Ando un poco obsesionado con esto de la crisis. No con la
económica que, al fin y al cabo, tarde o temprano se pasará y cuyos
protagonistas ya despiden (por lo menos despiden para mí) un tufillo, cuando no
pestilente aroma (seamos claros), a querer mantenerse en las cabeceras de los
periódicos y televisiones de medio mundo, le pese a quien le pese, por la nada loable
razón de haberle cogido el gustillo a la “alfombra roja”, a los destellos de
los flashes y micrófonos de fotógrafos y reporteros ávidos como nunca por
hacerles una foto o extraer de sus bocas una palabra, una contraseña salvadora
que nos dé ánimos, a nosotros con los
bolsillos cada vez más vaciados,
para seguir adelante.
Pero ellos ya son los protagonistas de esta mediocre
historia de telefilm de sobremesa veraniega y dominical en que se ha convertido
la crisis económica. Son ellos los consejeros de cuántas de empresas, que
facturan cuántos millones, y que son todos muy listos (¿o serán todos muy listillos?), ministros de economía, primeros
ministros, grandísimos inversores, presidentes, analistas, brokers y demás especimenes que no tienen, paradójicamente, ningún
problema para llegar a fin de mes o disfrutar de unas bonitas (¿y honrosas?,
quizás sea pedir demasiado) vacaciones en algún paradisíaco lugar al margen,
paradójicamente otra vez, del mundanal y caótico estruendo que ellos mismos se
han encargado de montar.
Todos ellos hablan mucho. Aunque yo cada vez les entiendo
menos. Pero se agarran con las uñas y los dientes a la poltrona, se han
enganchado a la moqueta y no quieren dejar de pisar la blandita alfombra roja y
bajarse al duro asfalto que el común de los mortales nos zapateamos a diario.
Han descubierto el placer de ser las estrellas. Y parece que, ahora, nos están
pidiendo a los demás que descubramos el placer de ser los estrellados. Incluso
le han puesto un nombre más digno a la operación: “sacrificio” (y ya sabemos
que toda esta parafernalia pseudo-cristiana hace que las palabras nos resulten
más soportables).
Sí, es la “erótica del poder”, nos explicaban hace años algunos
de los más modernos sociólogos. Pero a mí esta erótica ya me ha tocado los
cojones, y no me la ha puesto dura. No entiendo el meollo de esta crisis
económica, y me aburren los diálogos (que se repiten hasta la saciedad) de
estos protagonistas siempre tan educados y oliendo a colonia de 100 euros el
frasco. Así que he decidido zapear a la velocidad que desenfundaba Shane (¿os
acordáis de Alan Ladd, y de Shane o Raíces profundas para su distribución
española?) en cuanto cualquiera de esos actorzuelos hace su aparición en la
pequeña pantalla y empieza a pronunciar la maldita palabra “cri…”.
Por lo que ¡ya!: me olvido de la crisis económica, y se
acabó. Y me (pre)ocupo de la otra. De la crisis humana o de la crisis de los
valores no bursátiles sino humanos. Porque si la otra se remontará cuando los
actorzuelos lo deseen o se cansen de caminar sobre tapices mullidos, lo de la
crisis de los valores humanos es más jodido. Si se pierde la confianza en los
semejantes que nos gobiernan, en casi todos los semejantes que no seamos
nosotros mismos, o nuestro tío o algún pariente muy-muy cercano y sólo
acertamos a decir “semejante caradura, semejante cabrón o semejante piii….”,
entonces la crisis es muy-muy grave y que, nadie lo dude, su recuperación
muy-muy larga.
Ganarse la confianza de los mercados es una cosa que se
recupera pronto. En cuanto el IBEX lo diga. Pero ganarse otra vez la confianza
en nuestros semejantes es harina de otro costal. Nadie, ni tan siquiera el
IBEX, nos lo puede pedir y menos, ordenar. Por lo que propongo un par de
ejemplos que, quizás, nos echen un capote en este sentido. Uno, los Juegos
Olímpicos: ver a los atletas y a las atletas sirias, norteamericanas, alemanes,
turcos, israelitas y etc. (¡de más de 200 países!) compitiendo por el simple
hecho de poder decir “yo-también-estuve-allí:-en-unos-Juegos-Olímpicos”. Y dos,
ese cuartelillo de la NASA
donde se daban cita un grupo nada despreciable y cosmopolita (cada uno de su
madre y de su padre, sin importar el país de origen, ni el color de la piel, ni
el sexo, ni la lengua que hablan ni la religión que profesan) de las cabezas,
posiblemente, más agudas de nuestro mundo, chillando, aplaudiendo y riendo como
chiquillos cuando, ¡nueve meses después de su puesta en órbita!, un armatoste
llamado “Curiosity” posaba sus ruedas sobre la superficie de Marte y enviaba
una sencilla foto en blanco y negro del suelo marciano; una foto en la que, no
necesitaría escribirlo, ninguno de esos protagonistas del telefilm dominical y
veraniego, a los que antes he aludido, deja asomar su estirada y estúpida
sonrisa de sabérselo-todo.
Algunos diréis que soy un ingenuo. Pero estas cosas olímpicas
y marcianas sí me “ponen”. Me congracian con el ser humano. Hacen que me sienta
orgulloso de ser uno de ellos.