lunes, 15 de julio de 2013

MOURINHO: LA VENGANZA DEL CORSARIO BLANCO



Para entender lo que voy a tratar de explicar a continuación creo que resulta necesario que se me permitan ciertas licencias poéticas que a nadie creo que vayan a perjudicar. De lo contrario, tal vez, el texto quedara reducido a una, más o menos, ingeniosa elucubración que dice, sí, algunas cosas interesantes pero que, en el fondo y en realidad, apenas si nos aportará algo de cierta enjundia y relevancia.

Partimos, así, exponiendo que en primer lugar el título de las presentes líneas rinde un merecido, y nada oculto, homenaje a las excelentes novelas que Emilio Salgari escribiera sobre el corsario negro y que lo hace, además, con una indisimulada y socarrona ironía porque el nuestro no sería “el Negro” sino “el Corsario Blanco”; éste sería, y lo iba a escribir, “el corsario merengue” pero me ha parecido a última hora demasiado evidente y “empalagoso”. Porque, como ya se habrá adivinado, el tal Corsario Blanco no es otro que el “portugués” Mouriho, en otro tributo que me sale de la manga, al “Portugués” (el personaje que Anthony Quinn interpretara en The World in his Hands, o en El mundo en sus manos, título con el se pasó aquella inolvidable película de Raoul Walsh en su distribución española), el ex entrenador del  Real Madrid C.F., “Mou”, el bucanero más temido de los mares del balompié, la lengua más acerada y desatada de la prensa deportiva. Sí, en definitiva, la venganza del Corsario Blanco alude a la venganza de Mouriho. Y a me gusta. Me atrae ese carácter post mortem que tiene esta venganza que voy a tratar de explicar a continuación. No es que Mouriho haya fallecido, por supuesto, ni tampoco que queramos llegar tan lejos ni desear a nadie, ni a él, la suerte suprema simplemente porque, en un arrebato infantil y tonto, le metiera al entrenador del Barcelona el dedo en el ojo en lugar de habérselo introducido él mismo por otro ojo más oscuro y, según algunos, más placentero. No, no buscamos la muerte de nadie aunque, por su condición de ex (entrenador del Real Madrid), a mí me encanta la idea de una venganza después de “muerto” (entrecomillas), después de haber sido destituido (como entrenador del Real Madrid).

Esta venganza así, desde el más allá, siempre resulta más atractiva. Y fantástica. Nos lleva de la mano hasta las mejores historias de terror, a los relatos de Allan Poe o Mary Shelley o Richard Matheson o Bram Stoker: ¿o acaso no es también Drácula la historia de un conde transiberiano, muerto o asesinado en extrañas circunstancias, que vuelve a la vida y re-clama la venganza que él piensa que se le debe por parte de una sociedad-que-continúa-viviendo? Sí, toda venganza, después de destituido, perdón, después de muerto, tiene un sabor especial. Como el último golpe que tumba al contrincante sobre la lona. Y contra el que ya no existe respuesta. La venganza, después de muerto, es como una última palabra. Y, en nuestro caso, como la última bravata del Corsario Blanco, el así llamado con un obvio castañeo en los dientes presa del más puro terror, el así apodado por todos los rincones del mundo habitados por un balón de fútbol, “Mou”, el corsario que durante un par de temporadas fue blanco. Y que con ello se quedó.

Pero paremos un segundo. Y vamos a ver: ¿a cuenta de qué viene esta larguísima (me temo, y pido perdón por ello) introducción? o, ¿de qué coño va a hablarnos este tío, que soy yo? ¡¿De fútbol?! Y asiento con la cabeza y con un poco de vergüenza, lo reconozco. El fútbol parece un tema para comentarlo más en concurridas tascas y garitos llenos de humo prohibido o en vocingleras y “gallináceas” tertulias que en un solitario y silencioso artículo al que sólo el ruido del tráfico, a través de las ventanas de mi cuarto, parece contestar sin mucha precisión. Pero hoy quiero hablar de fútbol. ¡Socorro!, me llega por ahí una voz. E insisto, hoy voy a hablar de “La Roja”, de la Selección Española de Fútbol. ¡Socorro y socorro! Pero yo, erre que erre, voy a hablar de fútbol. Y, en concreto, de la Final de la Copa de Confederaciones que disputaron España y Brasil en el mítico Estadio de Maracaná de Río de Janeiro, y en la que Brasil goleó a la mejor selección del momento, y a una de las mejores de la Historia (o eso afirman algunos), al combinado español, por un contundente 3 a 0. Sí, a este “combinado” se le derritieron, por fin, los hielos y terminó aguado. Y de esta forma, empapados, lentos y cabizbajos, sus jugadores se introdujeron en el túnel de vestuarios, con la medalla de plata colgándoles del cuello como una soga que se anuda en el pescuezo de cualquier forastero inocente y sorprendido por una turba de descerebrados en los peligrosos parajes del Far West. Y, sobre todo, una cruel ironía a sus voceadas excelencias.

Pero, ¿qué tiene que ver “Mou” con todo esto? ¿También el Corsario Blanco va a tener la culpa de la derrota de los españoles? ¿De las consecuencias que de ella parece que van a derivarse? ¿De la urgente (sic) necesidad de ir cambiando de cromos e incorporar a la plantilla caras y tácticas nuevas: el pivote, o el doble, o el triple pivote en el centro del campo, el “9”, o el falso “9”, o el “9” de verdad pero que sabe mentir y engañar, en la punta del ataque, los laterales que suben por la banda con un recorrido más o menos largo, los centrales con mayor contundencia y mala leche, y Xavi que está mayor, y… la hostia con vinagre? Y, sin embargo, sí. Mi intención es proponer que la venganza del Corsario Blanco está en el origen de todas esas preguntas, de todas esas dudas que, de repente, han tomado por asalto el plácido castillo y estado de superioridad en el que descansaba La Roja al frente de ese extraño ranking que la FIFA confecciona cada vez que le apetece. Porque me re-afirmo en que el Corsario Blanco algo o mucha o muchísima parte de culpa tiene en que a nuestros excelentes jugadores les haya crecido la chepa de caerse, de repente, hacia adelante. Y esto voy a tratar de explicar. Que la venganza del Corsario Blanco, del portugués “Mou” ha consistido, precisamente, en esas artes más propias de la brujería que de un ex entrenador del Real Madrid. Ha sembrado el Corsario Blanco, como si de un campo de minas se tratara en lugar de un campo de fútbol, de las más “sangrantes” dudas al espíritu de La Roja, le ha cercado y acercado a la altura de sus morros el abismo de la inseguridad más dolorosa, la titubeante y temblorosa pregunta de si somos tan buenos como dicen o de si no será todo una exageración. Y mientras, el Corsario Blanco se carcajea. Desde su posición de ex. Desde el más allá. Aunque este más allá nos quede, si lo pensamos bien, más que a la vuelta de la esquina, tirando un poco hacia arriba, o en Inglaterra, concretando. Pero habrá que empezar. Y no ser demasiado prolijo. Ya hemos gastado bastante tiempo y letras en llegar hasta aquí.

A La Roja por sus semejanzas en el juego que desarrolla en el campo se le ha equiparado con el Barcelona que montó Guardiola (aunque pienso, sinceramente, que antes de todo estuvo Cruyff). Pero esto lo sabe todo el mundo que no confunde un balón con una onza de chocolate. Y habrá que colegir que a los que defienden esta idea no les falta razón. Xavi e Iniiesta, emblemas del Barcelona, lo son también de la Selección española. Y el tiqui-taca del BarÇa es también el segundero que marca los corazones y los movimientos en el campo de La Roja. Y hasta aquí todo, más o menos, bien. Y no sigo. O, mejor dicho, sigo por otro lado.

Cuando Mouriho fue fichado por el Real Madrid se hizo con la clara intención de acabar con la hegemonía (que ya duraba demasiado, según los prebostes merengues) del Barcelona. Claro, si Guardiola es la cruz “Mou” es la cara. Si Guardiola es el tiqui-taca, y el fútbol de tira líneas y terciopelo, “Mou” es el pase largo, el fútbol de contacto, agresivo, duro y físico. Si Guardiola es la táctica del juego bonito, “Mou” es la táctica del resultado. Si a “Mou” le gusta ir al grano, a Guardiola no le gusta ir tan rápido, aunque más que marear la perdiz, a él le gusta encantar la perdiz. Y que el pajarillo, aturdido por las vueltas que ha dado sin ningún sentido, termine por picotear en su mano, hasta la última pluma de buscar el balón, de perseguirlo y de no encontrarlo más que en los saques de banda. Y “Mou” como buen bucanero portugués, como Corsario Blanco no quiere hacer amigos mientras juega. Porque en cada partido se está juega la vida. Y eso es demasiado serio como para tratar de hacer nuevos colegas. Guardiola, por el contrario, desea ganar, claro, pero también quiere que el rival acabe rendido ante sus virtudes, tendiéndole hechizado “los cinco” al término del encuentro y, si fuera posible, que después de las duchas pudieran irse todos en cuadrilla, juntos, a tomarse unos mojitos mientras escuchan a Cold Play, por ejemplo. Si, en definitiva, a lo que jugaba el Real Madrid de “Mou” se le llamaba fútbol viril. A lo que jugaba el Barcelona de Guardiola aún no se le habría encontrado un nombre exacto. Quizás también pudiera ser “fútbol”. Aunque no sé. A mí se me queda corto. Y dejo el tema y el nombre ahí para extenderme sobre ello en otra ocasión.

Pero el asunto ya está planteado. “Mou” se presenta como el antídoto contra Guardiola. El anti-Guardiola. Y en estas lides estuvo empeñado durante tres años. Tres años que se saldaron con un… fracaso. Y no me meto en si fue un estrepitoso o un sonoro fracaso. Eso dependerá, digo yo, de la salud auditiva que tenga cada uno o del volumen, más o menos elevado, en que haya colocado su “sonotone” particular. Pero, en cualquier caso, fracaso, sí. Se mire como se mire.

Porque de ahí, del fracaso, le vino al Corsario Blanco la idea de la venganza. Se celebraba este año, como ya hemos apuntado, la Copa Confederaciones y si al BarÇa no había podido derrotar, como el más insistente (y perruno) Pierre-no-doy-una, iba a variar el rumbo de su carabela e iba a centrarse en La Roja que, al fin y al cabo (según apuntan todos los entendidos), es un alter ego del Barcelona aunque con diferente indumentaria. Y así el Corsario Blanco fue tejiendo su venganza. Ahora ya no tendría como objetivo al equipo de una ciudad sino a todo el Equipo Nacional, de un país que no había sabido (¡pobres ellos!) ver y apreciar su jogo no tan bonito. Y a eso fue poco a poco.

Primero el Corsario Blanco se encargó de Casillas, el portero titular del Real Madrid y símbolo por antonomasia de La Roja. A Casillas le sentó casi media temporada en el banquillo. Y, de esta manera, fue minando la moral del chaval. Sus comentarios no tenían desperdicio. Llenaron páginas y páginas en la prensa deportiva, y en la no deportiva. Así que no vamos a repetirlos. El caso es que el portero que se encumbró en aquella semifinal del Europeo 2008, resuelta en la tanda de penaltis frente a Italia, por su actitud y calidad pasó a ser un tipo taciturno, cabizbajo, tristón y que se retiraba hacia un aparte cuando La Roja saltaba al césped como si su cabeza estuviera rumiando las últimas cuestiones, ésas que pudo plantearse un Séneca cualquiera antes de abrirse las venas en la bañera de su casa.

Sí, aquél no era el auténtico Casillas. El del 08´. Aún así, Del Bosque confió en él y le mantuvo en la titularidad de La Roja re-negando de las añagazas de “Mou”. Pero no era lo mismo. Y Casillas lo sabía y lo sentía. No es lo mismo ganarse el puesto que te lo concedan con educación (sí, en eso Del Bosque es todo-un-señor). No es lo mismo hablar en el campo y que el equipo te obedezca, que salir en silencio y recibir palmaditas en la espalda. Que los porteros suplentes, Valdés o Reina, te pregunten a ver qué tal te encuentras como preguntamos todos cuando visitamos al abuelo en la Residencia. Y en la Copa Confederaciones eso me pareció Casillas. Comparar su tanda de penaltis contra Italia en 2008 con esta última del 2013 es como para pedir cita urgente en el diván de un buen psicoanalista. En la del 2013 el que Casillas parara uno de los penaltis de los jugadores italianos se me antojaba algo tan complicado como hacer que Bud Spencer parezca un actor del Método. Casillas iba y venía ensimismado (notar la diferencia con “concentrado”), y sólo se giraba para sacar el balón de la portería. ¡Aunque menos mal que uno de los italianos tiró a las nubes su penalti! Eso nos salvó. Sólo un error de los italianos podía salvarnos porque Casillas no iba a detener ni un penalti. El trabajito, soterrado y malicioso del Corsario Blanco empezaba a hacer sus (d)efectos pero en la semifinal contra Italia a los nuestros los tiros les salieron a pedir-de-boca, directos a las redes de Buffon, y a él, al Corsario Blanco el suyo le salió, de momento, por la culata. La Roja estaba en la final.

Pero eso: aún nos quedaba la final. Y el Corsario Blanco no desistía. Rumiaba su venganza con mayor encono, si cabe. A este tipo de personajes la perseverancia nunca les falta en el bolsillo. Su engreimiento les hace ser así: fascinados por conocerse y, por lo tanto, fascinados porque los demás le conozcamos, sin reparar en si nos da cien patadas o si le creemos el genio que él cree que es. A mí me recuerda al televisivo Risto Mejido: infatigables los dos, impertinentes, descarados y cargantes hasta la extrema unción, perdón, hasta la extenuación. Pero sí, en la final el Corsario Blanco se salió con la suya. No tuvo que esperar demasiado. Dos minutos, si acaso. Balón colgado al área. Los centrales que no se aclaran. ¡Y Casillas en la inopia! Su presencia, tantas veces, valiente, “mandona” es ahora la otra cara de la Luna: vacilante, melindrosa, un lo-siento-si-te-haga-daño y entonces Fred, desde el suelo, no tiene más remedio que meter la puntera de la bota, elevar y empujar el balón a gol si quiere quitarse de encima ese molesto tufillo a alguien-se-ha-bufao-que-huele-etc. y que despide ¿quién?… ¡el otrora excelso Casillas! 1-0. Minuto dos. Y el partido, a bote pronto, para La Roja como un muro vertical, como intentar escalar Alpe D´Huez en una bici con ruedines. El Corsario Blanco comenzaba a agitarse en un éxtasis de agua salada. Aunque luego diría que el partido ¿verlo?, no, ni en pintura. Echaban una de piratas en la Diez (como él: su cadena favorita). Y no iba a perdérsela, claro…

Aunque no contento con esta labor de acoso y derribo del cancerbero español aún ideó otra estratagema, por si la anterior no resultaba suficiente que, ésta sí, iba sino a darle el trofeo de campeón a él en persona sí, por lo menos, iba a encumbrarle y a hacer que su estilo y su sapiencia futbolística fueran reconocidas por todo el mundo,… Barcelona incluida. Y sería por aquí por donde entrarían esas artes de brujería a las que aludíamos al principio de estas líneas. Porque el Corsario Blanco, desde su condición de ex, tiene sus pactos sellados con el Diablo y así pudo atravesar todos los mares y tierras y todos los vientos hasta meter su espíritu (porque él en persona no entraba) en la cabeza de Scolari, el entrenador de la Selección brasileña, y así poder trasplantarle su particular visión del fútbol. Esa a la que antes nos hemos referido como fútbol recio, presión constante y agobiante, achique de espacios para que esa presión constante y agobiante estrangule a los rivales que se andan con mariconadas o con tiqui-tacas, y constantes pataditas y faltitas a los emblemas del equipo contrario (Iniesta, sobre todo, en este caso), ésas que por ser “-itas” el arbitro sólo señala y apercibe, y si juegas en casa (como lo hizo Brasil), incluso puede darse la “extraña” circunstancia de que el trencilla de turno no las vea.

Sí, todo era como si el Corsario Blanco, desde su figurada tumba de ex, le estuviera “soplando” al inconsciente Scolari su credo futbolístico, ése con el que no había terminado de triunfar en Madrid. Pero no por su culpa, ¡oh no, Dios mío, eso nunca!, sino por la “evidente” falta de los mimbres adecuados para llevar a cabo sus terroríficos planes. Pero, ahora, Brasil tenía a Hulk: ¡qué hombretón!, una fiera que hace honor a su apodo, y que habrá hecho que el Corsario Blanco tomara nota de él, en su cuaderno de bitácora, para incorporarlo, y no precisamente como cocinero, en futuras y sanguinarias expediciones; Pauliho, ¡alto y fibroso!, también lo querría el Corsario Blanco. Como piloto, tal vez. Thiago Silva, magnífico central, encargado de que nadie pase a los camarotes sin su permiso y, como guinda de la tripulación, Neymar, un marinero siempre dispuesto al abordaje, un delantero, y con cara de muy-pocos-amigos (su escupitajo en la semifinal contra Uruguay: toda una declaración de principios- sic). ¡Pero si éste es mi equipo!, ¡estos son los mimbres que yo pedía una y otra vez a los Reyes Magos o a Florentino!, pensaría el Corsario desde su tumba de mentirijillas, ¡el equipo que sólo yo me he podido imaginar! ¡El que, por fin, me corona- por delegación, pero me corona- y me da la victoria contra La Roja, perdón, contra el Barcelona y, por extensión, contra Guardiola y contra su maldito y reiterativo tiqui-taca! Y sin haber tenido ni tan siquiera, además, la necesidad de haberse sentado en el banquillo. Insuflando, sólo, sus órdenes en los tímpanos de un Scolari que se creía que actuaba por cuenta propia. ¡Je, je, pobre infeliz! El Corsario Blanco le dictó la táctica perfecta desde la ultratumba. Y así al 1 le siguió el 2. Y luego el 3. ¡3-0! Y sonó el pitido final. Fin del partido.

Y el bucanero, el Corsario Blanco pudo, al fin, descansar tranquilo. El “Portugués”, y no el elegante y sobrio “Hombre de Boston” (o Guardiola por seguir con los símiles de la película de Raoul Walsh), es quien ahora tiene “el mundo en sus manos”. Su venganza se había consumado. Y sonríe. Y su risa se extiende amenazadora sobre todos los confines del planeta del tiqui-taca. Que no nos pase nada. A los que no somos como él. Aunque yo, si fuera el entrenador del BarÇa o… del ¿Bayern?, colgaría una ristra de ajos en el banquillo visitante. Sólo por si acaso. Y es que, me olvidaba, el Corsario Blanco también es insaciable. ¡Que tiemble el tiqui-taca!

 

 

 
Leer más...