Por unos momentos me salgo de
puntillas de la COVID-19 y digo que la ópera me gusta. En realidad, me flipa. No
conozco otro medio más efectivo para comunicar ciertos sentimientos que esta
deliciosa manera de mezclar la palabra con la música. Pero es que, además, la
ópera tiene algo que me ayuda a comprender esa parte de nosotros mismos que no
alcanzamos a comprender, ya que antes de que hagamos nada, esa parte ya está
ahí presente, y debemos contar con ella porque, me temo, que además no podemos
prescindir de ella, porque para eso nos antecede, como nos antecede el color de
nuestros ojos, se me ocurre pensar. Algunos dicen sobre esto que, antes de que
hagamos nada, estamos predestinados. Es el fatum del que hablaban los latinos haciéndose eco de la sabiduría de sus admirados y antiguos griegos.
Pero este fatum que nos antecede y
que llevamos con nosotros sin que sepamos quién nos lo ha metido dentro, lo
podemos percibir en la ópera o, por lo menos, pre-sentir sus efectos... a partir de las diferentes tesituras de voces
que muestran los cantantes sobre el escenario.
Y así tendríamos, en cuanto a
las voces masculinas se refiere, y sin entrar en mayores detalles, de menor a
mayor hondura y gravedad,
la voz de tenor, barítono y la voz de bajo. Y para las
mujeres, y siguiendo el mismo criterio, la voz de soprano y la de mezzosoprano.
Y claro, la voz sería como ese algo que no podemos elegir, que la tenemos
dentro desde que nacemos y que, con mayores o menores puntualizaciones,
moriremos con ella. Por eso entiendo que la voz bien podría asimilarse y entenderse
como esa parte de nosotros mismos, a la que aludía antes, ese fatum y que todos tenemos dentro desde que pisamos este mundo y del que, por lo tanto, no podríamos prescindir ni deshacernos.
Es la voz como destino, como fatum. Lo que
tiene sus consecuencias.
Porque como bien se comprueba en
las diferentes óperas éstas asignan a cada personaje, a través de su voz, su fatum correspondiente: ese otro personaje que atesora una voz que mejor perfecciona la suya. Vulgarmente podríamos decir que, de esta forma, la ópera está consagrando el manido re-dicho de “cada oveja con su pareja”, versión populachera
del platónico mito de la media naranja. Luego al tenor, y a su timbre
de voz, le "toca" o se destina hacia una soprano; el barítono, hacia una mezzosoprano, mientras el bajo deambula por las tablas, la mayor parte de las veces, en solitario; o sea, sin pareja.
Todo lo cual serviría para adelantarnos a las acciones que aún no han ocurrido en el escenario. Podemos conocer el destino que aguarda a los personajes,
sin que ellos aún sepan lo que les va a ocurrir; esto sería que, sentados en el
patio de butacas y presenciando una representación de ópera, podemos sentirnos como una mano derecha del Demiurgo, y predecir los
acontecimientos que ese dios ha decidido asignar a las voces organizando sus argumento, o los vaivenes de nuestras vidas.
Y trato de aclarar por dónde
o hacia dónde voy. Si en la ópera una soprano duda entre el amor de un tenor o
de un barítono, no tendremos que albergar ninguna duda de que, finalmente, se
decantará por el tenor. Y a la mezzosoprano lo mismo le ocurrirá con el
barítono. Como si estuviéramos ya predestinados por alguna misterioso gen
inserto en nuestro organismo (el fatum: la ópera nos lo muestra por el timbre de
voz), a decantarnos por tal o cual mujer, y ser queridos por ella. Cuadrarían,
entonces, las ovejas con sus parejas: el tenor con la soprano, el barítono con la
mezzosoprano o Luís con María y Federico con Natalia. ¡Todos con su media
naranja!
Por eso, y por mucho empeño
que demostrara un barítono hacia una soprano, por mucho empeño que demuestre
Federico hacia María, ésta siempre preferirá antes a Luís. Y si Luís se emperra
con Natalia, saldrá con el rabo entre las piernas, porque la muchacha se
quedará siempre con Fede. ¡Es que estaban predestinados!, diría alguna viejilla
sonriente desde los bancos delanteros de la iglesia donde se celebra la
ceremonia. Y no dudo de que, en cierta manera, esa viejilla llevaría buena parte
de razón.
Así que ahora confi o
auto-confinados ante el coñazo que se despliega por las calles, ABAO, la
Asociación Bilbaina de Amigos de la Ópera, ha tenido la feliz ocurrencia de
habilitar en su web el hastag #AbaoEnCasa donde podemos asistir a algunas de
las mejores representaciones de ópera que ha representado durante los últimos
años, por lo que pude volver a visionar la
función de Los pescadores de perlas, y al hilo de lo que llevo escrito sobre el fatum, el destino y las
ovejas con sus parejas, la ópera de Bizet me vendría como anillo al dedo.
Porque, ¿no están Nadir (tenor) y Zurga (barítono) enamorados al mismo tiempo
de la princesa Leila (soprano)? ¿Y albergaría alguien dudas sobre que será
Nadir, el tenor, quien acabe enamorando a Leila, la soprano? De hecho el aria d´amore o, más
exactamente, Je crois entendre encoré
está cantada por Nadir (aquí abajo os la dejo- esperad 1 minutito por favor- en una de las increíbles versiones que
nos ofreció Alfredo Kraus).
Porque al barítono despechado le correspondería bailar con una mezzosoprano, en el caso de que ésta tuviera su
función en la ópera, cosa que en Pescadores
no ocurre. Por lo que en tal caso su rol quedará establecido en su relación con
el tenor, que en la mayoría de los libretos casi siempre será de amistad y/o
rivalidad (al igual que sucedería, por otra parte, con la soprano y la
mezzosoprano), lo que en Pescadores
se plasma en el bonito tema Au fond du
temple saint que interpretan, en uno de los dúos más hermosos y famosos de
la Historia de la Ópera, Nadir y Zurga.
NB,- Aunque, como para todo, tendríamos excepciones (que confirman las reglas), no podríamos finiquitar esta entrada sin mencionar, acaso, la hermosa Arabella, de Richard Strauss, donde la soprano (Arabella) acaba la función en brazos del barítono (Mandryka), después de rechazar, entre otros, a dos tenores (Matteo y al conde Elemer). Además de ser un tema nada casual y que merecería, quizás, un estudio, no todo iba a ser perfecto, que diría Billy Wilder. Porque tendríamos también a una segunda soprano (Zdenka) con su correspondiente tenor (ahora sí, Matteo). Y es que en 1933, año del estreno de la ópera, el mundo empezaba a retorcerse (Hitler ya era canciller de Alemania desde finales de enero). Por eso, quizás, ya cada oveja no iba a estar ya más con su pareja, sino con quien le diera la gana.