El otro día vi el All Star Game de la
NBA. Y digo “día” porque lo vi grabado, por la tarde, justo
después de comer. Y lo siento. Pero ni por todo el oro del mundo (y es un
decir, claro) hubiera trasnochado, estando como estaba sobre aviso, ya que el Gasol Star de 2015 había sido igualmente
insufrible, para presenciar semejante chirigota, diseñada y escenificada en
loor del espectáculo más circense y menos deportivo que quepa imaginar. Y dicho
sea esto con todos los respetos hacia el muy honroso trabajo en el circo, hecho
para entretener a la parroquia de cualquier edad. Ahí es nada.
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Pero el baloncesto, y la NBA con más motivos aún (por
algo presume de ser el mejor baloncesto del mundo), es deporte antes que nada.
Y el espectáculo que le acompaña, cuando quiere resultar aún más atractivo para
el espectador, debe estar por detrás de él, del deporte, del baloncesto, de la NBA , en este caso. Y si no
sucede así, y ocurre al revés, como ocurrió en el Gasol Star de 2015, y como ha ocurrido este año en Toronto, tenemos
lo que Goya nos ilustra en el famoso cuadro que he elegido para ilustrar este
artículo: que Saturno o el espectáculo devora literalmente a su hijo o al
deporte o al baloncesto o a la
NBA.
Y lo explico. El año pasado, en el Gasol Star, ya habíamos tragado una de
esas píldoras de desagradable sabor e ingesta, aunque de eficadísimos
resultados contra el insomnio más puñetero, y asistido a un partido bochornoso
e insufrible donde sin embargo todos, jugadores, técnicos, comentaristas, etc. incluidos,
no dejaban, ni por un segundo, de sonreír bobaliconamente ante cualquier
circunstancia por nimia que fuera ésta, y de dibujar con sus labios las
sonrisas más estomagantes y “profiden” que uno pudiera soportar.
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Aunque entonces, y con más motivos que nunca, el
espectáculo debería estar al servicio del partido. Hacer que éste resulte
inolvidable de verdad. Pero si el espectáculo se coloca al frente del show, saca pecho y se presenta en primer
lugar relegando deporte, al partido, lo realmente importante no lo olvidemos, a
un papel segundón, de mera comparsa o bufón que le ríe las gracias
espectaculares, pasa lo que pasa. Lo que ha pasado. O lo que me pasó a mí
viendo el partido en diferido: que me faltaban dedos en las manos para manejar
el mando a distancia y echar para adelante la grabación, ¡a toda hostia!, y no
sólo en los descansos entre los cuartos, ni en los tiempos muertos, ni en los
tiros libres, ni… Sí, la alteración de los factores o el espectáculo por
delante del deporte, me incita a levantarme decepcionado y aburrido, a apagar
el televisor e irme directamente a la cama, que para perder el tiempo ya me he
hecho, sin duda, demasiado mayor.
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Allí, en Toronto, el otro día, no defendía ni dios.
¿Cuántas personales se pitaron?, ¿cuántos tiros libres se lanzaron?, ¿cuántos
tapones se pusieron? Cero coma. Sí, todo
era un corre-calles continuo. Sin ningún orden ni concierto. Cogía uno la
pelota, un par de botes contra el parque (no fuera a estropearse la madera) y…
triple que te crió, estuviese donde estuviese (Stephen Curry se hartó de
intentarlo, sin ton ni son, casi desde el medio campo), o se marcaba un mate
(¿habrá llevado alguien la cuenta de cuántos se hicieron? No lo sé, pero a mí
su reiteración me dejó tan grogui como si el Tyson de sus mejores veladas me
hubiera atizado un crochet en pleno mentón) o un alley-hoop tan imposible y disparatado que hubiera hecho sonrojarse
a los mismísimos Globetrotters.
Así que con estos precedentes, y con los peores
antecedentes del año pasado confirmados, para el 2017 que no cuenten conmigo
porque ni en diferido pienso presenciar semejante gracieta que a mí, por lo
menos, no me hace ninguna gracia. Será, a lo peor, que soy uno de esos anticuados
admiradores de los Marx Brothers. Y
más hoy, porque los otros Brothers,
los Splash, o los Thompson y Curry, ni
una vez me hicieron esbozar la más triste y raquítica de las sonrisas.
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Por eso todo había pensado en llamar al presente artículo con el conocido título de la patriotera canción, que Irving Berlin compusiera en 1918 y revisara 20 años después, God Bless America yet?, pero añadiendo al título el yet, o sea, un todavía. Porque, ¿bendice todavía Dios a América? Ya que a este
paso, con tanto espectáculo donde el deporte, el baloncesto, la NBA es apenas una migaja
asomando en los labios del gigante tragón, terminarán cargándose el partido, el
otrora esperado All Star Game, el Partido
de las Estrellas donde los mejores jugadores del planeta (¿o hacemos memoria y
repasamos las plantillas del Este y del Oeste con los Jordan, Magic, Larry
Bird, Abdul Jabbar, Kart Malone, Shaquille, el mismo Kobe Bryant, etc. y etc.?)
se reunían una vez cada año para jugar juntos, y divertirse sí, pero para ganar también y hacían, con todo esto,
que para nosotros fuera, sin duda, un partido singular e irrepetible.
Porque en ganar el partido, cualquier partido pero
el All Star con mayores motivos, en
la victoria residía, para todos esos “jugones” (que diría el añorado Andrés), el
honor de ser los mejores entre los mejores y eso no podían olvidárselo en el
bolsillo de cualquier chaqueta. Por algo luego, en sus curriculums presumen (y
a mucha honra) de haber sido elegidos All
Star tantas veces.
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PS,- Sobre la Super
Bowl también habría que escribir algo. Y darle otro
merecido tirón de orejas o de patillas porque durante esta edición de 2016 me
he hartado de contar ovejas. Y desgraciadamente no ha sido la última vez en
estos últimos años. Claro, en América el espectáculo se lo está comiendo todo.
Siempre tiene hambre el muy glotón. Ya se ha zampado el All Star. Y amenaza con seguir... Así que estos yankees, y todos nosotros por extensión y globalización, y por muy diferentes que nos creamos ahora, mejor que estemos al loro. O atengámonos a las consecuencias. Yo sólo aviso.