunos, el
mundo ha cambiado. Sí, de acuerdo. Este mundo nuestro se habría feminizado, tal
vez, como un correlato de aquella juvenilización que este mismo mundo ha
sufrido y de la que daba algunas cuentas en Divino
tesoro, mi primer ensayo (y perdón por la autocita). La feminización
del mundo es algo que yo mantengo como un axioma de estos días tan posmodernos y
que no tengo ningún problema en asumir porque, entre otras cosas, nada puedo hacer
para cambiarlo y, de hecho, ninguna gana tengo de hacerlo.
Prefiero contemplarlo desde
la barrera y reflexionar sobre ello porque, esto sí, la feminización del mundo
es una cosa que me afecta como ser vivo que vive en este mundo.
Así que sobre estos dos
pilares, concretando, el guión enrevesado y la supermujer, se construirían el
90% de las películas actuales. Aludir a Tarantino quizás fuera un truquete
demasiado fácil, pero a mí me basta. Ver sino Jackie Brown, los dos volúmenes de Kill Bill o el Django
encadenado o la última, Los odiosos
ochos. O ver el cine que nos llega puntualmente desde Oriente, como los
Reyes Magos, de la mano de Zhang Yimou y su musa, ¡cómo no!, Gong Li, o de esos
primos hermanos de Quentin como este modernete Park Chan-wook bebiendo sus
complejos vitamínicos de estas mismas premisas: guiones que son un cristo, y
mujeres a las que no engaña ni un trilero.
Y, además, por eso gustan
mucho estas películas. Porque son como el mundo donde van a ser proyectadas:
feminizado y un lío que ni dios acierta a poner en orden, una gigantesca caja
de sorpresas, piruetas sobre piruetas, hacia un más difícil todavía, mientras
los personajes, que son aquello que a mí, por lo menos, más me interesa rinden
pleitesía y quedan al servicio de estas mismas premisas. También lo dije antes:
siempre medios, nunca fines.
Y toda esta pajota mental se
me vino a la cabeza viendo el otro día en mi querido cineclub FAS La doncella, de Park Chan-wook,
multipremisada allá por donde se ha presentado, multiaclamada por todos los que
la han visto. Un poco como la Carol , de Todd Haynes, de la que ya comenté similar en este mismo blog.
Sí, porque antes, ¿escribía
“todos”? Quizás haya exagerado. Porque yo no estoy entre esos “todos”. Lo digo
también directamente. A mí La doncella me pareció un bonito soufflé que va desmoronándose poco a poco
según transcurren sus interminables 145 minutos. Y lo hace, principalmente (y es
mi modesta opinión y por eso he empezado hablando de lo que he hablado), porque
las dos premisas, a las que he aludido una cuantas veces en este texto, se cumplen
en ella a rajatabla.
El cristo de guión y la
mujer, en este caso, las mujeres que sí, que se las saben todas y a las que no
hay manera de torear (¡a quien se le ocurriría torear a una mujer en pleno
siglo XXI!).
Y por todo esto lo que
empieza pareciendo una atractiva ficción que se sirve de aquella espléndida linterna roja, de Yimou, acaba derivando
en una juguetona y sinsorga sorpresa-tras-sorpresa, sin más pretensiones que
embaucar a los espectadores con una pretendida, pero más falsa que un billete
de 2 euros, profundidad al alcance de muy pocos entendidos, que después luego
resultan que son multitud: esas multitudes que pasan religiosamente por
taquilla.
Y, de esta forma, llegaríamos
al colofón, al plano final de La doncella
donde se resume el verdadero alcance y propósito de Park Chan-wook, donde el
cachondeo campa a sus anchas, donde las dos actrices en pelota picada retozan y
ríen de todo sobre la cama, como en una más de esas películas que los Reyes
Magos de Oriente cargan sobre sus camellos, a cambio, eso sí, de llevarse una
suculenta cosecha de Premios de la
Crítica o del Jurado o del Público, o de Interpretación,
femenina por supuesto; pero, ¡lástima!, los dos personajes habrían perdido, por
el camino de la enrevesada ficción, todo el interés y nobleza que pudieran
haber despertado en un principio, y no son ya más que divertidas gamberras que
se saben el guión de antemano y se ríen y se ríen (¡viva la estulticia de
Rótterdam!) de todos, de los hombres principalmente, ¡cómo no!, a los que habrían
tomado por el pito de un sereno y que, mientras ellas disfrutan, ellos andan
con cuchillitos rebanándose los dedos. Mundo feminizado obliga. Cada línea del
guión incluida. Que no queden cabos sueltos. Que todo sea retorcido. Sin más. Y
la sociedad que respire tranquila: nada de peligro avizor.
Claro, que al día siguiente
vi el Nosferatu, de Murnau en una
impecable copia, acompañada de la impactante música compuesta por José María
Sánchez-Verdú e interpretada por la Orquesta Sinfónica
de Bilbao. Escribir aquello de las comparaciones… me resulta demasiado cruel.
Tampoco hemos venido hasta aquí para joder a nadie. ¡Hay tantas cosas mejores
que hacer..!