Cañete, y Elena en la
luna de Valencia(no)
No quisiera pecar de plomazo ni que
alguien me acusara de ser como el viejo Paco Umbral que, en aquel
memorable programa de televisión, clamaba a voz en grito, ¡yo he venido aquí
para hablar de mi libro!, pero es en este caso mi libro, mi último libro sí, el
que nos va a dar unas curiosas orientaciones que nos explican no ya lo que pasa
sino lo que va a pasar en un futuro próximo.
Luego, animo a los buenos lectores
a que se acerquen a una librería y compren o encarguen Divino Tesoro. Casi un ensayo
contra la juventud, el libro que este menda escribió hace un `año y pico y
podrán, entonces, arroparse en la túnica y con los saberes del mejor de los
pitonisos y acertar, sin necesidad alguna de hacer ningún paripé, ni de
aprender a volar en una escoba al modo del cargante Harry Potter o de frotar zalameramente cualquier bolita en
la que no se ve más que la cara de uno mismo achinando los ojos y mirando el
cristal, con los pronósticos sobre las próximas Elecciones Europeas.
Lo cual me ha llegado a la cabeza
desde el mismo momento en que el Partido Popular ha designado como candidato a
las mencionadas elecciones al Parlamento de Bruselas al señor Arias Cañete, el
único que garantiza una victoria segura, una victoria que se producirá,
seguramente, por un margen mayor que el que la señora Valenciano (la otra
candidata, la del Partido Socialista) pudiera imaginar en sus peores
pesadillas. Porque Elena está en la luna de Valencia(no). Y nosotros estamos
aquí para ayudarle, con nuestras tretas de escribientes, a bajar de tan
decepcionante satélite.
Y sería éste un momento ideal para sacar a relucir esa pataleta umbraliana
de “pero yo he venido aquí a hablar de mi libro” y colocar mi sobado ejemplar
de Divino Tesoro encima del atril y
enredar entre sus páginas buscando esas referencias a los tiempos juveniles que
nos están tocando (mal)vivir, a los tiempos ADSL, donde todo ocurre muy, muy
deprisa, y donde a la solidez decimonónica le ha sucedido la liquidez más
sangrienta y veinteañera (por lo del siglo XX, y XXI por extensión), fluida,
escurridiza y puñetera (¿o no tenemos muchas veces la sensación, ¡maldita sea!,
de que las cosas se nos escurren entre los dedos por mucho que queremos
retenerlas?), donde los valores que más cotizan en el parqué bursátil de nuestros
modus vivendi son aquellos adscritos
a la juventud, como lo pueden ser la informalidad, la velocidad, la
improvisación, la agilidad (física, y mental por supuesto), la insustancialidad
sí, la frivolidad también y… ¡la belleza, claro que sí!
Y con esta última nos quedamos por
ahora. Porque la belleza preconiza y exalta un mundo, un reino en concreto, el
reino, el reinado de la imagen, de la apariencia, de aquello que parece-ser muy
por encima de lo que es. Y entonces ya podríamos ir intuyendo adónde estamos
pretendiendo ir a parar desde el principio de estas líneas, y con tan largo
(¿demasiado? Lo siento) preámbulo, con las Elecciones Europeas, con la señora
Valenciano y su luna, y con el señor Arias Cañete.
¿O nos ha enseñado ya Nicolás Maquiavelo
que la política es el verdadero reino de las apariencias, donde importaría
muchísimo más lo que parece que lo que es, que en el fondo, y me refiero a eso
último, no le importaría a casi nadie porque casi nadie lo ve? O sea que, según
esta teoría, y que en mi Divino Tesoro
he tratado de explicar y de llegar hasta las últimas raíces o razones que la sustentan
o motivan, la apariencia y la política son más que primos hermanos, hermanos de
sangre que no remiten tanto a hermanos del mismo padre y madre sino a algo
mucho más en serio: a esos pactos que
tantas veces hemos visto sellares en las películas de gansters con un abrazo
efusivo o un violento besazo en las mejillas, o en los westerns cuando el piel
roja y el trampero de turno sellan su alianza marcándose las muñecas a cuchillo
y juntando las carnes, después, con un movimiento en círculo que hace que la
sangre se mezcle, se detenga y pegue una relación que ya será por siempre jamás,
eterna. Sí, a estas hermandades aludo cuando de política y de imagen hablo. O
cuando veo a Cañete en los pasillos del Congreso o perorando desde las tribunas
del hemiciclo de los leones. Cuando la señora Valenciano también debería saber
lo que va a pasar. Y, desgraciadamente, nos tememos que no tiene ni la menor
idea. Por eso titulamos estas líneas con lo de la luna de Valencia(no). Pero
para eso estaríamos nosotros. Para bajarle del guindo (y, ahora y sin que sirva
de precedente, nada que ver con el otro ministro). Y se lo decimos que para eso
nos hemos puesto ya el traje de Rappel, tenemos bajo el brazo el
imprescindible, sí, Divino Tesoro y
no cualquier vulgar libraco magia-borras.
Pero, ¿qué es lo que va a pasar?
Pues que la señora Valenciano habrá deseado no haberse presentado jamás a estas
dichosas Elecciones Europeas de 2014. Que a partir del 25 de mayo cualquiera
que le menciona la palabra “Europa” recibirá por sus partes el mayor de los
desplantes (y perdón por el pareado pero éste me gusta), cuando no un certero
puntapié en la espinilla. Que de “Europa” ni hablar del peluquín. Y que de esta
forma El rapto de Europa se habrá
convertido para ella en su lienzo de cabecera; en ese cuadro que podrá pasarse
años y años mirando y escrutando por si alguna de las claves de su debacle
electoral estuviera pintada en algún rincón de la majestuosa pintura de
Rembrandt..
Pero no Elena, no. Rembrandt te puede
enseñar muchas cosas pero nada de lo que ahora te arruga (¡y cómo!) la almohada.
Y te lo decimos con todo el cariño que los/las que no-se-enteran-de-casi-nada
nos inspiran. Acércate a cualquier librería y compra o encarga Divino Tesoro. Casi un ensayo contra la
juventud, de un tal Toni Garzón Abad, y sabrás el porqué de ese monumental
tortazo electoral que, además, no tendría ninguna relación (¡y hete aquí lo más
cachondo de tema!) con tu manera, o la de tu partido, de plantear la campaña,
ni con tus actitudes como política. Porque el motivo, y lo suelto ya, es que tu
contrincante con el que has osado, con un arrojo e imprudencia digna de mejor
causa, enfrentarte no es, no ha sido
Arias Cañete sino el mismísimo… ¡Papá Nöel o Santa Claus! Y eso Elena es casi
pecado. ¡Ensañarse, discutir con la mismísima Navidad! Como el matar a un
ruiseñor que apuntillaba el magnífico Gregory Peck, o el Aticus Finch de
aquella preciosa película. Matar a un ruiseñor, o faltar o perorar contra Papá
Nöel o Santa Claus. ¿O no te has dado “cuen” (que diría el gran Chiquito),
Elena, que los rasgos de Cañete son, o mejor aún: parecen, la viva imagen de
esos entrañables y sagrados personajes que cada año llenan los hogares de
millones de niños con millones de regalos sin pedir nada a cambio? Por eso, por
no enterarte, por no haber visto en el rostro de tu contrincante, las dulces y radiantes
facciones de Papá Nöel o Santa Claus las urnas te han castigado.
Lo que, insisto, y no hace falta
que continúes llorando, no te hubiera pasado si hubieras comprado mi Divino Tesoro porque lo hubieras
entendido perfectamente, porque parecer Papá Nöel o Santa Claus, parecer una
bondadosíma persona, parecer incapaz de causar cualquier mal a un semejante,
parecer en definitiva Papá Nöel o Santa Claus es muchísimo más decisivo que
serlo de verdad. Y, quizás entonces,
hubieras presentado la dimisión antes de que el primer europeo madrugador hubiera
depositado su papeleta (con el nombre de Papá Nöel o Santa Claus o, perdón,
Arias Cañete) en la urna correspondiente.
Aunque, aún así y con todo, justo
es reconocer que no has tenido muy buena suerte, Elena. Porque de todas las
imágenes que un candidato puede atribuirse o parecer ser, sin duda, que la de Papá Nöel o Santa Claus es de las
más demoledoras e invencibles. Fíjate, Elena, que Papá Nöel o Santa son la viva
imagen o apariencia de todo lo bueno que puede encontrarse en este mundo de
marras, de la bondad por encima de todo, de la sinceridad, de los Buenos
Hombres con súper mayúsculas. Y contra esto, ¿qué se podría haber hecho? Poco,
o cruzarse de brazos, Elena. Y no gastar los zapatos con tantas idas y venidas,
por ciudades y pueblos, ni secar la saliva con el más ingenioso y acertado de
los mítines que se convertirá, ante la aparición de Cañete o Papá o Santa, en
una auténtica ignominia, en una patética prédica en el desierto (del Sinaí, por
ejemplo, ya que todo esto tiene un indudable trasfondo religioso).
Claro, Elena. Y todavía habría más.
Y ya que estamos te lo soltaríamos todo. Y luego pediríamos disculpas si es
preciso. Porque quédate con que la imagen o la apariencia del avieso Cañete
(porque no dudamos que todo esto no responde a la casualidad sino a algún
sesudo Gabinete de Imagen) no concuerda ni tan siquiera con la de Melchor o
Gaspar (Baltasar es negro) o la de dos Reyes Magos que, al fin y al cabo, vendrían
de demasiado lejos, del quinto pino y que, además, en la Europa del Norte (la que
“¡cuen!”) no pintan mucho. Y the last but
not the least, que el (a)parecer encarnado en un solo rey haría de él, de
Cañete, un rey mago algo hippie, un rey mago por libre, a su aire, demasiado
solo, demasiado menor, demasiado poco rey-y-mago, sin sus dos compañeros de
viaje y de fatigas.
Claro, Elena, la jugarreta de
Cañete o Papá Nöel o Santa Claus ha sido perfecta. Inmejorable. Ahora lo sabes.
Papá Nöel o Santa Claus son quienes cumplen todos los años con los más deseos
de todos los niños europeos. ¿Y qué son los votantes cuando deslizan sus votos
en las urnas sino niños que, en el fondo, sueñan con que Papá Nöel o Santa
Claus existan de verdad, que los sacos tanto de uno como del otro vengan hasta
los topes repletos con los mejores regalos, con la llamada que les ofrece un
trabajo, con los intereses hipotecarios que meten un bajón de aúpa, con la
subida de las pensiones y la, merecida (porque, ¿quién no se habría portado como
un santo?), bajada de impuestos? Tantas cosas y tantos deseos que no entrarían
ni en cien cartas, pero que quizás sí lo hacen en una papeleta de voto que
vendría a ser, entonces, como el resumen de lo que esas cien cartas
contendrían.
Por eso, un último consejo, y éste iría
para el señor Cañete. Arias, no malgastes tu tiempo recorriendo la piel de toro
divulgando tus mensajes o tu programa electoral. No seas tan prosaico. Eres
Papá Nöel o Santa Claus. Asume tu parecido y siéntate, como Dios manda, en el Sillón
Real, en las puertas de cada uno de los Cortes Ingleses que hay en España, con
un par de pajes a derecha e izquierda. Y no digas ni “mú”. Sólo deja que los
votantes se acerquen a ti y te pidan sus deseos más confesables o inconfesables,
y que tus pajes tomen nota de todo. Tú sólo mueve la cabeza, comprensivo. El
votante se retirará con una “sonrisón” de oreja a oreja sabiendo que Papá Nöel
o Santa Claus, o el candidato Arias Cañete hará todo lo humana y/o divinamente posible
porque esos deseos se hagan realidad. Que por algo es Papá Nöel o SantaClaus o el
candidato Arias Cañete.
Y a ti, Elena, ¿qué?, ¿qué podemos decirte?
Pues que compres mi Divino Tesoro. Casi
un ensayo contra la juventud. Porque así te enterarás de algunas cosas
importantes. Y entre ellas, de porqué te has dado la castaña que te has dado en
las Elecciones Europeas. Y, además, porque yo he venido aquí para hablar de mi
libro.