Este año 2013 se ha cumplido (¿habrá algún
aficionado que no haya oído hablar de él?) el segundo centenario del nacimiento
del compositor de Bussetto. Uno de los nuestros, sin duda, que diría el magnífico
Joseph Conrad de Lord Jim mucho antes
que al original (sic) distribuidor de
la película de Scorsese se le ocurriera alterar su título original que era, si
no recuerdo mal, simplemente Goodfellas.
Y es que, hablando de “recuerdos”,
esto de las efemérides también me sirve para refrescar mi entumecida memoria y
darme un garbeo por la biografía y los numerosos logros de sus protagonistas.
Así que abandono el sedentarismo por un momento, y el confortable butacón donde
mis meninges y posaderas se encuentran tan a gusto, y pienso (porque, en el
fondo, estas líneas no son sino una invitación a pensar para todos aquellos/as que decidan leerlas con un cierto
detenimiento) en ese hombre entrañable con barbas, quizás, algo descuidadas, en
Verdi o, ¿en V.E.R.D.I.? ya que por algo habré elegido este titulo para
encabezar el presente y pequeño artículo, a sabiendas que de que éste (el
pequeño artículo) pudiera no ser más que una escueta introducción a un tema que
debiera estudiarse con mucha más atención que la que aquí podemos dispensarle,
olvidándonos de una vez por todas de lugares comunes y de las sentencias que,
durante muchos años (demasiados), nos han llenado a todos los ojos y los oídos
con las mismas cantinelas, aburridas, reiteradas, e insustanciales por ello
mismo, y que quizás pudieran provocar alguna que otra molesta ampolla en
nuestros pies o introducir una no menos molesta arenilla en nuestra retina.
Porque lo que quiero plantear, y
vamos ya al grano o a la arenilla, se resume en esta pregunta: ¿V.E.R.D.I. o
Verdi? O bien, ¿Vittorio Emmanuel Rei D´Italia o Verdi, a secas? A lo que yo,
por lo menos, ya me he tomado la licencia de responder. Para lo que me remito
al encabezamiento de estas páginas.
¿Y cuál es el problema?, pudiera cuestionarme
a continuación cualquier lector indiferente a la disyuntiva que plantea la
pregunta. Y yo, entonces, trataría de resultar preciso y acusar a la crítica,
más comúnmente aceptada, de haber colocado y dado primacía (¡vaya usted a saber
porqué!- el tema daría para numerosas y suculentas reflexiones- aunque esto ya
sería parte de otra historia, lo sé) a V.E.R.D.I., o al Verdi-Patria (con Mayúsculas)
sobre Verdi o el Verdi-hombre (con minúsculas). Y esto, por lo menos a mí, ya
me parece grave porque antes que grave me parece injusto.
Pero aclaremos la cuestión. A
propósito de la reciente reposición de Rigoletto
en el Palacio Euskalduna de Bilbao leía, en el periódico Escena que edita con cada título la Asociación Bilbaína de Amigos de la Ópera, que Rigoletto es la primera
obra maestra de Verdi. Quizás la afirmación resulte exagerada pero en lo que a
mí respecta, y a falta de escuchar algunas de sus obras anteriores, sí que me
parece una afirmación acertada. Rigoletto
es la ópera de Verdi (no de V.E.R.D.I.) más redonda hasta la fecha.
Los motivos son por casi todos
conocidos. Pero hay novedades no por todos anotadas. A las excelencias de una
trama muy bien urdida, del libreto y de la música se unen, en esta ocasión, …¡los
personajes! Sí, Rigoletto, Gilda, el Duque de Mantua son, por una vez,
personajes de carne y hueso. Nosotros les oímos cantar pero también les sentimos respirar, reír, odiar, actuar, y
moverse como nos moveríamos nosotros o como hemos visto moverse a tantas
personas cercanas.
Si nos pinchan, ¿acaso no
sangramos?, decía Shylock, uno de los personajes de Shakespeare, en su
impecable Mercader de Venecia. Y
Gilda sangra. Y su sangre nos duele y nos conmueve. Es viscosa y oscura. Y
cuando se pierde se pierde la vida.
¿Y Rigoletto? Rigoletto llora. Pero
sus lágrimas apenas pueden brotar y resbalar por las mejillas. En su lugar,
hinchan los ojos y congestionan la respiración. Se las oye, y sólo la
desesperación del personaje hace que nosotros, espectadores, podamos
imaginárnoslas. Y que traguemos saliva. Parecen lágrimas sin un final posible. Después
solo queda que al telón baje hasta el suelo lentamente. Como la más respetuosa
reverencia ante lo que acaba de presenciar.
Claro, digo ahora yo: los
personajes de Rigoletto no representan, como había sucedido en el V.E.R.D.I.
anterior, a ninguna entidad (país, religión, familia, clan o tribu) que se
coloca por encima y los aplasta haciendo de ellos símbolos que, a lo sumo,
quieren decir pero que, en el fondo, no
dicen nada con sus propios labios. Por esto (o en mucha parte, por esto) considero
a Rigoletto la primera obra maestra
de Verdi. Que nunca cansa aunque la hayamos
visto o escuchado ¡cuántas veces! Porque sus personajes, como los hombres y
mujeres de carne y hueso, siempre tienen algo nuevo que contarnos. Y no como les
sucede lo que a los personajes-símbolos de V.E.R.D.I. que siempre están dándole
vueltas y diciendo las mismas cosas. Y mareando a las moscas. Pero Rigoletto, no.
Esta vez Verdi se libró de V.E.R.D.I. Le engañó con el argumento y le encerró en
un macizo armario. Después cerró con llave. Con doble vuelta. Para asegurarse
que no pudiera salir y asomar sus narices estropeando la honda humanidad que se
respira escuchando Rigoletto.
Pero, ¿qué había ocurrido para que
semejante desahogo pudiera ya regalarnos los oídos tantas veces, y durante
tanto tiempo (hoy casi 165 años)? Ocurrieron muchas cosas. Siempre ocurren
muchas cosas. La “culpa” nunca la tiene una sola. Ocurrió, por ejemplo, que El rey se aburre, de Víctor Hugo, la
obra en que Piave basaba su libreto no pasó la censura. Y que de Francia tuviera
que situar la acción en Italia. Y que el Rey (una molesta reminiscencia de los años
que Verdi pasó en “galeras”) fuera reemplazado por un Duque. Y que el París de
Francisco I debiera transmutarse en una Mantua casi fuera del tiempo. Pero en
estas nuevas circunstancias el ser humano salió triunfante. Luego todos salimos
triunfantes. Verdi ganó la partida a V.E.R.D.I. Y los espectadores y
aficionados, eternamente agradecidos a las circunstancias. Después de haber
estado con ellas (o, por lo menos, yo lo estuve) seriamente enfrentados cuando
no simplemente cabreados.
Porque fueron ellas, las
circunstancias de marras, aunque otras circunstancias sí, las que formaron a
V.E.R.D.I.. Desde la profunda y lacerante depresión en la que el compositor
había caído allá por 1840, después de la muerte de su mujer y, sobre todo, después
del tremendo fracaso que sufriría su segunda ópera, Un giorno di regno; tristes acontecimientos que llevarían al excelente
músico a plantearse, incluso, abandonar la práctica musical. Leamos al propio
Verdi en una carta fechada casi 40 años después, (…) llegué a convencerme de que el consuelo que esperaba del arte era
en vano, y tomé la decisión de no volver a componer nunca más.
Pero, ¿qué pasó para que el deprimido
protagonista de estas líneas no llevara a cabo sus sombrías intenciones? Y recapitulo
brevemente. Para los desmemoriados o para aquéllos a los que, simplemente, les
apetece seguir leyendo. La dirección de la Scala iba a poner a disposición del
músico un nuevo libreto, Nabucco. Y Verdi,
no muy convencido, emprende la composición de la obra casi a regañadientes.
Pero, al contrario de lo que había sucedido con sus dos óperas previas, Nabucco va a cautivar al público
italiano desde sus primeros compases. El éxito fue apoteósico. El coro de los
esclavos judíos, el archifamoso Va
piensero, va a ser asimilado inmediatamente por el pueblo como un canto
contra la opresión extranjera.
El éxito había salvado a Verdi, sí,
pero también lo convertiría en V.E.R.D.I. Y con el éxito y con el nuevo nombre cosido
a sus espaldas el compositor de Bussetto iba a embarcarse (ya que, con Nabucco, ha pagado el pasaje) en la nave
del éxito, en una nueva y fructífera etapa, y produce nada menos que ¡17 óperas
en 12 años! Son los años que la crítica ha llamado “de galera”. Son la otra
cara del éxito. Ni Ben-Hur habría podido “remar” tanto ni tan rápido. Son los
años de I Lombardi, Ernani, I due
Foscari, Atila, Macbeth, La battaglia di Legnano, etc. Los años en que a sus
personajes también se les ata bajo un yugo; el yugo, para éstos, del símbolo. Que
también atenaza y les obliga, como al propio autor a remar siempre en la misma
dirección. Lo que los personajes representan aplasta, como el zapato y la
cucaracha, aquello que verdaderamente son. Pero el pueblo grita ¡V.E.R.D.I.! y V.E.R.D.I.
se levanta. El pueblo le aclama. Y V.E.R.D.I. asiente. Y el pueblo le proclama su compositor, el compositor de la Italia unida, el Garibaldi
sin mapas en la cintura pero con pentagramas en los bolsillos.
Y mientras tanto, ¿dónde está el “otro”?,
¿dónde está Verdi? Yo creo que permanece
escondido, debajo de las letras
Mayúsculas, de las S.I.G.L.A.S., debajo del estruendo de los aplausos, del dulce aroma del éxito (traducción
literal del título original de otra película, del estupendo film de Mackendrick)
que le rodean allá por donde va. Y que, como tan a menudo sucede (pero, ¿a
quién no le gusta el cálido sonido de los aplausos? Que levante la mano), no
dejan que se escuche al hombre de verdad que todos llevamos dentro, al otro, al
Verdi sin S.I.G.L.A.S., ni Mayúsculas que el músico también llevaba dentro. Y que
aún debería esperar para salir. ¡9 años!
Pero cuando lo hizo fue como para
quitarse el sombrero. Chapeau! Porque
Verdi se hizo Rigoletto, ese bufón deforme, enano y genial que hace reír pero
que también cuenta cosas muy serias detrás de su sonrisa pintarrajeada. Cosas como
aquélla que le dice a Gilda, su hermosa y adorada hija, cuando canta, yo no tengo patria (…), tú eres todo mi
universo. Sí, toda una declaración de principios. Un antes y un después.
Cuando Verdi gana la partida a V.E.R.D.I. El hombre, desde entonces, también es
el universo de Verdi. Y la Patria,
la Religión,
y todas esas Cosas con Mayúsculas que nos inventamos para (sobre)vivir pero
que, tan a menudo, no nos dejan ni vivir se quedan definitivamente en un
segundo plano cuando no certeramente cuestionadas.
Y pienso entonces, por ejemplo, en
el malogrado y triste Simon Boccanegra que sobre los enfrentamientos entre
Génova y Venecia, sobre los conflictos entre Güelfos y Gibelinos, muere
añorando y pronunciando el nombre de María, aquella mujer a la que había
querido antes de ser nombrado Dux de
Génova. O lo que es lo mismo para mí: renunciando al Ducado y apostando sólo
por el amor y la vida. Y pienso en Otello carcomido por las malas artes de Iago
y por los celos. Y, sobre todo, pienso en Falstaff porque, en realidad, es el
puente que conecta a Verdi con el gran bardo inglés, porque en ella me parece
estar escuchando nuevamente a Rigoletto, pero más viejo, gordo, socarrón y
cínico, años después, en los estertores de esa Merry England que seguramente sea la época preferida por todos
estos personajes sin Patria… ni firmamento. Pero con minúsculas. Y las cuatro
son óperas de Verdi, por supuesto.
P.D.: Y, en fin, no me resisto a concluir este comentario sin mencionar
que Rigoletto inaugura una de esas cumbres
que la creatividad humana ha dado a lo largo de la Historia. Rigoletto (1851),
Il trovatore (1853) y La traviata (1853) son, por ese orden y ¡en apenas 2
años!, una de las más irrefutables pruebas de la altura que el hombre puede
alcanzar, y de que “algo” grande y minúsculo (yo-no-sé-qué) anda enredando por
ahí y que, de vez en cuando, mete cosas maravillosas en las cabezas de algunos
elegidos, para hacernos disfrutar a los demás mortales, y recordarnos de paso que,
a pesar del mucho tiempo transcurrido, continúa gozando de muy buena salud y al
pie del cañón.