Para entender lo que voy a tratar
de explicar a continuación creo que resulta necesario que se me permitan
ciertas licencias poéticas que a nadie creo que vayan a perjudicar. De lo
contrario, tal vez, el texto quedara reducido a una, más o menos, ingeniosa
elucubración que dice, sí, algunas cosas interesantes pero que, en el fondo y
en realidad, apenas si nos aportará algo de cierta enjundia y relevancia.
Partimos, así, exponiendo que en
primer lugar el título de las presentes líneas rinde un merecido, y nada
oculto, homenaje a las excelentes novelas que Emilio Salgari escribiera sobre
el corsario negro y que lo hace, además, con una indisimulada y socarrona ironía
porque el nuestro no sería “el Negro” sino “el Corsario Blanco”; éste sería, y
lo iba a escribir, “el corsario merengue” pero me ha parecido a última hora demasiado
evidente y “empalagoso”. Porque, como ya se habrá adivinado, el tal Corsario
Blanco no es otro que el “portugués” Mouriho, en otro tributo que me sale de la
manga, al “Portugués” (el personaje que Anthony Quinn interpretara en The World in his Hands, o en El mundo en sus manos, título con el se
pasó aquella inolvidable película de Raoul Walsh en su distribución española), el
ex entrenador del Real Madrid C.F., “Mou”,
el bucanero más temido de los mares del balompié, la lengua más acerada y
desatada de la prensa deportiva. Sí, en definitiva, la venganza del Corsario
Blanco alude a la venganza de Mouriho. Y a me gusta. Me atrae ese carácter post mortem que tiene esta venganza que
voy a tratar de explicar a continuación. No es que Mouriho haya fallecido, por
supuesto, ni tampoco que queramos llegar tan lejos ni desear a nadie, ni a él,
la suerte suprema simplemente porque, en un arrebato infantil y tonto, le
metiera al entrenador del Barcelona el dedo en el ojo en lugar de habérselo
introducido él mismo por otro ojo más oscuro y, según algunos, más placentero. No,
no buscamos la muerte de nadie aunque, por su condición de ex (entrenador del Real Madrid), a mí me encanta la idea de una
venganza después de “muerto” (entrecomillas), después de haber sido destituido
(como entrenador del Real Madrid).
Esta venganza así, desde el más
allá, siempre resulta más atractiva. Y fantástica. Nos lleva de la mano hasta
las mejores historias de terror, a los relatos de Allan Poe o Mary Shelley o Richard
Matheson o Bram Stoker: ¿o acaso no es también Drácula la historia de un conde transiberiano, muerto o asesinado
en extrañas circunstancias, que vuelve a la vida y re-clama la venganza que él
piensa que se le debe por parte de una sociedad-que-continúa-viviendo? Sí, toda
venganza, después de destituido, perdón, después de muerto, tiene un sabor
especial. Como el último golpe que tumba al contrincante sobre la lona. Y contra
el que ya no existe respuesta. La venganza, después de muerto, es como una
última palabra. Y, en nuestro caso, como la última bravata del Corsario Blanco,
el así llamado con un obvio castañeo en los dientes presa del más puro terror,
el así apodado por todos los rincones del mundo habitados por un balón de
fútbol, “Mou”, el corsario que durante un par de temporadas fue blanco. Y que
con ello se quedó.
Pero paremos un segundo. Y vamos a
ver: ¿a cuenta de qué viene esta larguísima (me temo, y pido perdón por ello)
introducción? o, ¿de qué coño va a hablarnos este tío, que soy yo? ¡¿De
fútbol?! Y asiento con la cabeza y con un poco de vergüenza, lo reconozco. El
fútbol parece un tema para comentarlo más en concurridas tascas y garitos
llenos de humo prohibido o en vocingleras y “gallináceas” tertulias que en un solitario
y silencioso artículo al que sólo el ruido del tráfico, a través de las
ventanas de mi cuarto, parece contestar sin mucha precisión. Pero hoy quiero
hablar de fútbol. ¡Socorro!, me llega por ahí una voz. E insisto, hoy voy a
hablar de “La Roja ”,
de la Selección Española
de Fútbol. ¡Socorro y socorro! Pero yo, erre que erre, voy a hablar de fútbol.
Y, en concreto, de la Final
de la Copa de Confederaciones
que disputaron España y Brasil en el mítico Estadio de Maracaná de Río de
Janeiro, y en la que Brasil goleó a la mejor selección del momento, y a una de
las mejores de la Historia
(o eso afirman algunos), al combinado español, por un contundente 3 a 0. Sí, a este “combinado”
se le derritieron, por fin, los hielos y terminó aguado. Y de esta forma, empapados,
lentos y cabizbajos, sus jugadores se introdujeron en el túnel de vestuarios,
con la medalla de plata colgándoles del cuello como una soga que se anuda en el
pescuezo de cualquier forastero inocente y sorprendido por una turba de
descerebrados en los peligrosos parajes del Far
West. Y, sobre todo, una cruel ironía a sus voceadas excelencias.
Pero, ¿qué tiene que ver “Mou” con
todo esto? ¿También el Corsario Blanco va a tener la culpa de la derrota de los
españoles? ¿De las consecuencias que de ella parece que van a derivarse? ¿De la
urgente (sic) necesidad de ir
cambiando de cromos e incorporar a la plantilla caras y tácticas nuevas: el
pivote, o el doble, o el triple pivote en el centro del campo, el “9” , o el falso “9” , o el “9” de verdad pero que sabe
mentir y engañar, en la punta del ataque, los laterales que suben por la banda
con un recorrido más o menos largo, los centrales con mayor contundencia y mala
leche, y Xavi que está mayor, y… la hostia con vinagre? Y, sin embargo, sí. Mi intención
es proponer que la venganza del Corsario Blanco está en el origen de todas esas
preguntas, de todas esas dudas que, de repente, han tomado por asalto el
plácido castillo y estado de superioridad en el que descansaba La Roja al frente de ese extraño
ranking que la FIFA confecciona cada vez que
le apetece. Porque me re-afirmo en que el Corsario Blanco algo o mucha o
muchísima parte de culpa tiene en que a nuestros excelentes jugadores les haya
crecido la chepa de caerse, de repente, hacia adelante. Y esto voy a tratar de
explicar. Que la venganza del Corsario Blanco, del portugués “Mou” ha
consistido, precisamente, en esas artes más propias de la brujería que de un ex
entrenador del Real Madrid. Ha sembrado el Corsario Blanco, como si de un campo
de minas se tratara en lugar de un campo de fútbol, de las más “sangrantes” dudas
al espíritu de La Roja ,
le ha cercado y acercado a la altura de sus morros el abismo de la inseguridad
más dolorosa, la titubeante y temblorosa pregunta de si somos tan buenos como
dicen o de si no será todo una exageración. Y mientras, el Corsario Blanco se carcajea.
Desde su posición de ex. Desde el más
allá. Aunque este más allá nos quede, si lo pensamos bien, más que a la vuelta de
la esquina, tirando un poco hacia arriba, o en Inglaterra, concretando. Pero habrá
que empezar. Y no ser demasiado prolijo. Ya hemos gastado bastante tiempo y
letras en llegar hasta aquí.
A La Roja por sus semejanzas en el
juego que desarrolla en el campo se le ha equiparado con el Barcelona que montó
Guardiola (aunque pienso, sinceramente, que antes de todo estuvo Cruyff). Pero
esto lo sabe todo el mundo que no confunde un balón con una onza de chocolate.
Y habrá que colegir que a los que defienden esta idea no les falta razón. Xavi
e Iniiesta, emblemas del Barcelona, lo son también de la Selección española. Y el
tiqui-taca del BarÇa es también el segundero que marca los corazones y los movimientos
en el campo de La Roja.
Y hasta aquí todo, más o menos, bien. Y no sigo. O, mejor dicho, sigo por otro
lado.
Cuando Mouriho fue fichado por el
Real Madrid se hizo con la clara intención de acabar con la hegemonía (que ya
duraba demasiado, según los prebostes merengues) del Barcelona. Claro, si
Guardiola es la cruz “Mou” es la cara. Si Guardiola es el tiqui-taca, y el
fútbol de tira líneas y terciopelo, “Mou” es el pase largo, el fútbol de
contacto, agresivo, duro y físico. Si Guardiola es la táctica del juego bonito,
“Mou” es la táctica del resultado. Si a “Mou” le gusta ir al grano, a Guardiola
no le gusta ir tan rápido, aunque más que marear la perdiz, a él le gusta encantar la perdiz. Y que el pajarillo,
aturdido por las vueltas que ha dado sin ningún sentido, termine por picotear
en su mano, hasta la última pluma de buscar el balón, de perseguirlo y de no
encontrarlo más que en los saques de banda. Y “Mou” como buen bucanero
portugués, como Corsario Blanco no quiere hacer amigos mientras juega. Porque
en cada partido se está juega la vida. Y eso es demasiado serio como para tratar
de hacer nuevos colegas. Guardiola, por el contrario, desea ganar, claro, pero también
quiere que el rival acabe rendido ante sus virtudes, tendiéndole hechizado “los
cinco” al término del encuentro y, si fuera posible, que después de las duchas pudieran
irse todos en cuadrilla, juntos, a tomarse unos mojitos mientras escuchan a Cold Play, por ejemplo. Si, en
definitiva, a lo que jugaba el Real Madrid de “Mou” se le llamaba fútbol viril.
A lo que jugaba el Barcelona de Guardiola aún no se le habría encontrado un
nombre exacto. Quizás también pudiera ser “fútbol”. Aunque no sé. A mí se me
queda corto. Y dejo el tema y el nombre ahí para extenderme sobre ello en otra
ocasión.
Pero el asunto ya está planteado.
“Mou” se presenta como el antídoto contra Guardiola. El anti-Guardiola. Y en
estas lides estuvo empeñado durante tres años. Tres años que se saldaron con
un… fracaso. Y no me meto en si fue un estrepitoso o un sonoro fracaso. Eso
dependerá, digo yo, de la salud auditiva que tenga cada uno o del volumen, más
o menos elevado, en que haya colocado su “sonotone” particular. Pero, en
cualquier caso, fracaso, sí. Se mire como se mire.
Porque de ahí, del fracaso, le vino
al Corsario Blanco la idea de la venganza. Se celebraba este año, como ya hemos
apuntado, la Copa Confederaciones
y si al BarÇa no había podido derrotar, como el más insistente (y perruno) Pierre-no-doy-una, iba a variar el rumbo
de su carabela e iba a centrarse en La
Roja que, al fin y al cabo (según apuntan todos los entendidos),
es un alter ego del Barcelona aunque
con diferente indumentaria. Y así el Corsario Blanco fue tejiendo su venganza.
Ahora ya no tendría como objetivo al equipo de una ciudad sino a todo el Equipo
Nacional, de un país que no había sabido (¡pobres ellos!) ver y apreciar su jogo no tan bonito. Y a eso fue poco a
poco.
Primero el Corsario Blanco se
encargó de Casillas, el portero titular del Real Madrid y símbolo por
antonomasia de La Roja. A
Casillas le sentó casi media temporada en el banquillo. Y, de esta manera, fue
minando la moral del chaval. Sus comentarios no tenían desperdicio. Llenaron
páginas y páginas en la prensa deportiva, y en la no deportiva. Así que no vamos
a repetirlos. El caso es que el portero que se encumbró en aquella semifinal del
Europeo 2008, resuelta en la tanda de penaltis frente a Italia, por su actitud
y calidad pasó a ser un tipo taciturno, cabizbajo, tristón y que se retiraba
hacia un aparte cuando La Roja
saltaba al césped como si su cabeza estuviera rumiando las últimas cuestiones,
ésas que pudo plantearse un Séneca cualquiera antes de abrirse las venas en la
bañera de su casa.
Sí, aquél no era el auténtico
Casillas. El del 08´. Aún así, Del Bosque confió en él y le mantuvo en la
titularidad de La Roja
re-negando de las añagazas de “Mou”. Pero no era lo mismo. Y Casillas lo sabía
y lo sentía. No es lo mismo ganarse el puesto que te lo concedan con educación
(sí, en eso Del Bosque es todo-un-señor). No es lo mismo hablar en el campo y
que el equipo te obedezca, que salir en silencio y recibir palmaditas en la
espalda. Que los porteros suplentes, Valdés o Reina, te pregunten a ver qué tal
te encuentras como preguntamos todos cuando visitamos al abuelo en la Residencia. Y
en la Copa Confederaciones eso me pareció Casillas. Comparar su tanda de
penaltis contra Italia en 2008 con esta última del 2013 es como para pedir cita
urgente en el diván de un buen psicoanalista. En la del 2013 el que Casillas
parara uno de los penaltis de los jugadores italianos se me antojaba algo tan complicado
como hacer que Bud Spencer parezca un actor del Método. Casillas iba y venía ensimismado
(notar la diferencia con “concentrado”), y sólo se giraba para sacar el balón
de la portería. ¡Aunque menos mal que uno de los italianos tiró a las nubes su
penalti! Eso nos salvó. Sólo un error de los italianos podía salvarnos porque
Casillas no iba a detener ni un penalti. El trabajito, soterrado y malicioso
del Corsario Blanco empezaba a hacer sus (d)efectos pero en la semifinal contra
Italia a los nuestros los tiros les salieron a pedir-de-boca, directos a las
redes de Buffon, y a él, al Corsario Blanco el suyo le salió, de momento, por
la culata. La Roja estaba en la final.
Pero eso: aún nos quedaba la final.
Y el Corsario Blanco no desistía. Rumiaba su venganza con mayor encono, si cabe.
A este tipo de personajes la perseverancia nunca les falta en el bolsillo. Su
engreimiento les hace ser así: fascinados por conocerse y, por lo tanto,
fascinados porque los demás le conozcamos, sin reparar en si nos da cien
patadas o si le creemos el genio que él cree que es. A mí me recuerda al
televisivo Risto Mejido: infatigables los dos, impertinentes, descarados y cargantes
hasta la extrema unción, perdón, hasta la extenuación. Pero sí, en la final el
Corsario Blanco se salió con la suya. No tuvo que esperar demasiado. Dos
minutos, si acaso. Balón colgado al área. Los centrales que no se aclaran. ¡Y
Casillas en la inopia! Su presencia, tantas veces, valiente, “mandona” es ahora
la otra cara de la Luna :
vacilante, melindrosa, un lo-siento-si-te-haga-daño y entonces Fred, desde el
suelo, no tiene más remedio que meter la puntera de la bota, elevar y empujar
el balón a gol si quiere quitarse de encima ese molesto tufillo a
alguien-se-ha-bufao-que-huele-etc. y que despide ¿quién?… ¡el otrora excelso
Casillas! 1-0. Minuto dos. Y el partido, a bote pronto, para La Roja como un muro vertical,
como intentar escalar Alpe D´Huez en una bici con ruedines. El Corsario Blanco
comenzaba a agitarse en un éxtasis de agua salada. Aunque luego diría que el
partido ¿verlo?, no, ni en pintura. Echaban una de piratas en la Diez (como él: su cadena
favorita). Y no iba a perdérsela, claro…
Aunque no contento con esta labor
de acoso y derribo del cancerbero español aún ideó otra estratagema, por si la
anterior no resultaba suficiente que, ésta sí, iba sino a darle el trofeo de
campeón a él en persona sí, por lo menos, iba a encumbrarle y a hacer que su
estilo y su sapiencia futbolística fueran reconocidas por todo el mundo,…
Barcelona incluida. Y sería por aquí por donde entrarían esas artes de brujería
a las que aludíamos al principio de estas líneas. Porque el Corsario Blanco,
desde su condición de ex, tiene sus pactos sellados con el Diablo y así pudo
atravesar todos los mares y tierras y todos los vientos hasta meter su espíritu
(porque él en persona no entraba) en la cabeza de Scolari, el entrenador de la
Selección brasileña, y así poder trasplantarle su particular visión del fútbol.
Esa a la que antes nos hemos referido como fútbol recio, presión constante y
agobiante, achique de espacios para que esa presión constante y agobiante
estrangule a los rivales que se andan con mariconadas o con tiqui-tacas, y constantes
pataditas y faltitas a los emblemas del equipo contrario (Iniesta, sobre todo,
en este caso), ésas que por ser “-itas” el arbitro sólo señala y apercibe, y si
juegas en casa (como lo hizo Brasil), incluso puede darse la “extraña”
circunstancia de que el trencilla de turno no las vea.
Sí, todo era como si el Corsario
Blanco, desde su figurada tumba de ex, le estuviera “soplando” al inconsciente
Scolari su credo futbolístico, ése con el que no había terminado de triunfar en
Madrid. Pero no por su culpa, ¡oh no, Dios mío, eso nunca!, sino por la
“evidente” falta de los mimbres adecuados para llevar a cabo sus terroríficos
planes. Pero, ahora, Brasil tenía a Hulk: ¡qué hombretón!, una fiera que hace
honor a su apodo, y que habrá hecho que el Corsario Blanco tomara nota de él,
en su cuaderno de bitácora, para incorporarlo, y no precisamente como cocinero,
en futuras y sanguinarias expediciones; Pauliho, ¡alto y fibroso!, también lo
querría el Corsario Blanco. Como piloto, tal vez. Thiago Silva, magnífico
central, encargado de que nadie pase a los camarotes sin su permiso y, como
guinda de la tripulación, Neymar, un marinero siempre dispuesto al abordaje, un
delantero, y con cara de muy-pocos-amigos (su escupitajo en la semifinal contra
Uruguay: toda una declaración de principios- sic). ¡Pero si éste es mi equipo!, ¡estos son los mimbres que yo
pedía una y otra vez a los Reyes Magos o a Florentino!, pensaría el Corsario
desde su tumba de mentirijillas, ¡el equipo que sólo yo me he podido imaginar!
¡El que, por fin, me corona- por delegación, pero me corona- y me da la
victoria contra La Roja ,
perdón, contra el Barcelona y, por extensión, contra Guardiola y contra su
maldito y reiterativo tiqui-taca! Y sin haber tenido ni tan siquiera, además,
la necesidad de haberse sentado en el banquillo. Insuflando, sólo, sus órdenes
en los tímpanos de un Scolari que se creía que actuaba por cuenta propia. ¡Je,
je, pobre infeliz! El Corsario Blanco le dictó la táctica perfecta desde la
ultratumba. Y así al 1 le siguió el 2. Y luego el 3. ¡3-0! Y sonó el pitido
final. Fin del partido.
Y el bucanero, el Corsario Blanco
pudo, al fin, descansar tranquilo. El “Portugués”, y no el elegante y sobrio
“Hombre de Boston” (o Guardiola por seguir con los símiles de la película de
Raoul Walsh), es quien ahora tiene “el mundo en sus manos”. Su venganza se había
consumado. Y sonríe. Y su risa se extiende amenazadora sobre todos los confines
del planeta del tiqui-taca. Que no nos pase nada. A los que no somos como él. Aunque
yo, si fuera el entrenador del BarÇa o… del ¿Bayern?, colgaría una ristra de
ajos en el banquillo visitante. Sólo por si acaso. Y es que, me olvidaba, el
Corsario Blanco también es insaciable. ¡Que tiemble el tiqui-taca!