CINE & SOCIEDAD
Cuando el mundo se hizo mayor…
Sentemos un par de bases sobre las
que empezar a escribir estas líneas, con el ánimo de saber que, quizás, una
correcta confluencia de circunstancias y hados de la más diversa procedencia pueda
resultarnos de una grata utilidad para el lector que arrime sus inquietos ojos
a estos renglones.
Y no creo que la primera base que vamos
a resaltar contenga una formulación excesivamente comprometida ni difícil de
entender. Sería algo tan simple como escribir el cine es una expresión artística. Y tan (p)anchos nos quedaríamos
si no fuera porque a nosotros nos persigue y vivimos desde hace tiempo en
compañía de esa particular, puñetera y… fascinante (¡sí!) inclinación a enredar
las cosas y a buscarle cinco pies al gato. Y, de esta forma, siguiendo los
retorcidos caminos de los busca-bocas, podemos formular directamente una
segunda pregunta, ¿para qué (demonios)
sirve una “expresión artística”? Y no es pregunta tan inocua e inofensiva como
pudiera parecer a una vista simple. Porque ya el tiempo y los años nos han debido
enseñar que todo aquello que no sirve para nada será, un día u otro, barrido por
el escobón de ese mismo tiempo y de esos mismos años y retirado al más
recóndito granero de nuestra memoria colectiva. Y entonces cuando a alguien se
le ocurriera interrogarnos sobre el cine, nos llevaríamos la mano a la oreja y
pediríamos que se nos repitiera la pregunta, por favor, ¿cine, dice?, ¿pero a qué coño de cine se refiere usted?
Luego parece de una evidencia
meridiana sostener que si el cine es una expresión artística (de hecho parece
haberse arrogado como sobrenombre el nada discreto: 7º arte) lo será siempre que cumpla, como condición sine qua non, con ese requisito de
“valer para algo”; aunque este “algo” no deba ser medido con la vara
(crematística) de la utilidad (económica) que esgrimen, sobre todo,
capitalistas e integrantes del gremio de los positivistas que, a ultranza,
defienden aquello de que sólo vale lo que
vale dinero o en términos generales, sólo vale lo que vale para algo en concreto.
Por eso al arte, y al cine con él,
se le podría conceder esta prerrogativa: que no le fuera necesario ni
consustancial a su propio ser arte o cine el tener que valer para algo en
concreto. Incluso, y a primerísima, ambas expresiones podrían ser, en muchos
casos, caracterizadas y descritas a partir del presupuesto contrario de no
servir para nada. Y si no pongamos un ejemplo: ¿para qué sirve el Tristán e Isolda, de Wagner? Y muchos,
no tan terroristas ni maleducados, tal vez dieran en el clavo respondiendo, no se me ocurre; quizás, a bote pronto, para
nada. Y a nosotros, a quienes nos fascina el Tristán e Isolda de Wagner, intentaríamos salvar los muebles por
cualquier medio e insistiríamos, ¿está
usted seguro?, ¿para nada, nada?
Y el espectador sensible, éste sí sensible, nos aclararía entonces, para nada en concreto. ¡Ah! Luego el Tristán e Isolda de Wagner sí que sirve,
por lo menos, para algo intangible.
Para algo que, quizás, parezca (a aquella primerísima vista) inútil pero que en
el fondo, apelando a un universo abstracto e ideal no lo es. Y esto ya nos suena más prometedor. Porque la utilidad
de segunda mano, que se agazapa, que
se esconde, discreta, silenciosa detrás de una primera y aparente inutilidad resulta, paradójicamente, más útil y provechosa
que cualquier otra expresión, vocinglera y engreída, que se jacta y nos arroja
en los morros esa indiscutible utilidad de primera mano la cual, si nos fijamos
bien, casi siempre puede ser reducida y encerrada en una cajita de caudales donde
las monedas a la que es, rápidamente, traducida esa utilidad vocinglera y
engreída resuenan como los cascabeles de la más traicionera y peligrosa
serpiente.
Luego, a concretar. Que ya va
siendo hora. Nosotros defendemos que el arte, y el Tristán e Isolda, de Wagner es, en este sentido, un maravilloso ejemplo
resulta inútil en concreto pero útil en abstracto; aparentemente inútil pero
esencialmente útil. Y esta utilidad esencial sí que vale. Y vale mucho. Mucho
más que la primera. Y si hablamos de ópera, hablemos también de cine: ¡del 7º
arte! Y, después de tan amplia introducción, nos estaremos acercando a aquello que
nos interesaba plantear desde un principio, poniendo todo lo escrito hasta
ahora a 24 imágenes por segundo; esto es, el cine aparentemente inútil pero esencialmente útil. Para a continuación,
y ya lanzados, soltar a bocajarro la pregunta, pero ¿en qué consiste esa utilidad esencial que supera a la utilidad aparencial
Pero la pregunta, precisamente por estar
referida a algo esencial, no tendría una sola respuesta. La esencialidad
contiene, en sí misma, una pluralidad tal de elementos y variaciones que anula
el poder ser dicha de una vez, el
poder ser significada de una vez, con
una breve y mágica palabra. Así que por estos renglones nuestras andanzas
serán, más bien, cortas. Aunque entonces, ¿por qué no renunciamos a esta breve
y mágica palabra?, ¿por qué no nos planteamos (in)directamente una utilidad que
no sea en concreto, que no sea convertible en algo útil en concreto o en pasta,
y no estaríamos hablando de espaguetis, sino de euritos contantes y sonantes? Tal
vez, con esta premisa, obtendríamos alguno de esos atributos que configuran la
esencialidad: el acceso a lo ideal o abstracto, el acceso a lo no en concreto.
¿Nos vamos aclarando?
Porque el cine (y seguimos con él)
nos entretiene o nos aburre en concreto. Pero si nos quedamos en este pírrico
escalón podemos estar seguros que el 7º arte va a tener sus días o lustros o decenas
de años contados. Tarde o temprano la gente se hartaría de asistir a un
espectáculo que sólo le aburre. Por supuesto. Pero también, y esto quizás no
sea tan fácil de entender en concreto o a primerísima vista, se hartaría de acudir
a un espectáculo que sólo le entretiene. Porque el entretenimiento en su más
pura concreción se alía con el conjunto vacío. Y nos explicamos. Se asemejaría
el entretenimiento a aquellos primeros combates de Mike Tyson. Espectaculares
pero tan fulminantes como un parpadeo. Y este K.O. fulminante nos entretiene,
nos puede asombrar incluso, pero termina por cansarnos, por dejarnos con la
sensación de que el pago de la entrada ha sido, a todas luces, excesivo; y que
el espectáculo, lejos de entretener, ha sido sólo un pim-pam-pum-fuera. Pero como
espectadores que somos, y a mucha honra, pedimos más del espectáculo, más
pelea, más algo que-permanezca-con-nosotros-más-tiempo.
Y éste es el principal carácter de la esencia: la estabilidad y la permanencia.
Algo que la apariencia y la concreción jamás podrán aspirar a tener. Y uno de
los múltiples rostros que esa estabilidad y permanencia podrían adoptar, ya que
hemos colegido que ésa es una de las abstractas virtudes de la esencia: el poder
adoptar infinitas expresiones siendo ella, la esencia, siempre la misma o una,
sería la de enseñarnos a comprendernos un poco mejor a nosotros mismos, a los
hombres-espectadores que insistimos-en-sentarnos-junto-a-la-linterna-mágica. Y
para ello una cuestión que el cine nunca podrá eludir consistirá en estar pensado
y realizado para ser proyectado en sociedad, sí, pero también, y
fundamentalmente, para ser proyectado para
la sociedad.
El cine nos hablará a nosotros y
nos hablará de nosotros. Y qué somos nosotros sino animales sociales. Luego el
cine siempre deberá tener en cuenta a nuestra sociedad en la sucesión de
fotogramas o, en esta época digital, de instantes mágicos. Sólo con referencia
a la sociedad en que nos haya tocado vivir podremos los hombres-espectadores
ser definidos en toda nuestra completitud, con todos nuestros atributos. Y, al revés,
el cine que se empeñe y haga caso omiso de esta máxima estará condenado sólo-a-entretener
y después, según hemos colegido, a… desaparecer o… a olvidarse que no deja de
ser una de las variantes más dolorosas que el cerebro del homo sapiens se ha inventado para hacer que aquello que le importa
un pimiento se esfume de sus recuerdos. ¿Y no es el cine un arte demasiado bonito
para que se le compare con un vulgar pimiento morrón? Esto no deberíamos
permitirlo. Por mucho que nos guste la chuleta con pimientos. Por eso,
insistimos, el cine no debe ser nunca pura apariencia en concreto sino social o
esencial, y en los términos en que nos hemos pronunciado. Debe hablarnos a la
cara. A nosotros. Y decirnos cómo somos. Por si el alzhaimer nos ha pillado
desprevenidos y se nos han extraviado las neuronas. Por eso el cine, el
magnífico 7º arte, debe ser además de esencial, o por ello mismo, un tirón de
orejas (más o menos puñetero más o menos doloroso), un aviso para navegantes
excesivamente aficionados a las siestas de pijama y orinal.
Y todo este embolado no se me ha
ocurrido porque sí, o de repente. Lo fui macerando el otro día mientras volvía a
ver The Champ, la película que King
Vidor hizo en ¡1931!, y no (¡socorro!) la de Zeffirelli, y después (y ya algo
mosca) revisando Scarface, en la
versión (¡cómo no también!) que Howard Hawks realizó en ¡1932! Y no he puesto las
fechas de estreno de ambas películas entre exclamaciones por casualidad o,
sólo, porque me haya dado la gana, aunque algo de esto último siempre hay; pero
en este caso, y sobre esto que estamos tratando de explicar y de defender, la
mención de los años juega un papel imprescindible; esencial y socialmente decisivo que no podremos eludir.
Pero, primero, y ya entrados en
materia. ¿No nos está llamando la atención, mientras visionamos estas películas
el grado de inmadurez e ingenuidad, cuando no de una franca insustancialidad
rayana en la irresponsabilidad más absoluta, del que hacen gala ciertos
personajes, mal considerados en base a su edad biológica, adultos? Y citemos en
la violenta y sangrienta Scarface a
George Raft (Guido Rinaldo), hombre de confianza de Paul Muni (Tony Camonte)
que se pasa la película jugando con una moneda que no deja de lanzar y recoger en
la mano como una manía o un tick no superado, o a Vince Garnett (Angelo),
secretario de Tony, un pobre diablo que se arma un lío, tremendo y exagerado
cada vez que suena el teléfono y debe recoger o apuntar un aviso para su jefe;
o al propio Tony que, en sus estallidos de cólera, no deja de aparecérsenos
como un niño malcriado atacado por una de sus endémicas pataletas. No es casualidad
que la relación que mantiene con su guapa y pequeña hermana Cesca (Ann Dvorak) no
sea sino otro ejemplo de esas relaciones que un hermano mayor, súper protector,
adopta hacia esa hermana a la que siempre verá como demasiado pequeña, y a la
que quizás se le acerquen demasiados hombres (otros niños para Tony), siempre
latosos y torpes, y que nunca-jamás podrán estar a la altura de uno de los
zapatos de Ann.
Sí, claro, el (aparente) grupo de gangsters
de Scarface es (en realidad) una
vulgar y, eso sí, peligrosa pandilla de hombres inmaduros, de hombres que aún
no se han sacado (figuradamente, claro) el chupete de la boca, que aún no han
podido o sabido crecer, hacerse mayores. Son infantes caprichosos (como cualquier
niño) que desean hacerse, ¡nada menos! que con el control de toooda la ciudad. Y así a Tony, como a ese
crío que ensimismado, los ojos como platos, contempla el alucinante escaparate de
una tienda de regalos un día de Navidad, le fascina y quiere hacer que el sueño
contenido en el fascinante luminoso que ve desde la ventana de su casa, y en donde
lee a todo color (se supone: Scarface
se rodó en blanco y negro), The World is
yours, se haga lo antes-posible realidad.
Pero, ¿cuál es el sentido de todo
esto?, ¿cuáles eran los proósitos de Hawks mientras rodaba Scarface?, ¿qué era lo que realmente,
detrás de la apariencia, detrás de los ruidos de las ametralladoras, detrás de
las soberbias composiciones y movimientos de cámara quería contarnos? Y a mí me
gusta la siguiente explicación; la misma por la que, entre otros motivos, Scarface ha sido desde hace muchos años
una de mis películas favoritas. Porque la “explicación” puede ser, para más de
uno, un jama-cocos pero a mí me resulta fascinante y me apetece escribirla y
compartirla con todos aquellos que pierdan un par de minutos de su vida en
hojear estas líneas. Y sobre todo, y por si nos supiera a poco lo anterior,
muestra hasta qué extremos de precisión y maestría puede llegar el cine con sus
propias armas para autoproclamarse, ahora sí justamente y sin una mejilla
sonrojada, el 7º arte.
Fijémonos, entonces, en los minutos
finales de Scarface. En las resoluciones
de las diferentes sub-tramas y de la historia principal encontramos (al menos
yo lo “encuentro” así) aquello que Howard Hawks ha querido decirnos desde que Tony
acabó con la vida de un hampón rival de su jefe Johnny Lovo (Osgood Perkins), en
la primera secuencia de la película, en los estertores nocturnos de lo que
parece haber sido una bulliciosa fiesta, y en un plano-secuencia (¡qué
cojones!) excepcional.
Y estas resoluciones se resuelven,
como no podía ser menos en cualquier película de gangsters que se precie,
teñida del amargo sabor de la sangre y de la muerte. Pero con una
particularidad que hace que la película resulte algo más, mucho más que una
película sobre gangsters y que constituye el meollo en el que se encierran esas
verdaderas intenciones que mueven el talento, no de Mr. Ripley sino de Mr. Hawks.
Y si no prestemos atención: Angelo muere de un disparo justo en el momento en el
que es capaz, ¡por vez primera!, de mantener la calma mientras atiende el teléfono
y apuntar correctamente el mensaje para Tony. Guino, por su parte, muere a manos
del propio Tony, haciendo bailar su recurrente moneda en la mano después de
haber contraído matrimonio con Cesca y, consiguientemente, de haber dado un importante
paso hacia eso que algunos llaman “sentar la cabeza”. Y por último, tanto Tony
como Cesca Camonte mueren en el apartamento del primero acribillados por los
disparos de la Policía
que ha cercado el piso y lo ha llenado con gases lacrimógenos. Pero antes harán
frente a los ataques, y una vez que han reconocido sus respectivos
sentimientos: como una pareja de amantes hermanos que no conciben sus vidas sin
el otro a su lado. Es ese amor incestuoso, trasgresor, desde el que Tony, cuando
toma conciencia de su verdad e intensidad, comprende que ya es un hombre, que
hasta entonces sólo ha sido un niño y que ha llegado la hora de dejar atrás esa
inconsciencia e inmadurez, que ha llegado la hora… de morir[1].
Y ahora, recapitulemos. Tony y sus
compañeros de fatigas, Guino, Angelo, comienzan sus andazas comportándose y
siendo realmente unos niños. Son malos, malísimos. Pero cuando la conciencia (y
ese ineludible tránsito de la niñez a la madurez que todos debemos dar en algún
instante de nuestras vidas) les visita por sorpresa es también la otra cara de
la vida, la muerte, quien está llamando a sus respectivas puertas. Los niños
morirán. Y no tanto por los disparos de la Policía sino por esa conciencia que
todos llevamos, más o menos, dentro.
Y sobre estas divagaciones, las
pretensiones hawkasianas brillan como la punta de un diamante que haya
permanecido enterrado durante muchos siglos en el fondo del mar. Alertados excavamos
y lo descubrimos todo entero: brillante, resplandeciente, enorme. En 1932, ¡sí,
la fecha!, también los espectadores eran y vivían como niños. El Crack del 29 había
golpeado sus espaldas y sus bolsillos pero ellos aún parecían agarrados a
aquellos “clavos” felices de los años 20´ que añoraban recuperar cuando Wall Street se recuperara de la depresión
con un par de orfidales. Y Hawks y Scarface nos vienen a despertar de esas
falsas esperanzas. Con una bofetada que nos cruza (¿qué son sino esas cruces
que en la película anuncian y presentan a la muerte?) la cara con un sonoro
guantazo o con una ráfaga de metralla (scarface
o cara cortada, en la literal traducción castellana). Los felices 20` no
volverán nunca. Ni tampoco esos tiempos en que éramos niños in-conscientes,
in-ocentes… y ¡cuántos “in” más! El III Reich asoma su patita por debajo de la
puerta. Las actitudes vocingleras y el puño en alto de Herr Hitler son mucho más
que una rabieta, mucho más que una amenaza. Y Hawks y Scarface nos están exigiendo que nos hagamos mayores, que abramos
los ojos y crezcamos para arriba y hacia
dentro. Y como en cualquier ritual de paso será éste un momento doloroso.
Ni Hawks ni Scarface nos engañan al
respecto. La niñez de nuestras vidas muere y queda enterrada para siempre.
Y es, desde este punto de vista,
cuando The Champ se nos muestra también
como otra película. En ella su
protagonista, un boxeador veterano venido a menos, el campeón del título (un ex
campeón en realidad) o Wallace Beery al fin y al cabo, es otro niño que no ha
crecido todavía o que no ha sabido hacerse mayor. Como los gangsters-niños de
la película de Hawks. En este caso, también la gestualidad exagerada y casi silente del actor ayuda, y mucho, a que lo
percibamos así. Obviamente el ex campeón, como tantos y tantos “ex”, empina el
codo más de lo debido, se pasa los días en compañía de sus amigotes (otros
niños-sin-crecer como él), en pequeñas tascas de barrio y muy lejos de los
gimnasios y del olor a linimento. Su cuerpo, quizás otrora, envidiado y robusto
es ahora un fláccido y triste pellejo. Además, y a pesar de la insustancialidad
propia de estos personajes-niños, el ex campeón arrastra tras de sí un doloroso
pasado: su mujer, Irene Rich, mujer de mundo y con aspiraciones propias de su
apellido (Rich), supuestamente hastiada
de sus continuos fracasos y aficiones, le abandonó dejándole a cargo del hijo
de ambos (estos siempre estorban para iniciar, como es debido, una más o menos
fulgurante carrera hacia el éxito, hacia ese The World is yours que tanto obsesionaba al imberbe Tony Camonte[2]),
Jackie Cooper, el niño por antonomasia del cine americano[3].
Y es como si el mundo, en The Champ, se hubiera vuelto del revés.
Jackie Cooper, el niño, cuida del ex campeón y se comporta como un hombre. Con
lo que Jackie Cooper es el padre. Y Wallace Beery, el niño. Véase sino las
actitudes que Cooper muestra con su cuadrilla y con el propio Beery. Y con su
madre, cuando ésta reaparece hacia la mitad de la historia. En las primeras
escenas entre ambos Jackie Cooper no sabrá ser el niño-que-le-toca-ser en
presencia de su madre y en razón a su edad, y se comporta como un hombre
sorprendido cuando ella (mujer antes que madre para todo un “hombretón” como
él) le pide que la bese.
Y la resolución de la trama no deja
lugar a dudas sobre las intenciones de King Vidor. Éstas redundan en la misma
dirección que las que mantendrá Hawks apenas un año después con su Scarface. La vida, y la película,
re-colocará a los personajes en su sitio. Beery acepta un combate para el que
sabe que no está preparado, para el que sabe que llega demasiado tarde. Pero, a
pesar de ello y por primera vez a lo largo de la película, se prepara y entrena
a conciencia. Como un hombre. Quiere
crecer y demostrar a su hijo que él es el verdadero padre, que su particular
ritual de paso ha comenzado y que ya no habrá para él marcha atrás. Y en la
noche del combate, y como no podía ocurrir de otro modo, Beery recibe una
brutal paliza. En su esquina quieren arrojar la toalla al ring, pero Beery se niega a abandonar. Los rituales de paso no son
ninguna excursión de verano. Hacerse mayor cuesta. Y a veces, como también
sucedía en Scarface, nos cuesta la
vida. Beery ganará el combate (se habrá hecho un hombre) in extremis pero en el vestuario apenas sus labios consiguen
articular una palabra. Su hijo llora. Orgulloso se traga los mocos. Y también
por primera vez Jackie Cooper se comporta como aquello que realmente es, como
un niño.
La esencia, el concepto que mueve
los entresijos de The Champ está
lanzada. Vidor nos está advirtiendo en 1931, como Hawks lo hará en 1932 (y de
aquí la importancia que daba, al principio de estas líneas, a las fechas de
estreno de ambas películas), que los tiempos de la niñez se han terminado con
una demoledora serie de derechazos a la mandíbula o con una castañeante y
mortal ráfaga de ametralladora. Que los tiempos en que debemos ser y sentirnos
hombres han llegado de pronto a nuestras vidas. Adorno diría algunos años después
que tras Auschwitz e Hiroshima la correspondencia entre las especulaciones
teóricas y la experiencia se ha fracturado definitivamente. Vidor y Hawks con
sus películas sobre hombres que aún son niños, que piensan poder habitar una
tierra poblada sólo de inocencia, insustancialidad y “peter panes”, se
adelantaron, en cierta manera, al pensador alemán. También ellos nos avisaban
de la fractura práctica que Adorno pondría lucidamente sobre la mesa. El tiempo
de los niños, de la “correspondencia” había finalizado.
O yo, al menos, siento todo esto así,
o lo he sentido mientras veía The Champ
y Scarface por tercera o cuarta vez.
Y todavía lo siento más vivamente hoy cuando el cine, que se realiza en estos
días, parece haber perdido (salvo honrosas y escasísimas excepciones) el rumbo
o cualquier conexión esencial con
nuestra condición de personas. Porque este cine no me dice gran cosa. Como el
aburrido y cansino chismorreo que pudiera producirse en una Sala de Bingo entre
jugada y jugada, entre cartón y cartón. Lo cual está provocando sin duda, y
entre otros “vicios” reciente y desgraciadamente adquiridos (ya entraremos en
alguno de ellos si el tiempo y las ganas nos acompañan), que la etiqueta de “7º
arte” no sea más que eso: una etiqueta de quita-y-pon, una petulante y rimbombante
acepción que desacredita desde su nombre al resto de las artes que sí se han
ganado a pulso su título; una art(ritis) sólo económicamente ambiciosa, huérfana
por su desconexión de la vida real, de la sociedad que formamos, entre otros,
algunos hombres y mujeres que seguimos sentándonos en las butacas a oscuras
confiando en sentir que el cine y la sociedad no han emprendido caminos
divergentes, que el cine no se ha abonado a la soledad, desustancializado y
esencialmente más vacío que una piscina al aire libre durante los meses del más
crudo invierno. Y que, por el contrario, cine & sociedad continúan juntos,
alimentándose recíprocamente. Como sucede en The Champ, o en Scarface:
dos viejas y estupendas señoras que, siempre que las veo, me dicen algo, sí; algo más que antes no sabía.
[1] Tengamos en cuenta que
esta toma de conciencia y consiguiente prohibición del incesto supuso el inicio
de la Civilización
en el desarrollo del homo sapiens, el
fin del ojo-por-ojo y metafóricamente hablando (para los intereses de este
artículo), el fin de Tony Camonte y del gangterismo en sí.
[2] Con lo cual, tal vez, The Champ esté también poniendo entre
interrogaciones la presumible madurez del personaje de Irene Rich, a pesar de
que nadie pondría en duda que, en apariencia, es toda una mujer.
[3] Recuerdo para algún
desmemoriado (y que el resto me perdone) que Jackie Cooper fue The Kid, (El chico) que acompañaba al
vagabundo en la mítica película de Chaplin.