No parece que últimamente andemos
sobrados de buenas noticias, pero esta última hace que me mire de soslayo en el
espejo y comprenda que el tiempo no pasa en balde para nadie (ni mucho menos
para mí). Que somos todos ya bastante mayores y que al gran Lou (Reed, se
entiende) le han trasplantado un hígado, porque el ex-líder de la Velvet (Underground, se
entiende) estaba bien jodido y a punto de cruzar, sigilosamente, al otro
barrio.
Sí, porque a pesar de que a menudo
se relacione al guitarrista neoyorkino con el rock más pesado, psicodélico y ruidoso, hace ya muchos años que ha
abandonado ese lado salvaje (de la vida) que, sinceramente, nunca te lleva a
ningún lado, y hace que muchas veces te despeñes por un acantilado. Sin pena ni
gloria. Por mucho que nos gustara el final de Quadrophenia. O que algunas madres y abuelitas (de buen corazón,
sin duda) derramasen sus buenas dosis de lágrimas y mocos viendo saltar al
vacío a Thelma y Louise, agarraditas de la mano.
Pero al bueno de Lou nunca le han
cuadrado semejantes “pasteles”. Él tomó la decisión, hace años, de cambiar de
rumbo. Y lo hizo sin proclamarlo a pleno pulmón. Ni susurrándoselo a nadie en
el oído. Simplemente lo hizo. Y fue quedándose solo. Lentamente… Pero no le
importó. Lou es demasiado chulo y engreído, demasiado convencido y consciente
de que ese nuevo camino era el mejor camino para coger en estos tiempos que
corren (lo sabemos) que se las pelan. Y no inquietarse jamás por pagar ese
peaje de quedarse-más-solo-que-la-una.
Y es que hay caminos que o se toman
en solitario o es mejor no tomarlos. Y el de Lou, sin duda, es uno de esos
caminos sin asfaltar todavía. Escuchar Lulu
y entenderéis a qué me refiero. Cuando algún amigo me preguntaba, qué tal está
ese último disco de Lou Reed, yo no sabía muy bien qué contestar. Simplemente
se me ocurría, es como una patada en los cojones. Respira la mala leche de Lou
por los cuatro costados. O te apasiona o lo aborreces. Pero te aseguro que no
te deja indiferente.
Claro, la “indiferencia” es, según
el catecismo de Lou, el peor pecado que hoy en día se puede cometer. No se
castiga ni con tres padrenuestros ni con una temporada en el infierno (como
diría Rimbaud) sino con algo mucho peor, y de imprevisibles y funestas (por lo
general) consecuencias: con el éxito. Ese éxito que te llena los bolsillos de
dinero, que te acaricia zalamero las mejillas y te da inocentes golpecitos en
la espalda. Como un buen colega. Pero al que, en el fondo, le gusta verte
sumiso, diciendo que sí a todo y formando parte, muy obediente, del espantoso
engranaje en el que se ha convertido la cultura (espectacular), el show business, que cada día tiene,
desgraciadamente, menos de show y más
de business (guarro).
Y no, la pleitesía nunca ha sido el
business de Lou. Cuando se olió que
las cosas tomaban un rumbo casi catastrófico él radicalizó aún más su propuesta
(he oído su provocador e increíble Walk on the Wild Side en el hilo musical
de una oficina del ¡¡Banco Santander!! y he temblado de miedo: ¿adónde nos quiere
llevar este mundo donde de todo se hace un negocio?). ¿Tendría alguien en su
sano juicio algún otro remedio? Los sonidos de la guitarra de Lou se hicieron
más ásperos, casi hirientes, una buena tanda de puñetazos en la boca del
estómago. Lou sólo quiere despertarnos. Porque ya no atendemos al sonido del
despertador. Es demasiado dulce. Por eso su guitarra suena así. Por eso decidió
en su día ponerle música a El cuervo, de Allan Poe. Por eso nadie
entendió qué trataba de hacer. Aunque a él seguía sin importarle. Es lo que
tienen los caminos solitarios. Y Lou lo ha sabido desde el principio. Una vez
que te desvías y coges su ruta no hay marcha atrás. Ni el lobo de Caperucita
vendrá a asustarte. En esos caminos no hay nadie. No se ve ni un alma. No hay
ni dios.
Por todo esto, nadie se acordó de
Lou en los múltiples homenajes y conciertos que hubo a cuenta del 11-S, por
ejemplo. Es más sencillo negociar con el bueno de Bruce (Springteen, se
entiende) que con el cascarrabias y solitario Lou Reed. Lou, ¿qué?, preguntaría
incluso algún joven promotor especialista más que en conciertos musicales en
conciertos económicos, más en la bolsa o la Bolsa que en la vida. Y Lou, ¿qué coño?,
preguntaría nuevamente ese joven promotor sintiendo que está haciendo lo que
más aborrece de este mundo: perder el tiempo, luego perder dinero. Y, por fin,
alguien le aclararía la duda, no importa, uno que fue famoso y que ahora está
siempre sólo. Pues ¡que se joda!, respondería el joven promotor, pero,
¿contamos ya con Bruce (Springteen, se entiende), y con Juanes para los
latinos, y Beyoncé para que haya de todos los colores? Sí, sí, en eso estoy, contestaría
apurado el joven ayudante del joven promotor. Y claro con Lou nadie estaría.
No, nadie no. Yo, sí. Yo sí estaría
y estaré siempre con él. Es como un John McEnroe sobre una pista de tenis, o un
Mohammed Alí encerrado en un cuadrilátero, o un Salinger escribiendo El guardián entre el centeno y dándose
después el piro. O Bobby Fisher. O Jean-Luc Godard. O Tarkovski. O tantos otros
que se tiran, cada uno a su manera, por su solitario camino particular. A ninguno
de estos ni a Lou les importa un pimiento. Su aire, seguro, que huele más
limpio. Y ya tiene 71 “tacos”. Y un hígado nuevo. Que espero que le haga vivir
muchos años. A personas como él siempre se les echa de menos. A los que más.
Aunque estén, desde hace mucho tiempo, solos y no oigamos hablar de ellos, ni
les veamos durante el prime time en
los programas de televisión de más audiencia. Pero cuando no estén, y estoy muy
convencido de ello, seremos todos los demás los que nos quedemos un poco más
solos. Aunque no lo sepamos. Ni nos demos cuenta.