domingo, 20 de octubre de 2024

LA OREJA DE VAN GOGH S.A.

AMAIA MONTERO ACCIONISTA (20% DEL ACCIONARIADO)
EN 2007 LEIRE MARTÍNEZ CON UN CONTRATO DE EMPLEADA Y NO COMO ACCIONISTA.
¡QUÉ PENA!, POR NO ESCRIBIR, ¡QUÉ ASCO!
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domingo, 13 de octubre de 2024

12 GRANDES PELÍCULAS, 12 PEQUEÑAS CRÍTICAS (y 3)

En esta nueva página y ya vamos 3 continuamos recogiendo microcríticas de grandes y no tan grandes películas. Aunque vuestra es la última palabra. Así, y en este orden, ahora presentamos (como siempre, de arriba a abajo): Descansa en paz, El cielo rojo, Umbracle, Alemania Año Cero, El mal no existe, Detective+Alphaville, Crimen y castigo (1983), Círculo rojo, Otra mujer, Los Golfos, Queridos camaradas.


No suelo hacer mucho caso de los comentarios y/o críticas que leo antes de ver una película, pero cuando me enteré de que Descansa en paz (2024) era el primer largometraje realizado por Thea Hvistendahl la cosa cambió, porque mientras la veía no pude dejar de exclamar, ¡joder, Thea, con un par!, y rápidamente me apunté su nombre en el archivo de "a no perder de vista".

Porque Descansa en paz tiene esa caracterísitca que siempre me toca. Porque me "habla" sobre el dolor, en el más amplio sentido del término, sobre el más profundo malestar, y sus imágenes, como no podría ser de otro modo tratándose de una magnífica película, quedan preñadas de él. Y en ese punto Thea traía a mi memoria al turbio Atom Egoyan de Exótica o El dulce porvenir. Y eso ya son palabras mayores. Lo decía Oscar Wilde, donde hay dolor, estás pisando terreno sagrado.



Ayer vi la tan aclamada película de Christian Petzold, El cielo rojo, nada menos que Gran Premio del Jurado de la Berlinale de 2023 y la verdad es que mi gozo volvió- y me temo que no será la última vez- a caer dentro de un pozo. O quizá mejor que "gozo" debería haber escrito "mis expectativas" Porque incluso el resultado, y no siendo estas expectativas súper elevadas- por desgracia hoy qué se puede esperar entrando en una de las pocas Salas de Cine que no han bajado la persiana-, se queda cotrto (y perezoso).


Porque a propósito de El cielo rojo escucho hablar de Eric Rohmer. ¡Pero seamos serios! Rohmer dibuja, en sus mejores películas, personajes entrañables, a menudo, inolvidables, y los que nos muestra Petzold no dejan de resultarme aburridos como un bostezo y tan imprevisibles como un susto. Y por si a Rohmer le dejáramos tranquilo ahí estarían, entonces, las múltiples alusiones con que a los críticos se les llena la boca invocando el nombre de François Ozon y, en concreto, de su también aclamada (¡ay!) y sobrevalodarísima (¡ay, ay!) En la casa. Así que como a mí ya la película de Ozon no me dice gran cosa, ¿qué podría añadir a El cielo rojo? Pues que si no mejoras un dudoso original, ¿para qué demonios insistir? 

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¡Y el otro día me la encontré de frente! Era, es y será Umbracle, la impagable y excelentemente rodada película que, el casi desconocido por las nuevas generaciones (¡ay!), Pere Portabella fimaría en 1972; cine valiente donde los haya, donde lo último que se quiere ver es a un espectador plácidament sentado en su butaca; sí, cine peligroso, que te remueve las tripas y las neuronas con un tenedor; y en el que, como no quiere la cosa, asistimos a un bellísimo homenaje a los maestros del cine mduo americano, o sea, y sin roden de preferencia, Chaplin, Keaton, Harold Lloyd y... ¡el Gordo y el Flaco!

Y todo ello sin olvidarnos de la imponente presencia de Chrisopher Lee demostrando su dotes como cantante o comentando y recitando el genial poema El cuervo, de Allan Poe. O de los hermosos acordes de la 6ª de Beethoven que suenan, ¡demasiado brevemente (¡ay!)!, en un momento determinado. O de esas manos que acarician y nos muestran el magnífico Drácula, de Bram Stoker.

Sí, a Umbracle me la encontré de frente y enseguida me asaltó la pregunta sobre qué más se le podría pedir a una película, porque a mí, al menos, no se me ocurría nada.



Alemania, Año Cero, después de Hitler se supone (¡qué miedo suponerlo!), es la película que Roberto Rossellini rodó en 1948. y que siempre me ha parecido una película, literalmente, alucinante. Porque alucinante es el Berlín que Rossellini filma y dibuja con sus imágenes. Porque alucinante es su personaje principal, Edmund, ese niño que aún no ha aprendido ni aprenderá a jugar, y al que su confusión y desamparo le hacen parecer a mis ojos, por lo menos, el más inhumano retrato de la frialdad. Porque alucinante es verle disparar con las manos mientras se pasea entre los escombros de una ciudad muerta, ¡como la espléndida ópera de Körngold (no me resisto: aquí abajo os dejo su increíble canción de Marietta); sí, muerta la ciudad como muerto está Edmund aunque camine en la más alucinante premonición de lo que, después del asesinato de Kennedy, se nos vendrá encima: los Oswald y sus altri ego que nos mantienen a todos, hasta hoy, en este vivir-sin-vivir.



Y si acepto "pulpo" como animal de compañía, lo aceptaré con la condición de suscribir que haya películas tan buenas como ésta pero mejores, imposible. 




Que el mal no existe, además del título de la película que Ryüsuke Hamaguchi rodó en 2023, es una frase que bien podría haber suscrito Schopenhauer hace 150 años, luego en eso Hamaguchi no aporta nada realmente nuevo. Tampoco su lenguaje sereno y reposado sería una gran novedad desde que el maestro, Ozu, pusiera su ojo en el visor de una cámara de cine. Pero incluso, y admitidas estas premisas, la película de Rysüke Hamaguchi me envolvió de una forma realmente cariñosa. Aunque no por ello el final me supo a poco. Cuando la película tenía que despegar, Rysüke Hamaguchi no batió las alas y se dejó ir: perezoso, cansado, lentamente, mientras yo no me cansaba de pedir más y más... alto.



Detective (1985) es la película que Jean-Luc Godard realizó justo 20 años después de Alphaville, de la que di cuenta en la reseña anterior y de la que muy bien podría constituir un preciso complemento: cine negro + Godard. Aunque es obvio que, salvo honrosísimas excepciones (Historie(s) du Cinema), el cine del corrosivo Godard fue perdiendo veneno y chispa con el paso de los años, aquí, desde el mismo título, Detective, nos estaría animando, como en una de sus grandes boutades, a abandonar el estático papel de espectador apalancado y a vestirnos con la capa a cuadros, la lupa y patear la calle (el hotel) para tratar de averigüar lo que quieren contarnos sus imágenes.

Pero yo, por lo menos, nunca llego a conclusiones fiables. Soy un simple espectador, perdón, el detective del hotel, sí, y muchas de las cosas de esta película se me escapan entre sus infinitas paredes.




En Alphaville, la película que Jean-Luc Godard dirigiera en 1965, el realizador francés es ya todo un maestro. Y los maestros no se atienen a las normas. Ellos las inventan. Por eso en Alphaville encontramos un antecedente de Blade Runner, la archiconocida película de Ridley Scott, en su irresistible híbrido entre el cine negro y de el ciencia ficción, y en su final cuando Harrison Ford y Sean Young escapan de la deprimente Los Angeles.

Aunque Godard nunca será tan ingenio y autocomplaciente como Scott. A él la mala leche y la ironía se le caen de las manos. Por eso cuando Eddie Constantine y Anna Karina escapan de Alphaville en el coche de aquél, el paisaje no se ilumina y se llena de color, sino que todo sigue siendo igualmente turbio y gris. Apenas el frío y metálico "te amo", que pronuncia Anna, nos permite albergar alguna tibia esperanza, ¿o no?



Crimen y castigo (1983) parece ser la primera película larga de Aki Kaurismäki. Aunque en ella ya están contenidos los principales caracteres que hacen de su cine "algo diferente" a lo que, normalmente, tenemos ocasión de ver en una sala de cine, y no digamos, en tv. Su estilo es frío, depurado, abstracto, en una proyección casi bressoniana. En él ninguna voz alza el tono por encima de las otras, y la sucesión de planos nos lleva, inexorablemente, hacia una conclusión que, en muchas ocasiones, no deja de aparecérsenos como provisional.

Pero es que, además, esa extraña sencillez que el director finés demuestra en cada uno de sus planos consigue que Kaurismäki haya sido, y sea, uno de los principales referentes para muchos de los que han querido, y quieren, pasar a engrosar las filas de este noble arte de realizar películas pero confundidos, ¡ay!, con el no menos noble arte del coser y cantar. 



En esta ocasión seré más breve todavía: Círculo rojo es la película que Jean-Pierre Melville dirigió en 1970 y como El silencio de un hombre comienza con una cita en la que se nombra a Budha. También, y como sucede en El silencio de un hombre, en Círculo rojo no se habla demasiado. Se actúa. Pero cuando terminas de ver El silencio de un hombre eres plenamente consciente de que hasta ese momento no has visto nunca nada parecido. Con Círculo rojo no sucede lo mismo.



Considero a Woody Allen uno de los mejores directores de la Historia del Cine; o al menos y entre los mejores, uno de los buenos. Y si para muestra valiera un botón aquí estaría Otra mujer, la película que realizó en 1989 con la impagable Gena Rowlands y a la que su visionado me sirvió para rendirla merecidísimo homenaje a cuenta de su reciente fallecimiento. Y en ella Allen consigue, como en sus buenas películas, ese milagro que hace que este difícil y endemoniado arte de realizar películas parezca, en realidad, un juego de niños.


Y por si todo esto fuera poco o  no fuera suficiente, y atendiendo a su Banda Sonora, podemos escuchar a Erik Satie, lo que nunca está de sobra. Yo, por si acaso nos falla la memoria, os dejo la versión que Allen usa de la exquisita Gymnopédie nº1 por ahí arriba.



Los golfos (1959) es el debút de Carlos Saura como director de cine y de aquella impagable productora que se llamó Films 59, con Pere Portabella a los mandos de la nave y que pretendía desarrollar un cine que nos pusiera a la altura de las ficciones más notables que, por entonces, se desarrollaban en Europa.

Claro que en ese cine europeo los protagonistas eran siempre los seres humanos. No tanto como en España donde había otros problemas que nos acuciaban, más todavía y que casi 70 años después nos siguen acuciando con particular saña. Y es que nuestro problema no sería otro que el problema del "país", antes que el problema del "ser humano", el problema de este país nuestro que nos acoge con una mala salud de hierro, que decía Ortega. Por ello el toro que agoniza en la arena de la plaza al final de la película, después de haber sido cosido a pullazos es el fiel retrato de España. Los golfos ya no están en el plano. Ellos sólo han sido la excusa que ha servido a Saura y Portabella para afirmar que, entre nosotros, algo no va bien, que la miseria más cruda insiste en ponernos un nudo en la garganta.

Porque, tal vez y después de todo, Los golfos sea una película de terror. Aunque vistos los resultados, quizá nos hayamos olvidado de los hombres demasiado rápido. Ellos confoman y dan sustento al país. Y nunca pueden constituir una excusa. Cuando ellos están mal, el país está peor. Y en ese orden.  



No me gusta ver dos cosas seguidas. Veo una y paro. Después, quizás, al día siguiente, veo la otra. Pero ayer me cuadraba: 1º, la Final Olímpica de Basket entre Francia y EEUU, y después, Queridos camaradas (2022), de Andrej Konchalovski, que pensaba que ya había visto aunque no me acordara casi nada de ella, lo que no es óbice para que se trate de una mala película y sí de que mi memoria esté para el arrastre.

Porque Queridos camaradas sin ser una maravilla es, realmente, una muy digna película. De lo mejor, sino lo mejor que Konchalovski ha rodado en su ya larga carrera. Aunque si empezara por lo que más me molesta de ella citaría, sin duda, los aires berlanguianos que respiran algunas secuencias y que, a mi modo de entender, no se ajustan al dramatismo que demanda la trama y que; vaya, chirrían como un tren a punto de descarrilar.

Y, ya puestos, tampoco me convence ese truquito final en el que se da por muerta, y con indudables dosis de verosimilitud, a la hija que la protagonista busca denodadamente- al estilo de Jack Lemmon en Missing- y al final reaparece por arte del birlibirloque. Eso sí, el final-final con madre e hija abrazadas en un inestrable tejado a dos aguas, retrata perfectamente todo sobre esa minúscula distancia que separa la más fogosa alegría de los más dolorosos disgustos.

Ahora bien, y terminaría por donde había empezado, porque antes que con los camaradas de Konchalovski me quedo, sin duda, con esos 4 triples seguidos, uno-detrás-del-otro que el pequeño, pero grandísimo, Stephen Curry se marcó durante el último cuarto de la Final de Basket a la que antes aludía, y que sirvieron para que EEUU derrotara a Francia y se colgara la Medalla de Oro.

Sí, a veces, hasta el buen cine debe hacerse a un lado para dejar espacio a un genio de 36 años que se resiste a dejar de serlo. Y yo también, lo prometo, aprenderé a ver dos cosas seguidas. 

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domingo, 6 de octubre de 2024

LA EVOLUCIÓN Y EL CEREBRO HUMAN0



PRIMERO.- Llevo varios meses enfrascaddo en la apasionante lectura de El mundo como voluntad y representación, la obra magna de Arthur Schopenhauer. Sus reflexiones darían para cubrir toda una vida, pero a mí me basta, por ahora, con ese idea central en su pensamiento que nos habla de la Voluntad que ha movido, mueve y moverá todos los entresijos en que nuestras existencias han estado, están y estarán insertas. 

Al hilo de lo cual , y ya que encaja perfectamente con uno de mis clásicos y recurrentes divagues, traslado a este blog esa idea de una Voluntad que nunca se está quieta- Heráclito, los presocráticos, el hinduísmo serán siempre los primos hermanos de Arthur-  y que engloba a todos los fenómenos que en en este Mundo han ocurrido, ocurren y ocurrirán. Y me atrevería a poner un ejemplo.

Porque, ¿no sería el hallazgo del fuego, en los primeros estertores del homo, la raiz de la que, años después, surge nuestra capacidad para hablar, el lenguaje mismo que nos hace únicos dentro del Reino de los Seres Vivos?, ¿no estaría en el fuego el calor que vuelve a los alimentos más blandos y fáciles de masticar, con lo que el homo ya no necesitaría tantos molares y sí, más incisivos, con las consecuentes alteraciones que ello traería consigo en su estructura buco-dental, favoreciendo la pronunciación de sonidos más claros y articulados?

Yo tiro la piedra, pero no escondo la mano. Porque la levanto y cuando se me diera permiso respondería a las dos preguntas anteriores con un rotundo "sí". Y en esto, Schopenhauer y su Voluntad se aparecerían a mi lado como el genio de Aladino y su lámpara de aceite. Porque sin que acertemos a verla actuar, la Voluntad mueve los hilos, nuestros hilos, y con ellos nosotros nos movemos, crecemos al mismo tiempo que en ellos, con los hilos nos vamos conformando. Sí, la Voluntad nos hace y nos incluye. Y apenas si como uno más. Racionales, sí, de acuerdo, pero sólo en ese detalle- y la importancia que le demos dependerá de cada uno de nosotros- cabría diferenciarnos de los otros animales que pueblan este planeta.

Luego la Voluntad nos habría hecho parlanchines. Pero antes, seguramente millones de años antes, la Materia, o la forma en que esa Voluntad se objetiviza y en la que se haría visible, se habría fraccionado y del choque, entre las diferentes partículas materiales, habrían surgido otras formas que al rozarse a su vez, o colisionar entre ellas habrían producido, aquella primera chispa de la que, posteriormente,, se habría generado ese fuego que nos habría calentado durante los fríos meses del invierno, que nos habría dejado los alimentos en inmejorables condiciones para ser engullidos y digeridos y finalmente, la lengua con más espacio, más suelta y las gargantas como felices y grandes pozos, de donde surgen los sonidos que, traspasando nuestras cuerdas vocales, pueden resonar audibles e inteligibles para toda la tribu.

SEGUNDO.- Y siguiendo estos dictados, ¿no podríamos, acaso, considerar que esta Voluntad está detrás, es ella misma, el "motor" de cada cambio, de cada uno de los pasos evolutivos que nos condicionan, sin dejar de estar inserta en cada uno de esos eslabones que irán dando forma a la señalada evolución conservándose, así, en ellos, en cada etapa como Voluntad-siempre-activa, que habría hecho de cada uno de los eslabones lo que realmente fueron, lo que realmente son y lo que realmente serán.

Y si nos quedáramos ya con el homo sapiens, como el resultado más logrado que la Voluntad habría impuesto a esa cadena evolutiva, no podríamos negar, entonces, que el propio homo es, ante cualquier circunstancia en la que pudiera verse envuelto, Voluntad, pero no solo en sí mismo, como cuerpo global, sino en cada una de las partes que lo conforman; partes, más o menos, evolucionadas, ya que siempre estaríamos considerándolas en el necesario presente que nos impone el cuerpo pero que, continuamente, se nos escurre de entre las manos.

Y, entonces, más madera porque a lomos de esre argumentario, ¿no nos estaría permitido pensar ahora que la facultad racional podría no estar, únicamente, incorporada y localizada en el cerebro humano sino en todas y cada una de esas partes que van componiendo nuestro cuerpo (humano)? Por supuesto que lo estarían haciendo en una mayor o menor medida, con una mayor o menor intensidad, con un grado de perfeccionamiento mayor o menor, siempre en función del grado evolutivo en el que ese miembro se encuentre. Porque habría que colegir- no creo que haya dudas al respecto- que no todas las partes de nuestro cuerpo piensan igual, con idéntica intensidad y perfección.

Porque acaso, ¿no piensa la boca, con su lengua y dientes?, ¿no nos descubre ella, la boca, con su matemático mecanismo buco-dental, la afilada espina de pescado que ha retirado, ¡antes de que el cerebro haya reparado en ella!, en un aparte que habría hecho que la boca no se la trague, al intuir que ese "trago" pudiera causar a nuestra globalidad corporal, a la Voluntad, un daño de consecuencias inciertas pero daño, al fin y al cabo, infringido y que nuestro cuerpo sufrirá en un mayor o menor grado?

¿O no piensan también los dedos?, ¿o no habríamos leído u oído hablar alguna vez cómo personas, que no se habrían sentido nunca especialmente inclinadas hacia la música, y a las que se les habría trasplantado, después de sufrir un accidente, la mano de otra persona, que en vida fuera pianista por ejemplo, han desarrollado repentinamente una afición por la música, por los sonidos de Orfeo? 

Luego estas funciones sensibles y cognitivas estarían extendidas, siempre en mayor o menor grado por supuesto- un pie no piensa igual que el cerebro- en cada uno de los miembros que articulan nuestro cuerpo. Ya mi experiencia personal me enseña que, mientras tecleo un texto cualquiera en mi ordenador personal, mi dedo detecta que ha cometido un error- no habría pulsado la tecla correcta, por ejemplo,- antes de que el cerebro, a través del ojo, lea el error impresionado en la pantalla.

Así me gusta pensar que el homo sapiens, que somos, continúa haciéndose. Como un totum compuesto por nfinidad de partes, por infinidad de miembros, y cada uno con su particular aptitud para enfrentarse al mundo, y con mayor o menor intensidad, con mayor o menor pericia. La mano coge, y piensa poco. El cerebro piensa- casi no sabe hacer otra cosa mientras está despierto, pero aún no se le habría visto coger nada. Sí, porque esta aptitud en él  bien podría resultar casi nula, ¿o pueden, acaso, las uñas reterner el sabor de una cereza?

Sí, cada maestrillo (cada miembro) se aplicaría a su cuadernillo (a su aptitud) pero eso no debería llevarnos a sostener que cada parte de nuestro organismo tenga sólo una, y nada más que una aptitud. Podría darse el caso... o no. Pero lo que sí estaríamos en condiciones de asegurar es que todas las aptitudes que en el mundo han sido, que se han desarrollado a lo largo de millones de años de evolución constante, habrían encontrado su más acertado acomodo en uno de los miembros con los que el homo contaba en aquellos momentos y que después la evolución habría borrado (seguramente la escucha de sonidos por debajo de determinados niveles acústicos), habría mantenido (la visión estereoscópica) o, incluso, habría perfeccionado o repartido, con mejor o peor suerte, entre todos y cada uno los miembros de la anatomía humana (la sensación de frío/calor los labios la perciben mejor que el hueso de la rótula, por ejemplo), o que se habría acentuado principalmente en uno de ellos (el cerebro y la racionalidad).

Por lo que, y a modo de punto y seguido- no podríamos tener otra perspectiva lingüística disertando sobre la evolución del hombre-, traería ahora a colación, y por terminar con algo menos árido y sí más amable, la reiterada y conocida expresión, ¡piensas con los pies!, y que habría que valorar, según lo visto y defendido, en su más acuciante globalidad aduciendo que no es que los pies no piensen, sino que piensan menos que el cerebro. Así no caigamos en la trampa de reducir la ratio de un pie al cero patatero. porque, seguramente, algo de materia gris tendremos pegada a la planta de los pies.

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