jueves, 18 de agosto de 2022

APRENDIENDO A ESCRIBIR (y II)


Me parece que a la anterior entrada sobre Aprendiendo a escribir (I) le faltaría una sibilina coda en la que muchísimos escritores patrios no reparan como se merece, bien porque no quieren o bien porque me temo que no saben, lo que me hace pensar que las cosas, a estos efectos literarios, nos vayan como nos están yendo; o sea, y según mi modesto punto de vista, de calamidad en calamidad, salvo honrosísimas excepciones. 

Por ello a esta sibilina coda yo la calificaría , directamente, como el terror que sienten los autores (o una amplísima mayoría de ellos, por lo menos) hacia todo aquello que suene a trascendencia como si, en lugar de ubicar esta trascendencia como aquello que hace que nuestro trabajo (y valga la redundancia) resulte trascendente y, por lo tanto, perdure en el tiempo (¿y no sería esto algo que todos los artistas quieren conseguir con sus obras?), la apartan en su lugar de un manotazo, asustados por la seriedad que parece llevar consigo la palabra; seriedad que no dudan ipso facto en asimilar (erróneamente, claro) con aburrimiento y con el coñazo más supino y duro.

Lo que no deja de parecerme una chorrada. Porque la intrascendencia siempre se ahoga en su propia intranscendencia, en su puro cortoplacismo, en la anécdota, en la, más o menos ocurrente, ocurrencia (y valga otra redundancia), en el slogan que sepulta a la idea, y que atinadamente denunciaba la brillante Susan Sontag, lo cual resultaría, además, de una facilísima comprobación acudiendo a las páginas de cualquier calendario. Lo que perdura, por un lado; de lo que no se acuerda ni dios, por otro. Y de mi cosecha añadiría un par de ejemplos ad hoc, para aclarar lo que aún está borroso.

Y, por ejemplo, si quisiéramos disertar sobre el juego, ¿adónde acudiríamos?, ¿a Los bingueros, aquella película de Ozores con Esteso y Pajares?, ¿o a El jugador, el relato que pergeñó en una agitada noche Dostoievski? Porque la primera el tiempo la habría colocado en la estantería de las mamarrachadas, y a olvidar cuanto antes. Pero, por el contrario, la novela del escritor ruso quedará siempre como algo atemporal (yo mismo me la acabó de comprar más de 100 años después de haber sido escrita). Sí, fácil es comprobarlo acudiendo a la presencia de la obra en el calendario. Vale, vale, de acuerdo me diréis. En este caso la calidad manda. No somos tan zoquetes. Los bingueros es intrascendencia en estado puro y El jugador, una novela como la copa de un pino porque, sin duda y entre otras virtudes, sus páginas son páginas trascendentes.

Pero yo ahora voy más allá. Sí, otra vuelta a la tuerca. Y lanzo al aire, como un guante que cualquiera pudiera recoger, una pregunta, ¿POR QUÉ? ¿Por que Los bingueros, y dejando aparte asuntos que pudieran relacionarse con la calidad, es la nadería que es, y El jugador, la obra maestra que es? Y no me cabrían prendas en reconocer que una parte importante de los motivos reside en que en la obra de Dostoievski, el juego es una excusa para contar algo que está más allá de los casinos y de las ruletas de juego. Sí, El jugador trasciende el juego, la anécdota, el Mac-Guffin hitchcockiano y, así, sus palabras, sus líneas y párrafos se hacen en su trascendencia universales. Mientras tanto, el juego, la anécdota en Los bingueros son el alma mater de la película y ésta no se desembaraza de ello por lo que no cuenta nada más que la anécdota. Los bingueros (¡como tantas y tantas obras españolas!) no "trascendentaliza" y su esencia (sic) queda en eso: en decenas de dimes-y-diretes, en una serie de gracietas que, dependiendo del estado de ánimo que llevemos encima, nos hará reír más o menos, pero al que el tiempo, ¡y que nadie lo dude!, acabará borrando y atizando una soberana patada-en-el-culo como único obsequio al que su triste intrascendencia se habría hecho acreedora.

William Faulkner, en el acto de recogida de su primer Premio Nóbel, allá por el año 50 del siglo pasado, pronunció unas palabras que se refieren a esta necesidad de trascendencia que debe tener, o aspirar a tener, cualquier obra de arte; unas palabras, sin desperdicio, que todo aquél que deseara aspirar a ser escritor (o artista, sin más) debería llevar tatuadas en la piel. No en vano el discurso está considerado uno de los mejores discursos escuchados durante la ceremonia del Nobel. Creo que el hombre, terminaba diciendo en él Faulkner aquel 10 de diciembre de 1950, no perdurará simplemente sino que prevalecerá. Creo que es inmortal no por ser la única criatura que tiene voz inextinguible sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión, de sacrificio y de perseverancia. El deber del poeta y del escritor es escribir sobre estos atributos. Ambos tienen el privilegio de ayudar al hombre a perseverar, exaltando su corazón, recordándole el ánimo y el honor, la esperanza y el orgullo, la compasión, la piedad y el sacrificio que han sido la gloria de su pasado. La voz del poeta no debe relatar simplemente la historia del hombre, puede servirle de apoyo, ser una de las columnas que lo sostengan para perseverar y prevalecer. Esto es, prevalecer, perdurar, TRASCENDER.

Obviamente, el subrayado y las mayúsculas finales son cosa mía. Para que estéis atentos, más que nada ya que continuaré refiriéndome a Cita en Samarra, la primera novela de John O´Hara, con la que enredaba en la anterior entrada. Y a ella continuaré remitiéndome en esta sibilina coda echando, para ello, mano de la excelente introducción a la figura de John O´Hara y a su obra, que la Edición Planeta-Maestros Norteamericanos (IV) pone a nuestro alcance, y que durante los próximos días me propongo leer.

Porque la novela no se trata (todos los paréntesis son de mi cosecha), como a primera vista, pudiera parecer, de un cruce de asesinatos más o menos justificados (anécdota Intranscendente) sino "de la historia del encuentro de un hombre con la muerte" (trascendencia- recordemos el relato de Maugham que incluí en la anterior entrada). Luego, en la misma introducción se apunta "Muchos escriben como viven- intranscendentemente, diría yo; pero pocos sienten como escriben- trascendentemente". Y se añade al hilo de lo expuesto "La tragedia del hombre contemporáneo viene expresada siempre en un máximo de presencia (intranscendentemente, apuntillo yo) y un mínimo de significado (trascendente, re-apuntillo yo)". Y más todavía, "Vivir (intrascendentemente) devino más importante que el sentido de la existencia (trascendente) y morir (intrascendentemente) preocupa más que el sentido de la muerte (trascendente). Y todavía: "Frente a los meros narradores de fábulas o eventos propios y ajenos (más anécdotas intrascendentes), el (verdadero) escritor nos dará siempre su otra verdad, su biografía desde dentro (la trascendente). Al hacerlo así, no nos revela particulares intimidades que sólo a él conciernen (más anécdotas siempre intrascendentes), sino su universal condición humana (trascendente).

Y espero que con esto se me haya entendido un poco. o nos quitamos lo miedos y las vergüenzas de encima, y apelamos por la perenne trascendencia o seguiremos emborronando hojas y hojas sin mayor trascendencia que el ir afinando nuestros lanzamientos de bolas de papel al cesto de la basura donde, si por alguien no se había enterado todavía, las canastas no suben al marcador.





 

Leer más...

domingo, 7 de agosto de 2022

APRENDIENDO A ESCRIBIR (I)

 

Si algo parece haberse extendido, durante nuestros días, y con los mejores precios e intenciones (no lo dudo), son los Cursos/Talleres de Escritura. ¡Vaya, que allá donde vas te encuentras con uno de ellos, donde te prometen que, si lo intentas de verdad, acabarás escribiendo bien!

Porque, hoy, parece que a todo dios le ha dado por escribir. Hasta el extremo de que si no sabes escribir, es como si fueras mudo. No me cabe duda de que el masivo (y terrible) uso del whatssup ha contribuido lo suyo a semejante moda que, por lo visto, no tiene trazas de pasarse, y valga la redundancia, de moda, por lo menos a corto, medio o… largo plazo, ¿o quién podría saberlo a estas alturas?

Así que, enarbolando mi modestia por bandera, os apuntaría una norma que, a menudo, dejamos inconscientemente dejar pasar de largo como si ella, la norma en cuestión, no fuera con nosotros, los potenciales escritores. Y esta norma partiría de aquel adagio que asegura, que mal está lo que mal empieza, y al que yo, cambiándole el adjetivo, trastocaría por un bien está lo que bien empieza.

Lo que, quizás, pudiera sonarnos excesivamente aventurado. No hay duda que desde que se empieza hasta que se acaba, pueden ocurrir tantas cosas, podemos vernos envueltos en tales jaleos, que aquello que estaba bien en la página 1, termina convirtiéndose en un auténtico disparate en la página 10. Esto es innegable. Y contra esto, me temo, poco podemos hacer, más que aplicarnos con una atención mayúscula primero, en cada palabra, luego, en cada frase, luego en cada párrafo y así sucesivamente.

Resulta innegable que debemos aprender a ir poco a poco. Y si a un principio bueno, le sucede una buena continuación, y a ésta otra, y a ésta otra, y así hasta alcanzar, por ejemplo, la página 200, podremos asegurar que estamos en condiciones ideales de pergeñar un buen trabajo. Claro, siempre que la extensión final de la novela, si es que se trata de una novela, no se nos salga de madre.



Y cuento todo esto al hilo de Cita en Samarra, la primera novela escrita por John O´Hara, publicada en 1930 y que ayer empecé a leer. Y si su principio, ¡el prólogo y el mismo título!, no enganchan es que ya no entiendo nada de nada. Yo, por lo menos, he mordido el anzuelo y estoy deseando que me lleguen los ratos libres para continuar devorando la novela. Y todo por culpa de ese prólogo y título que me predisponen (desde ya) a esperar lo mejor del trabajo de O´Hara, confiando en lo que anteriormente proponía: que, por esta vez, lo que bien empieza bien acabe: apunte y guía fundamental que todo trabajo literario que se precie debería mantener como frase de cabecera. Empezar bien y…. seguir bien. Porque sin lo primero… nunca obtendremos lo segundo.

Y ahora, y sin más tabarras, os dejo aquí abajo con el prólogo y el título de Cita en Samarra, y vosotros diréis si O´Hara empieza bien y si os apetece seguir pasando las hojas. Porque a mí el anzuelo se me ha incrustado en el paladar. Pero sin dolor. Incluso lo “padezco” como la mayor gozada que he saboreado durante los últimos meses. Ahí van:

(Prólogo)

HABLA LA MUERTE

Cierta vez, un comerciante de Bagdad envió a su criado a comprar provisiones en el mercado. Al poco rato, volvió éste pálido y tembloroso, y dijo: “Señor, hace un momento, mientras estaba en la plaza del mercado, he sido empujado por una mujer que se hallaba entre la multitud y, al volverme, he visto que era la Muerte”. Me ha mirado y ha hecho un gesto de amenaza. Préstame tu caballo para que me aleje en él de esta ciudad, y así evitaré mi destino. Marcharé a Samarra., y allí no me encontrará la Muerte.” El comerciante le  prestó el caballo. El criado montó, picó espuelas y emprendió la marcha a toda la velocidad que podía galopar el caballo. Luego, el comerciante bajó al mercado y, descubriéndome entre la multitud, se acercó y me dijo: “¿Por qué has hecho un gesto de amenaza a mi criado cuando le has visto esta mañana?” “No ha sido un gesto de amenaza- respondí-, sino de sorpresa. Me extraño verle en Bagdad, cuando esta noche tengo un cita con ´él en Samarra.” W. Somerset Maugham.

(Título)

CITA EN SAMARRA

¿Habría alguien a quien no le tentara seguir leyendo la novela de O´Hara? Que levante la mano. Las mías las tengo bien metidas entre las páginas de Samarra, esperando la señal de salida.

Leer más...